31er Domingo: Lc 19, 1-10 : Zaqueo
El domingo pasado, contemplamos la
escena del fariseo y del publicano en el templo. El publicano era un modesto
recaudador que tenía que llevar la cuota estipulada al jefe de recaudadores.
Zaqueo es uno de estos jefes. A pesar de ser muy rico, pertenece al mundo de
los pecadores y excluidos. Pesa sobre él el estigma del desprecio de los demás.
Lo acentúa Lucas al describirlo como de “baja estatura”.
El lugar del encuentro con Jesús es la
ciudad de Jericó. Era una ciudad elegante y residencia de importantes
funcionarios del templo. Hay que acordarse del sacerdote y levita que bajaban
por este camino al templo de Jerusalén y se encontraron con un herido grave.
Podemos imaginarnos que Zaqueo vivía de
manera muy acomodada, en una mansión de un barrio elegante de esa ciudad.
Había oído hablar de Jesús: ese
predicador con autoridad tan distinta, que hablaba de Dios llamándolo su Padre,
un Dios bien diferente al de los piadosos fariseos. Presentaba a un Dios
liberador, cercano a los pobres, a los enfermos, a los pecadores, un Dios lleno
de amor misericordioso y, por otro lado, muy severo con los ricos. Para ellos
era muy difícil entrar en el reino de Dios, más difícil que a un camello pasar
por el ojo de la aguja – la puerta baja y angosta en las murallas de Jerusalén.
¿Será verdad que el dinero no lo es
todo en la vida? se preguntaba quizás Zaqueo al enterarse de las novedosas enseñanzas
de Jesús. Aquello que predicaba Jesús: que lo más importante es el Reino de Dios y su justicia y que las
demás cosas se darán por añadidura, intrigaba a Zaqueo.
Como era bajo de estatura y una gran
muchedumbre rodeaba a Jesús, a pesar de ser un hombre rico y poderoso, no le importa hacer el ridículo subiéndose a un árbol,
como lo haría un niño, para ver pasar a Jesús.
Con esta descripción pintoresca, el
evangelista nos indica el caminar en la fe de Zaqueo. Empezó a prestar atención
a Jesús y a su evangelio, cambiando de a poco su mirada del dinero y de la
riqueza al evangelio del reino.
Zaqueo se ha dejado tocar por las
novedosas enseñanzas del joven rabí llamado Jesús de Nazaret. Ha empezado a
quererlo, a dejarse seducir por su mensaje: sus palabras de misericordia han
traspasado su corazón. Su corazón ardía por ver y conocer a Jesús.
Ese deseo y esa fe tocan a su vez el
corazón de Jesús. Se detiene, mira a Zaqueo arriba en el árbol y lo llama por
su nombre: “Zaqueo baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Jesús
no lo increpa, exigiendo que pida perdón. Al contrario, tiene un gesto de
acogida impensable que provoca airadas reacciones y protestas entre todos los
presentes. “Todos murmuraban diciendo: se ha ido a alojar en casa de un pecador”.
La alegría de la presencia del Espíritu no les toca: no comparten el mensaje
liberador de Jesús. En contraste con ese “todos”, Zaqueo abre su corazón a la
gracia y el Espíritu manifiesta inmediatamente su presencia, no sólo por la
alegría que lo invade, sino también liberándolo de su avaricia y devolviéndole
la libertad. Lucas manifiesta este efecto: Zaqueo se decide a repartir la mitad
de sus bienes a los pobres. Pero además, quiere también restablecer la justicia
donde la pasó a llevar.
El secreto de Zaqueo está en haber
sabido distinguir claramente su malicia objetiva de la que tuvo consciencia y
la benevolencia – mucho más objetiva aun – de Jesús, quién le hizo percibir su
amor no a pesar de sus faltas sino a causa de su pecado. Convertirse no
significa cambiar de vida de manera voluntarista, sino dejarse tocar y
encontrar por Jesús quién desea ser el huésped de nuestro corazón. “Señor, Tú
te compadeces de todos, porque todo lo puedes, y apartas los ojos de los
pecados de los hombres para que ellos se conviertan” (1ª lectura). Sólo en la
medida en que acogemos “la salvación en nuestra casa”, el Señor “llevará a
termino entre nosotros, con su poder, todo buen propósito y toda acción
inspirada en la fe” (2ª lectura).
La fe que comparte con los pobres y
busca restablecer la justicia es auténtica salvación.
Tal vez como la joroba del camello que le
impedía pasar por la puerta de la aguja, llevamos a cuestas la joroba del apego
al dinero que nos dificulta acoger a los pobres y al reino de Dios con su
justicia.
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