jueves, 14 de abril de 2011

17 de abril: Domingo de Ramos


17 de abril: Domingo de Ramos: Mt 26,14 -26, 66

Con el Domingo de Ramos iniciamos la celebración de la Semana Santa. En la primera parte aclamamos a Jesús, junto al pueblo, en su entrada triunfal en Jerusalén.
La segunda parte, que corresponde a la liturgia de la palabra de la Eucaristía, trae como primera lectura la figura del tercer canto del Siervo de Dios. El evangelio es el relato de la Pasión según san Mateo.
Por lo extenso de esta celebración, no suele haber homilía. Aquí doy solamente unas breves reflexiones para este día de los Ramos y para profundizar durante la semana si se desea.

 En los evangelios, el relato de la Pasión no es un reportaje lúcido de algún testigo ocular, sino la condensación de la fe de los primeros cristianos. Como Judíos estaban familiarizados con los salmos y la visión del profeta Isaías del “Servidor doliente de Yahvé”. Es fundamental tomar en cuenta que siempre que se escribe a partir de la fe en la resurrección. Por eso mismo, también nos puede inspirar a nosotros hoy y el sufrimiento y la pasión de Jesús pueden estar como modelo de todos los que sufren a través de la historia.

La mirada invisible de Dios, llena de amor y ternura, nos mira a nosotros en el rostro humano de Jesús. La pasión de Jesús es como “una ventana hacia Dios”. Un Dios con una fuerza indefensa de amor. El Dios de Jesucristo es un Dios que no está en el poder. Es tan indefenso como tan fuerte es el amor.
El Cristo que se adora después del emperador Constantino como “Pantocrator” – o dominador del mundo, no es el Cristo del Gólgota. (Aquel Dios que nuestra liturgia invoca tan a menudo como “Dios todopoderoso”).

Este Jesús crucificado ha sido glorificado por su Padre Dios como “su mano derecha”, su representante. Dios ha legitimado a Jesús. Él es el enviado y ungido de Dios, pastor y por ende, “el” profeta, el bien amado de Dios. Esta es la fe de la resurrección. A la luz de esta fe, la muerte catastrófica en la cruz, toma un sentido radicalmente distinto. La cruz viene a ser el signo de la entrega irrestricta de Dios mismo por amor a los hombres.
Todos aquellos que sufren o son víctima de la injusticia, se pueden valer de Jesús. También es modelo para todo ser humano que se entrega, liberando sin cálculo a su prójimo. Jesús es tanto el sediento como el que aplaca la sed. El sufrimiento injusto y la salvación liberadora se funden en su persona en una sola realidad. Con Jesús, como crucificado, y que vive junto a Dios, todos los dolientes y sufrientes del mundo se pueden relacionar desde su fe con él. Una relación de amor íntimo que no quita el sufrimiento, el dolor, la pena y la soledad, ni  tampoco el fracaso. Una relación donde podemos sentirnos unidos solidariamente con él, “el bien amado de Dios”, un Dios de todos los hombres sin excepción.