4º Domingo ordinario: Mt 5, 1-12 (Las Bienaventuranzas)
¿Quién no busca ser feliz? ¿Para quién la felicidad no es la brújula que orienta, consciente o inconscientemente, toda su vida? ¿Qué significa ser feliz en este mundo tan complejo y ajetreado en el que vivimos?
¡Qué manera más curiosa de decirnos hoy el evangelio donde está la felicidad! ¿La felicidad no consiste en conseguir todo lo que anhelo? Que tenga buena salud, que tenga pareja amorosa, que tenga una linda familia e hijos sanos, que tenga un grato trabajo, que no me falte dinero etc.
Que tenga, que tenga, que tenga… La respuesta del evangelio va por el camino opuesto: el camino de la privación, del dolor y del sufrimiento, de bregar por la justicia y la paz: ¡los pobres tienen un sitial central y privilegiado! Tanto el evangelio de Mateo como Lucas los declara felices en primer lugar.
Es para quedar perplejo. ¿Quién puede entender ese lenguaje? “Muchos discípulos suyos dijeron al oírlo: Esto que dice es demasiado; ¿quien puede hacerle caso?” (Jn 6, 60) Y se mandaron cambiar. Igual que en tiempos de Jesús, hoy siguen resonando fuertes las palabras del evangelio. Y tenemos la tentación de decir: eso no es para mí. Es sólo para aquellos que quieren ser santos. Efectivamente, se pone este evangelio el día 1º de noviembre, la fiesta de todos los santos. También estuvo este texto de las bienaventuranzas por espacio de unos 42 años junto a la tumba del P. Hurtado con el hermoso cuadro del pintor Venegas en la parroquia de Jesús Obrero.
¿Cómo entender la primera bienaventuranza: que traducida literalmente dice: “Felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”? Las traducciones modernas dirán: “Felices los que eligen ser pobres” o “Felices los que tienen alma de pobres”.
Estar sumido en la pobreza o ser pobre no parece ser precisamente una condición envidiable. ¿Acaso no luchamos en el Hogar de Cristo junto a muchas otras entidades por la superación de la pobreza? ¿Cómo puede ser entonces una bienaventuranza?
Dios no quiere que haya pobres. Dios no quiere que los hombres sufran. La pobreza no se debe considerar como una virtud que haga los hombres más agradables a Dios. Como tampoco lo es el sufrimiento.
Dios, según los escritos que consideramos palabra de Dios, no se hace responsable de que exista la pobreza entre los hombres. Los verdaderos responsables somos los hombres mismos. (ver p.ej. Is. 3, 14-15) Unos más: los que se aprovechan de la situación, los que, gracias a la pobreza de muchos, viven en la opulencia. Otros menos, pero también culpables: los que aceptan sin luchar la situación por comodidad, por miedo o por mantener la esperanza de pasar un día a formar parte de la minoría de privilegiados.
La palabra de Dios nos enseña que Dios ama a los pobres de una manera especial. Pero precisamente porque ama a los pobres quiere que dejen de serlo. La pobreza hace sufrir. Y Dios, que ama a todos los hombres, no quiere que ninguno sufra; y por eso muestra una mayor preferencia por los que sufren, por los que están más faltos de amor, de justicia, de pan...
Entonces la primera bienaventuranza debe entenderse más bien como una vocación y una misión a luchar contra la pobreza de los hombres y de los pueblos. “Elegir ser pobre o tener alma de pobres” es sentir la llamada para trabajar por un mundo sin pobres, sin miseria y sin los sufrimientos causados por los hombres. Es una llamada a romper con la ambición y con el deseo de tener cada vez más; es una propuesta de solidaridad -la solidaridad con los más débiles es la expresión social del auténtico amor cristiano- con los pobres.
Tal vez se ha entendido, a partir de esa primera bienaventuranza, que la pobreza es el camino más corto para llegar al cielo. Pero grandes apóstoles de la solidaridad, como el P. Hurtado, nos dan a entender que la pobreza es el primero de los obstáculos para que el cielo baje a la tierra. ¿Y no es éste el proyecto de Dios que nos revela Jesús? El nos enseña que “venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).
Dios ama a los pobres. Dios se encarnó y vivió entre los pobres. Jesús sana de los sufrimientos y alivia de la miseria: un tercio de los evangelios se dedica a describirnos su acción en este sentido.
Concluyendo: Dios no quiere pobres; y por eso serán dichosos los que eligen ser pobres para poder dedicarse a construir un mundo en el que no haya pobres. Porque en ese mundo Dios será el rey.