11º Domingo: Lc 7, 36 – 8,3
¿Cómo
miramos nosotros a los seres humanos? ¿Miramos primero y sobre todo a su apariencia? ¿O encontramos a una
persona, a un ser único? ¿Miramos como mira Jesús, de modo que nuestra mirada
ayuda a crecer a la persona o…juzgamos fácilmente a las personas? Tal vez nos
pasa a menudo lo mismo que a Simón el fariseo. Conoce sólo a dos categorías de
personas: los justos y los pecadores; los observantes de la ley y de la religión,
por un lado y los pecadores por otro lado. Por supuesto que Simón se incluye en
la categoría de los justos y fieles observantes, los puros, los hombres de la
religión y que, por lo mismo, están seguros que son amados por Dios. ¿Cómo es
posible que Jesús se deja tocar por esa mujer: impura, prostituta? piensa Simón
por sus adentros.
Sabemos que
en los evangelios, Jesús nos revela el rostro de Dios, de su Padre y nuestro
Padre que no excluye a nadie. A cada cual le da siempre una nueva oportunidad.
No mira a las apariencias, no toma en cuenta los pecados ni el pasado.
Por cierto
que nadie de nosotros puede cambiar su pasado. Pero que yo sea un pecador o
pecadora depende de mi relación con Dios aquí y ahora. Si es una relación de
amor, entonces no hay espacio para el pecado, sea cual sea mi pasado. El amor
del Padre en Jesús sólo tiene ojos para el futuro. Aquel que le perdona a otro
su pasado, lo libera de este pasado y hace de él o de ella una persona nueva.
Simón, que
significa “recuérdate”, es interpelado por Jesús para que recuerde cómo Dios
perdonó a David su doble trasgresión, cuando el rey de Israel sumó el crimen al
adulterio: bastó un sincero movimiento de arrepentimiento de parte del
culpable, para que Dios renunciara a aplicar la sentencia pronunciada contra él
(primera lectura). E interpela a Simón: ¿Y no tendría piedad de esta hija de
Abraham que moja mis pies con sus lágrimas en señal de arrepentimiento?
Simón se “olvidó”
del rostro misericordioso de Dios anunciado en las Escrituras de la primera
Alianza; vive encerrado en una religiosidad legalista sin alma, de la que Jesús
intenta arrancarlo, proponiéndole una pequeña parábola en forma de adivinanza.
Dentro de su sencillez, la parábola no deja de ser paradojal. Se esperaba que
fueran los deudores que solicitaran la remisión de su deuda. No es así. La
iniciativa viene del acreedor y su único motivo es la compasión: “Como no tenían
con qué pagar, perdonó a ambos la deuda”.
Simón
contesta sin problema la pregunta de Jesús: el reconocimiento de los deudores
es por supuesto proporcional a la deuda remitida. Pero nada asegura que nuestro
fariseo se haya dado cuenta del alcance de su respuesta. Por lo mismo Jesús va
a interpretar la situación que están viviendo a la luz de la respuesta que Simón
acaba de dar. Nuestro Señor da de entender con gran delicadeza a su
interlocutor que él mismo es uno de los deudores de la parábola, la otra es la
mujer pecadora. Dios perdonó a ambos su deuda, independientemente de la
gravedad de sus respectivas faltas, e incluso antes que solicitaran su perdón.
Pero ambos no han tomado conciencia en la misma medida de la misericordia
divina. Como buen fariseo, Simón se considera justificado por su observancia de
la ley. ¿Cómo podría discernir entonces en Jesús al Salvador que lo restablece
delante de Dios en la justicia? Por lo mismo que el reconocimiento y el amor
están ausentes de la comida que ofrece a Jesús, comida que sólo aparenta la
convivencia.
En
contraste la mujer – cuyo nombre no se menciona porque representa a la
humanidad pecadora pero arrepentida -
ha entendido que Dios remite la deuda a sus hijos pecadores, no a razón
del amor que éstos le demuestran. ¿Cómo podrían hacerlo si están separados de
la fuente de la caridad? Al contrario, es a razón del descubrimiento de la
divina gratuidad en la misericordia que pueden responder con su amor.
Este
evangelio no nos puede dejar instalados en la comodidad de nuestro sillón. Nos
invita a levantarnos y a cambiar nuestra actitud o a fortalecerla. Aprender a
mirar con los ojos de Jesús. Lo que Jesús dice a Simón el fariseo, también lo
dice a nosotros. Lo que hace esta mujer y muchas otras mujeres, es también lo
que debemos hacer nosotros.
Así vivirá
Cristo en mí. Al entrar en la mirada de Cristo, “ya no vivo yo, sino que Cristo
vive en mi”. Con razón esta referencia de la carta a los Gálatas de San Pablo
hoy en la segunda lectura, es la que más veces es citada en los escritos de San
Alberto Hurtado. Pidamos por su intercesión esa maravillosa gracia por cada uno
de nosotros.