3er domingo ordinario: Lc 4, 14-21
Imaginémonos
la escena. Un hombre de unos treinta años en la sinagoga de Nazaret. Pasa
adelante y pide el rollo de la sagrada escritura. Se le pasa el rollo de papiro
con el texto sagrado. Lo desenrolla y busca
un texto de Isaías (61, 1-2). Lee el texto y devuelve el rollo. Se produce un
silencio sepulcral. Cada cual mira atentamente a este hombre de Nazaret,
Jeshua – llamado Jesús. Lo conocen de niño y conocen a toda su parentela. Jesús
dice: estas palabras se han hecho realidad. Ya no son solamente palabras
escritas en un papiro. Esta palabra bíblica se ha hecho carne: carne y sangre.
Estoy aquí delante de Ustedes como esa palabra hecha carne, como su
encarnación. Este texto de Isaías se ha cumplido en mi persona.
Aquello fue
desde luego un momento muy solemne en la pequeña sinagoga de Nazaret. Era la
declaración de principios de Jesús: su programa de vida, una declaración
impresionante. Jesús revelaba su verdadera identidad. Ha sido ungido con el
Espíritu de Dios. Es el profeta por excelencia. La identidad de Jesús no se
acredita con una cédula de identidad. Jesús es el enviado de Dios. La palabra
de Dios que lee en la Biblia es El mismo. El es el santo de Dios, como las
sagradas escrituras también suelen llamarse santas. Esa palabrita “santo” no
tiene nada que ver con las manos juntas y la cabeza ligeramente inclinada, con
ojos mirando al cielo y una aureola detrás de la cabeza.
Santa es la
Biblia porque defiende los santos derechos de cada ser humano y también por el
sagrado deber de cada hombre frente a su semejante.
En San Alberto
Hurtado tenemos un ejemplo privilegiado de esa auténtica santidad bíblica. Con
el correr de los siglos, sabemos que al aparato eclesial para canonizar a una
persona ha estado mirando con otros ojos y otros criterios, no tan inspirados
en la Biblia.
Aquel que está
lleno del Espíritu de Dios está animado por el Amor de Dios y vive ese Amor que
es muy concreto.
En primer lugar es justicia. Eso significa que cuida y se preocupa por
mejorar la suerte de los más pobres de este mundo. Se preocupa por un sistema
justo como una economía justa por ejemplo. Se trata de cosas concretas: un
sueldo justo, que no haya un abismo entre ricos y pobres, que no haya una
desigualdad escandalosa y provocadora. Se trata también de una conducción
política con justicia. No hay que perder de vista el contexto socio político
religioso en tiempos de Jesús: Lucas grita contra el sistema económico –
político militar dictatorial del imperio Romano. Estamos en el apogeo de su
poder omnipotente y en Roma, se equipara a los emperadores con los dioses. En
inaudito contraste, el evangelio anuncia un mundo nuevo, un mundo al revés: un
nuevo reino, el Reino de Dios donde las relaciones de poder existentes se
desvanecen. Un mundo donde haya pan,
derecho y amor y en abundancia para todos. A Jesús de Nazaret se le llamó el
ungido, el Mesías de Dios porque encarnó aquel mundo nuevo que irradia hasta el
día de hoy. Un mundo de servicialidad recíproca. ¡Es bueno
imaginárnoslo! Bueno, nos lo imaginamos, nosotros los cristianos. Por eso nos
juntamos semanalmente a celebrar la Eucaristía: para celebrar (hacer -
realizar) lo que Jesús hizo, en la liturgia y en la vida diaria.
Cuando leemos
el evangelio con esta óptica, con este sesgo político, económico, social, nos
ponemos inquietos. Porque cuando miramos alrededor de nosotros, constatamos que
el mundo no es para nada un mundo
cristiano, evangélico, basado en el amor y la justicia. Bien percibimos este mundo
nuevo en la persona y la vida de Jesucristo. Pero hoy, alrededor de nosotros:
¿qué mundo vemos? ¿Y quien de nosotros puede decir, al ejemplo de Jesús, que la
palabra de Dios se ha cumplido en él, en ella? Nos convoca a trabajar por este
mundo nuevo y mejor. Aquel viejo lider sud africano Nelson Mandela decía: “La
pobreza no es un fenómeno natural sino obra humana”.
Por toda la
Biblia Dios nos llama a ejercer la justicia y la misericordia hacia los pobres,
excluidos, extranjeros y oprimidos. Dios llama: Salva a aquellos que están
indefensos, aquellos innumerables desposeídos. Aquellos millones de seres
humanos sin oportunidad de vida y entregados a inescrupulosos explotadores.
Gracias a Dios
Chile ha recibido la visita de Dios en la bella persona de Alberto Hurtado:
luchó por los derechos de los trabajadores y trabajadoras, denunció injusticias
y toda forma de abuso, se preocupó de los niños bajo los puentes del Mapocho y
de las personas en situación de calle. No se achicó en hablar con los poderosos para recordarles sus
deberes de justicia y solidaridad con los desamparados. Puso el dedo en la
llaga de muchas estructuras injustas. Gritó a menudo su santa indignación
frente a situaciones de injusticia.
Alberto
Hurtado estaba lleno del Espíritu de Jesús. Un santo a la medida de las
descripciones bíblicas de santidad y justicia. Nos mostró el camino para un
Chile donde venga el Reino de Dios. ¡Sigamoslo!