20º Domingo: Jn 6, 51-59
El pasaje
evangélico de este domingo continúa la lectura del capítulo 6 de Juan como en
los domingos anteriores.
Se repite la
afirmación categórica y central del domingo pasado: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá
eternamente y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. ¿Cómo
hay que entender o interpretar una afirmación tan tajante? “Los judíos discutían entre sí, diciendo:
“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” Me parece que la
pregunta de los judíos sigue siendo también relevante para nosotros. Al
contestar a los judíos, Jesús agrega un nuevo elemento. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no
tendrán Vida en ustedes.” Se incluye de repente el elemento de la sangre.
Como el pan deviene el cuerpo de Cristo, el vino deviene la sangre de Cristo.
Obviamente, se pasó de lleno al contexto de la celebración de la Eucaristía,
donde tocamos el gran misterio de
nuestra fe: “Éste es el sacramento de nuestra fe” se proclama después de la
consagración.
Para entender la Eucaristía es esencial
partir de los signos elegidos por Jesús. El pan es signo de alimento, de
comunión entre quienes lo comen juntos; a través de él llega al altar y es
santificado todo el trabajo humano. Esa santificación del trabajo humano, y que
se entienda por trabajo humano todo nuestro quehacer, viene a ser la carne de
Jesús para la vida del mundo. O sea en la Eucaristía, todo nuestro quehacer se
transforma en la carne de Jesús para la Vida del mundo: no basta que quede en
un sagrario sino tiene que ser distribuido para la Vida del mundo.
Aparentemente
sin mayor conexión con el signo de la multiplicación de los panes, Jesús
introduce el tema de su sangre. Ahora bien, ¿por qué, para significar su
sangre, Jesús eligió precisamente el vino? ¿Qué representa el vino para los
hombres? En Chile lo sabemos muy bien: representa la alegría, la fiesta; no
representa tanto la utilidad (como el pan) cuanto el deleite. No está hecho
sólo para beber, sino también para brindar. Jesús multiplica los panes por la
necesidad de la gente, pero en Caná multiplicó el vino para la alegría de los
comensales. La Escritura dice que «el vino recrea el corazón del hombre y el
pan sostiene su vigor» (Sal 104, 15). El símbolo del vino elegido por Jesús
deviene su sangre. ¿Qué significa y qué evoca para nosotros la palabra sangre?
Evoca en primer lugar todo el sufrimiento
y el dolor que existen en el mundo. Los derramamientos de sangre a
partir de los enfrentamientos y las guerras entre los hombres. El vino que deviene
la sangre de Jesús asume entonces todos estos sufrimientos y dolores para ser
santificados y recibir un sentido y una esperanza de Vida nueva.
Si Jesús hubiera elegido para la
Eucaristía pan y agua, habría indicado sólo la santificación del sufrimiento
(«pan y agua» son de hecho sinónimos de ayuno, de austeridad y de penitencia).
Al elegir pan y vino quiso indicar también la santificación de la alegría. Qué
bello sería si aprendiéramos a vivir también los gozos de la vida,
eucarísticamente, esto es, en acción de gracias a Dios.
Pero el vino,
además de alegría, evoca también un problema grave. En la segunda lectura
escuchamos esta advertencia del Apóstol: «no abusen del vino que lleva al
libertinaje; más bien llénense del Espíritu Santo”. Sugiere combatir la
ebriedad del vino con «la sobria embriaguez del Espíritu», una embriaguez con
otra, la embriaguez de la Vida nueva, la embriaguez de cumplir lo que Dios
quiere.
A veces
experimentamos que nuestras Misas – Eucaristías pueden ser un grato encuentro
con hermosos cantos y buenas lecturas; a veces son el cumplimiento ritual
rutinario que no motivan mayormente a un compromiso renovado. Estamos bien
lejos de lo que decía el padre de la Iglesia, Orígenes: “la Eucaristía es un
signo de conspiración”. Ciertamente la Eucaristía tiene un lado profético
riesgoso. Basta recordar al obispo
Oscar Romero, asesinado en plena celebración de la Eucaristía. Al ejemplo de
Jesús, se desangró en el altar
literalmente para la Vida de su pueblo.
Jesús dijo:
“Hagan esto en conmemoración mía”. Por lo tanto, más que un piadoso o sagrado
ritual, más incluso que una celebración litúrgica de la fe, se trata del “Hagan
esto”, es decir Cristo (y todo su evangelio) tiene que llegar a ser nuestra
comida y nuestra bebida, nuestro cuerpo y nuestra sangre. Tenemos que estar
dispuestos a asumir su vida en la nuestra. Eso sí que es una tremenda misión y
responsabilidad. Así también es siempre el desafío del amor auténtico, pero es
el único que da sentido a la vida.
Jamás
debiéramos “desconectar” la Eucaristía de la vida: la vida nuestra de cada día, la de nuestros hermanos y la de
todos los seres humanos del mundo entero. Debiéramos salir de la Eucaristía
como verdaderos voluntarios para alimentar a nuestros hermanos, para aliviar
todos los sufrimientos y dolores, para compartir todas las alegrías y
esperanzas.
Al terminar
el celebrante dice: “Podemos irnos en la paz del Señor”; es la misión de ir por
el mundo anunciando y construyendo esa paz siendo ahora otros tantos Cristos
los que hemos comulgado de su cuerpo y de su sangre.