viernes, 17 de agosto de 2012


20º Domingo: Jn 6, 51-59

El pasaje evangélico de este domingo continúa la lectura del capítulo 6 de Juan como en los domingos anteriores.
Se repite la afirmación categórica y central del domingo pasado: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. ¿Cómo hay que entender o interpretar una afirmación tan tajante? “Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” Me parece que la pregunta de los judíos sigue siendo también relevante para nosotros. Al contestar a los judíos, Jesús agrega un nuevo elemento. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.” Se incluye de repente el elemento de la sangre. Como el pan deviene el cuerpo de Cristo, el vino deviene la sangre de Cristo. Obviamente, se pasó de lleno al contexto de la celebración de la Eucaristía, donde  tocamos el gran misterio de nuestra fe: “Éste es el sacramento de nuestra fe” se proclama después de la consagración.

 Para entender la Eucaristía es esencial partir de los signos elegidos por Jesús. El pan es signo de alimento, de comunión entre quienes lo comen juntos; a través de él llega al altar y es santificado todo el trabajo humano. Esa santificación del trabajo humano, y que se entienda por trabajo humano todo nuestro quehacer, viene a ser la carne de Jesús para la vida del mundo. O sea en la Eucaristía, todo nuestro quehacer se transforma en la carne de Jesús para la Vida del mundo: no basta que quede en un sagrario sino tiene que ser distribuido para la Vida del mundo.

Aparentemente sin mayor conexión con el signo de la multiplicación de los panes, Jesús introduce el tema de su sangre. Ahora bien, ¿por qué, para significar su sangre, Jesús eligió precisamente el vino? ¿Qué representa el vino para los hombres? En Chile lo sabemos muy bien: representa la alegría, la fiesta; no representa tanto la utilidad (como el pan) cuanto el deleite. No está hecho sólo para beber, sino también para brindar. Jesús multiplica los panes por la necesidad de la gente, pero en Caná multiplicó el vino para la alegría de los comensales. La Escritura dice que «el vino recrea el corazón del hombre y el pan sostiene su vigor» (Sal 104, 15). El símbolo del vino elegido por Jesús deviene su sangre. ¿Qué significa y qué evoca para nosotros la palabra sangre? Evoca en primer lugar todo el sufrimiento  y el dolor que existen en el mundo. Los derramamientos de sangre a partir de los enfrentamientos y las guerras entre los hombres. El vino que deviene la sangre de Jesús asume entonces todos estos sufrimientos y dolores para ser santificados y recibir un sentido y una esperanza de Vida nueva.

 Si Jesús hubiera elegido para la Eucaristía pan y agua, habría indicado sólo la santificación del sufrimiento («pan y agua» son de hecho sinónimos de ayuno, de austeridad y de penitencia). Al elegir pan y vino quiso indicar también la santificación de la alegría. Qué bello sería si aprendiéramos a vivir también los gozos de la vida, eucarísticamente, esto es, en acción de gracias a Dios.
Pero el vino, además de alegría, evoca también un problema grave. En la segunda lectura escuchamos esta advertencia del Apóstol: «no abusen del vino que lleva al libertinaje; más bien llénense del Espíritu Santo”. Sugiere combatir la ebriedad del vino con «la sobria embriaguez del Espíritu», una embriaguez con otra, la embriaguez de la Vida nueva, la embriaguez de cumplir lo que Dios quiere.

A veces experimentamos que nuestras Misas – Eucaristías pueden ser un grato encuentro con hermosos cantos y buenas lecturas; a veces son el cumplimiento ritual rutinario que no motivan mayormente a un compromiso renovado. Estamos bien lejos de lo que decía el padre de la Iglesia, Orígenes: “la Eucaristía es un signo de conspiración”. Ciertamente la Eucaristía tiene un lado profético riesgoso.  Basta recordar al obispo Oscar Romero, asesinado en plena celebración de la Eucaristía. Al ejemplo de Jesús, se desangró  en el altar literalmente para la Vida de su pueblo.

Jesús dijo: “Hagan esto en conmemoración mía”. Por lo tanto, más que un piadoso o sagrado ritual, más incluso que una celebración litúrgica de la fe, se trata del “Hagan esto”, es decir Cristo (y todo su evangelio) tiene que llegar a ser nuestra comida y nuestra bebida, nuestro cuerpo y nuestra sangre. Tenemos que estar dispuestos a asumir su vida en la nuestra. Eso sí que es una tremenda misión y responsabilidad. Así también es siempre el desafío del amor auténtico, pero es el único que da sentido a la vida.
Jamás debiéramos “desconectar” la Eucaristía de la vida:  la vida nuestra de cada día, la de nuestros hermanos y la de todos los seres humanos del mundo entero. Debiéramos salir de la Eucaristía como verdaderos voluntarios para alimentar a nuestros hermanos, para aliviar todos los sufrimientos y dolores, para compartir todas las alegrías y esperanzas.

Al terminar el celebrante dice: “Podemos irnos en la paz del Señor”; es la misión de ir por el mundo anunciando y construyendo esa paz siendo ahora otros tantos Cristos los que hemos comulgado de su cuerpo y de su sangre.

martes, 14 de agosto de 2012

15 de agosto: ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
Lc 1, 39-56

A penas María ha recibido la extraordinaria noticia invitándola a ser la Madre del Señor, se olvida de sí misma, se pone en camino y a toda prisa se dirige a la provincia de Judea, cruzando todo el país a través de las montañas de Samaría, para acompañar a su anciana prima Isabel que tiene 6 meses de embarazo. Así el evangelista destaca en ella su actitud de pronto servicio.
El encuentro de María con su pariente está bajo el signo del Espíritu al igual que el encuentro con el ángel en la anunciación.
El Espíritu de Dios está actuando, “renovando la faz de la tierra”, cambiando el curso de la historia. No va a ser una intervención portentosa ni con grandes manifestaciones y medios muy llamativos. Al contrario. Todo está bajo el signo de la sencillez, pero con un potente mensaje de vida y de esperanza para los pobres de la tierra.
Esa va a ser la tónica de uno de los más bellos cantos de toda la Biblia: el Magnificat.

Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es Santo!”
María representa el Israel fiel a Dios y a su alianza; por su boca alaba a Dios por su fidelidad y el cumplimiento de sus promesas: la venida del Mesías ya realizada en su persona.
La promesa hecha a Abraham y a su descendencia, la alianza concluida con Moisés para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, concluyen ahora como intervención definitiva de Dios en la historia, en la humilde persona de María.
Los grandes hitos de la liberación de Israel están condensados en “las grandes cosas” que Dios ha hecho en favor de María (el pequeño Israel fiel).
En el compromiso activo de Dios a favor de su pueblo, éste reconoce que su nombre es Santo. Hoy también en nuestro compromiso y nuestra solidaridad con los sufridos de la tierra, éstos reconocerán que el nombre de Dios es Santo. Es el testimonio de la Iglesia que esperan los pobres de la tierra. Es el gran testimonio que el Hogar de Cristo está llamado a dar a los que sufren hoy en medio de nosotros para que también ellos puedan reconocer y alabar las cosas grandes del Señor y proclamar su santo Nombre.

La segunda estrofa del Magnificat anuncia proféticamente el futuro de la humanidad desheredada: podemos contemplar aquí a los casi dos tercios de la humanidad  que pasan hambre.

Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevé a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías.”
El proyecto de Dios no se derrumba a pesar de las grandes injusticias. Dios ha intervenido y sigue interviniendo para defender los intereses de los pobres y desbaratar los planes de los ricos y poderosos. El cántico de María es él de los débiles, de  los sufridos, de los marginados y desheredados, de los “sin voz”, de todos los excluidos de los beneficios y los bienes de la tierra. Anuncia lo que proclamará Jesús en las bienaventuranzas: “Felices los pobres, porque a ustedes pertenece el Reino de Dios”.

Es lo que anuncia la tercera estrofa: el futuro y no muy lejano cumplimiento de las promesas:
Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, a favor de Abraham y de su descendencia para siempre”.
Hoy es nuestro compromiso por un mundo más justo y más solidario que es signo  del cumplimiento de las promesas.
No hay que esperar que nos sacuda un rayo sino ponernos pronto en camino, al ejemplo de María, para ayudar y servir y proclamar así la Santidad del nombre de Dios en medio de nuestros hermanos.

La fiesta de la Asunción que celebramos hoy es la confirmación definitiva de que nuestra esperanza tiene sentido. Esta vida, aunque parezca enferma  de muerte, en realidad está preñada de vida. Es la vida del Resucitado que se manifiesta ya en nosotros y en primer lugar en María, Madre de Jesús y Madre nuestra.
Que ella nos bendiga y nos acompañe en nuestro compromiso solidario de cada día.