27º Domingo: Mc 10, 2-16
Los cristianos no
podemos cerrar los ojos ante un hecho profundamente doloroso. Los divorciados
no se sienten, en general, comprendidos por la Iglesia ni por las comunidades
cristianas. La mayoría solo percibe una dureza disciplinar que no llegan a
entender. Abandonados a sus problemas y sin la ayuda que necesitarían, no
encuentran en la Iglesia un lugar para ellos.
No se trata de
poner en discusión la visión cristiana del matrimonio, sino de ser fieles a ese
Jesús que, al mismo tiempo que defiende la indisolubilidad del matrimonio, se
hace presente a todo hombre o mujer ofreciendo su comprensión y su gracia
precisamente a quien más las necesita. Este es el reto. ¿Cómo mostrar a los
divorciados la misericordia infinita de Dios a todo ser humano? ¿Cómo estar
junto a ellos de manera cristiana?
Antes que nada
hemos de recordar que los divorciados que se han vuelto a casar civilmente
siguen siendo miembros de la Iglesia. No están excomulgados; no han sido
expulsados de la Iglesia. Aunque algunos de sus derechos queden restringidos,
forman parte de la comunidad y han de encontrar en los cristianos la
solidaridad y comprensión que necesitan para vivir su difícil situación de
manera humana y cristiana.
Si la Iglesia les
retira el derecho a recibir la comunión es porque «su estado y condición de
vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia,
significada y actualizada en la Eucaristía» (Familiaris consortio, n.
84). Pero esto no autoriza a nadie a condenarlos como personas excluidas de la
salvación ni a adoptar una postura de desprecio o marginación.
Al contrario, el
mismo Juan Pablo II exhorta a los responsables de la comunidad cristiana «a que
ayuden a los divorciados cuidando, con caridad solícita, que no se sientan
separados de la Iglesia, pues pueden e incluso deben, en cuanto bautizados,
tomar parte en su vida» (Familiaris consortio, n. 84). Como todos los
demás cristianos, también ellos tienen derecho a escuchar la Palabra de Dios,
tomar parte en la asamblea eucarística, colaborar en diferentes obras e
iniciativas de la comunidad, y recibir la ayuda que necesitan para vivir su fe
y para educar cristianamente a sus hijos.
Es injusto que una
comprensión estrecha de la disciplina de la Iglesia y un rigorismo que tiene
poco que ver con el espíritu cristiano nos lleven a marginar y abandonar
incluso a personas que se esforzaron sinceramente por salvar su primer
matrimonio, que no tienen fuerzas para enfrentarse solos a su futuro, que viven
fielmente su matrimonio civil, que no pueden rehacer en manera alguna su
matrimonio anterior o que tienen adquiridas nuevas obligaciones morales en su
actual situación.
En cualquier caso,
a los divorciados que se sienten creyentes solo les quiero recordar una cosa:
Dios es infinitamente más grande, más comprensivo y más amigo que todo lo que
pueden ver en nosotros los cristianos, y los hombres de Iglesia. Dios es Dios.
Cuando nosotros no los entendemos, él los entiende. Confien siempre en él.
J.A.Pagola