5º Domingo
ordinario: Lc 5, 1-11
No
temas
La culpa
como tal no es algo inventado por las religiones, sino que constituye una de
las experiencias humanas más antiguas y universales. Antes de que aflore el
sentimiento religioso, se puede advertir en el ser humano esa sensación de
«haber fallado» en algo. El problema no consiste en la experiencia de la culpa,
sino en el modo de afrontarla.
Hay una
manera sana de vivir la culpa. La persona asume la responsabilidad de sus actos
«desacertados», lamenta el daño que ha podido causar y se esfuerza por mejorar
en el futuro su conducta. Vivida así, la experiencia de la culpa forma parte de
lo que significa ser una persona madura.
Pero hay
también maneras poco sanas de vivir esta culpa. La persona se encierra
morbosamente en su indignidad, fomenta sentimientos infantiles de mancha y
suciedad, destruye su autoestima y se anula para crecer como persona. El
individuo se atormenta, se humilla y lucha consigo mismo pero, al final de
todos sus esfuerzos, sólo se encuentra con su propia culpabilidad.
Lo propio de
la conciencia cristiana de pecado es vivir la experiencia de culpa ante un Dios
que es amor y sólo amor. El creyente reconoce que ha sido infiel a ese amor
infinito. Esto le da a su culpa un peso y una seriedad absoluta. Pero, al mismo
tiempo, la libera de cualquier desesperanza, pues el creyente sabe que, aún
siendo pecador, es aceptado por Dios y en él puede encontrar siempre la
misericordia que salvan de toda indignidad y fracaso.
De manera
sencilla deberíamos denunciar esa forma malsana y pseudo-religiosa de vivir la
culpabilidad que lleva todavía a no pocos a sentirse como «gusanos»
despreciables ante Dios y no como «hijos amados» con amor insondable por un
Padre.
El relato
evangélico (Lc 5,1-11) nos habla de Pedro como un hombre que, abrumado por su
indignidad, se arroja a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mi, Señor,
que soy pecador».
La respuesta
de Jesús no podía ser otra: «No temas», no tengas miedo de ser
pecador y estar junto a mí.
Esta es la
suerte del creyente: se sabe pecador pero se sabe, al mismo tiempo,
aceptado, comprendido y amado incondicionalmente por Dios.
J.A. Pagola