2º Domingo de Adviento: Mc 1, 1-18
Marcos vive en una comunidad cristiana, en un grupo de personas que están intentando poner en práctica el mensaje de Jesús de Nazaret. Ellos están experimentando un cambio profundísimo en su modo de vivir; para ellos, la experiencia que están atravesando constituye una inagotable fuente de alegría y de felicidad. El mensaje de Jesús ha sido, en verdad, buena noticia, la Buena Noticia : se sienten hijos de Dios y viven como hermanos de todos los que han querido adoptar este modo de vida; entre ellos no hay nadie que pase necesidad, porque todos han renunciado a hacerse ricos y lo que cada uno tiene lo comparte con todo el grupo; nadie está solo porque entre ellos todos son solidarios y sienten que en su solidaridad actúa la misericordia del Padre. El mundo se ha convertido ya allí, en ellos, en un mundo de hermanos... Pero esta transformación no ha sobrevenido de repente, sino como consecuencia de un proceso que, aunque pudiera estar avanzado, ha sido largo y aún no está terminado. Y Marcos quiere dejar escrito el testimonio de lo que dio origen a ese cambio tan profundo que se ha producido en la vida de los miembros del grupo.
Así empezó todo, dice Marcos. Estos son los orígenes, el comienzo de esa nueva realidad que se vive entre los grupos cristianos. Porque, a la vista del estilo de vida de los seguidores de Jesús, habrá quienes decidan adoptar ese modo de vivir e incorporarse al grupo: para ellos, para todos los que puedan sentirse atraídos por el mensaje de Jesús de Nazaret, escribe Marcos su evangelio, desde el principio. Para que todos sean conscientes de los hechos que dieron origen a lo que ahora viven y, probablemente, para que nadie intente llegar al final sin empezar por el principio.
Como está escrito en el profeta Isaías: «Mira: envío mi mensajero delante de ti; él preparará tu camino.» «Una voz grita desde el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos», se presentó Juan Bautista en el desierto proclamando un bautismo en señal de enmienda para el perdón de los pecados.
Juan Bautista, que tiene como misión preparar a los hombres para recibir al Mesías y escuchar su mensaje, se marcha fuera, se margina él mismo de la sociedad y proclama su mensaje desde un lugar despoblado.
Era la de entonces una sociedad injusta y opresora; por eso Juan empieza su tarea invitando a la gente a salir de aquel ambiente de pecado y a volver al desierto, el lugar que representa, según los testimonios del Antiguo Testamento, la época en la que las relaciones del pueblo con Dios fueron mejores (Sal 114,1), el tiempo en el que la experiencia de la liberación de la esclavitud, sentida como manifestación del amor eterno de Dios hacia su pueblo Jr 31,3; Is 63,7-9; Sal 98,3; 107,1-8; 136,10-24), estaba todavía a flor de piel; en correspondencia a esa muestra de amor, Israel se comprometió a vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, evitando que entre ellos se reprodujeran las estructuras de esclavitud que habían tenido que soportar en la tierra de Egipto (Ex 19,8).
Desde otro desierto, figura del primero, Juan empieza a proclamar su pregón. Este consiste en una invitación: enmiéndense, corrijan su modo de vivir, abandonen su vida de pecado.
Y fue saliendo hacia él todo el país judío y todos los habitantes de Jerusalén, y él los bautizaba en el río Jordán a medida que confesaban sus pecados.
En el modo de expresarse de los antiguos profetas (con quienes se muestra identificado Juan Bautista), pecado era todo aquello que hacía volver a la sociedad a la situación de Egipto, olvidándose del Dios que los liberó de la esclavitud y destruyendo la libertad y la dignidad de los que por Dios fueron liberados. Pecado era la injusticia y la explotación del hombre por el hombre, expresión y consecuencia de toda idolatría (Is 1,10-31; 59,9-15; Am 5,7-12).
El Bautista, para preparar el camino al Señor, a Dios, que viene en Jesús Mesías, Hijo de Dios, propone a los que salen de la sociedad injusta -«y fue saliendo hacia él todo el país judío y todos los habitantes de Jerusalén»- que rompan con la injusticia y que adopten un modo de vivir de acuerdo con la voluntad del Dios liberador, expresando esa decisión en un bautismo: «y él los bautizaba en el río Jordán a medida que confesaban sus pecados».
Así empezó todo. Este es el principio de los orígenes. Y así debería empezar el camino de cada hombre hacia la fe.
Sin embargo, ¿es posible descubrir en todos los que nos llamamos cristianos a personas que han roto con la injusticia, con la explotación del hombre por el hombre, con la violación de los derechos y de la dignidad de la persona...? Y esto es sólo el principio.
En los últimos tiempos se habla mucho de la necesidad de renovación dentro de la Iglesia. He aquí un camino: acabemos con cualquier tipo de complicidad con este mundo injusto y preparemos así el camino a Jesús, que llega. ¿Sabrá la Iglesia de verdad partir con un nuevo comienzo? ¿Sabrá renovarse en fidelidad amorosa al proyecto de Jesús de Nazareth? ¿A 50 años de la convocación del Concilio Vaticano II por Juan XXIII, hay suficiente coraje para retomar la corriente profética y el camino que él nos abrió?
La respuesta es que depende de cada uno de nosotros y de todos los que confesamos que somo cristianos.