Cuarto Domingo de Resurrección: Jn 10, 1-10
Esta semana marca un vuelco en los evangelios del tiempo pascual. Hasta ahora hemos tenido relatos de Jesús resucitado; ahora se dirigen al compromiso de aquellos que acogen al resucitado y al crecimiento de la Iglesia. La liturgia nos va orientando ya hacia Pentecostés y bajo la conducción del primer Apóstol, san Pedro.
Centrémonos en el texto del evangelio de hoy. Es precedido por la curación del ciego de nacimiento y la afirmación de Jesús: “Yo he venido a abrir un proceso contra el orden éste; así los que no ven, verán, y los que ven, quedarán ciegos.” A continuación en el evangelio de hoy dice Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas.” Claramente percibimos entonces lo que viene a ser la vida de Jesús: un conflicto con las autoridades de su época (los pastores malos ya descritos en Ezequiel 34) que se han adueñado de la religión y del templo para provecho propio. El conflicto y el rechazo a la persona y al mensaje de Jesús están puestos de manifiesto en el episodio inmediatamente anterior de la curación del ciego de nacimiento (4º Domingo de Cuaresma): “a nosotros nos consta que ese hombre (Jesús) es un pecador”. Jesús no rehuye del conflicto; al contrario, hay profunda coherencia entre lo que dice y lo que hace. Jesús va a dar su vida por ser consecuente con el nuevo orden, donde todos tienen cabida. Jesús es la puerta que da acceso a un modo de vivir en el que la injusticia, la opresión, la violencia y la muerte, que son propios del orden este (esto es, de toda sociedad humana cuya organización se basa en estos pilares: la riqueza, el poder y las desigualdades), son sustituidos por la hermandad, la solidaridad y el amor. (“Yo soy la puerta, el que entre por mí quedará al seguro, podrá entrar y salir y encontrará pastos. Yo he venido para que tengan vida y les rebose”).
La misión de Jesús como buen pastor es la que toma sobre sí el Santo Padre. Nosotros los fieles lo consideramos como supremo Pastor por el ministerio petrino. El mismo Cristo resucitado encargó el cuidado del rebaño: “sé pastor de mis ovejas”.
Esa misión confiada por Cristo a Pedro y a sus sucesores, es compartida por todos los que ejercen un ministerio pastoral y han sido llamados y designados en la Iglesia para esa misión. Es lo que llamamos la Iglesia jerárquica.
Es interesante observar aquí el camino recorrido entre el Concilio Vaticano I y Vaticano II.
Vaticano I declaró: «La Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales, en la que todos los fieles tuvieran los mismos derechos, sino que es una sociedad de desiguales, no sólo porque entre los fieles unos son clérigos y otros laicos, sino, de una manera especial, porque en la Iglesia reside el poder que viene de Dios, por el que a unos es dado santificar, enseñar y gobernar, y a otros no» (Constitución sobre la Iglesia, 1870).
Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, reestructura profundamente la perspectiva anterior. En su capítulo segundo, trata del “pueblo de Dios”, describiendo ampliamente la gran tradición bíblica de esta rica expresión. El trato de la jerarquía viene después del pueblo de Dios, porque recién en el capítulo tercero señala: “Para apacentar el pueblo de Dios…Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la dignidad cristiana tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación”. Por lo tanto, la jerarquía que predomina en Vaticano I, viene ahora en segundo lugar y al servicio del pueblo de Dios. Es cierto que la práctica posterior no ha sido demasiado consecuente con esta perspectiva de Vaticano II, resurgiendo la tendencia de la primacía de la jerarquía sobre el pueblo de Dios. Es evidente que hoy cuesta retomar lo que nos dice el Concilio después de declaradas las funciones de la jerarquía. “Cuanto se ha dicho del pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos. Y cita a Efesios 4, 15-16: “viviendo en la verdad y el amor, crezcamos hasta alcanzar del todo al que es la cabeza, a Cristo. Gracias a él, el cuerpo entero recibe unidad y cohesión gracias a los ligamentos que lo vivifican y por la acción propia de cada miembro; así el cuerpo va creciendo y construyéndose en el amor”.
La iglesia, como pueblo de Dios, es el cuerpo místico de Cristo. Todos los cristianos tenemos la función y la misión de difundir a Cristo y su evangelio a todos los hombres. Es la afirmación central de la última conferencia episcopal latinoamericana de Aparecida. Pareciera entonces, retomarse aquello del Vaticano II que se llegó a echar de menos en las últimas décadas. Todos tenemos que trabajar por una Iglesia que sea una puerta abierta y genere un espacio acogedor donde las personas más diversas sean bienvenidas y se encuentren en casa. Que cada cual que entra y sale por esa puerta, reciba vida y en abundancia.