19º domingo: Jn 6, 41-51
“Éste es el pan que
baja del cielo, para que quién coma de él no muera”.
Comprobamos
cómo la medicina moderna se afana en descubrir remedios para prolongar la vida
humana, para postergar la vejez. Pareciera que el gran sueño del hombre fuera
seguir viviendo y no extinguirse (morir) jamás. Sin embargo, somos mortales y
está en nuestros genes y nuestra sangre y nada ni nadie nos puede preservar de
la muerte.
Nuestra vida
es como una vela. En cuanto se haya prendido, se consume hasta extinguirse. El
nacimiento de un ser humano es ya el comienzo de su muerte. “Sus padres comieron el maná en el desierto y
murieron”, dice Jesús a los Judíos (Jn 6, 49). Nosotros estamos aquí en la
tierra, camino a la muerte; eso es un lado de la vida. También está el otro
lado: estamos camino a la vida plena.
De modo que
cada ser humano es como un misterio: por un lado estamos entregados a las
fuerzas de la muerte y por otro lado también llevamos dentro de nosotros el
germen de la vida eterna. Lo que vemos y experimentamos es lo frágil y pasajero
de nuestra existencia. Lo que creemos y esperamos es la realidad creciente de
la vida eterna, la que nos viene de arriba por la fuerza del Espíritu de Dios y
que algún día se verá con plena luz.
El alimento
para el crecimiento y desarrollo de esta vida divina en nosotros son la palabra
de Dios que escuchamos y el pan que compartimos cuando celebramos la
eucaristía. “Yo soy el pan de vida. Quien
come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51). Por esta razón los Padres
de la Iglesia llaman a la Eucaristía un remedio para la vida eterna.
El pan
eucarístico y el vino son alimentos humanos. Cuando comimos o bebemos, el
cuerpo absorbe los alimentos y se transforman en el cuerpo del que se alimenta:
vienen a ser cuerpo y sangre del mismo.
En el
banquete eucarístico, ocurre con un sentido mucho más profundo exactamente lo
contrario. Si bien el cuerpo asimila el pan y el vino como cualquier otro
alimento, bajo estas especies, es Cristo resucitado que nos transforma en El.
Participamos de su vida gloriosa de modo que “ya no vivimos nosotros, sino El
mismo Cristo vive en nosotros” (Gal 2, 20). Así Cristo
viene a ser el cumplimiento de nuestro eterno sueño de vida inmortal.
Se nos
recuerda el secreto de la Eucaristía cuando el sacerdote mezcla unas gotas de
agua en el vino durante las ofrendas y reza: “El agua unida al vino sea signo
de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir
nuestra condición humana”. Eso es el núcleo de lo que llamamos consagración, el
núcleo de la fe en la Eucaristía: somos “asuntos” en el cuerpo de Cristo,
asuntos en su vida divina y así nuestra vida encuentra su plenitud en la vida
de Dios. La Iglesia recibe siempre vida nueva a partir de esta cena eucarística
y, fortaleciéndose con este pan, seguirá existiendo hasta que venga el día de
Cristo.
Los Judíos
murmuraban y se preguntaban: “¿Cómo puede
éste darnos a comer su propia carne?” (Jn 6, 52) ¡Aquello no les cabía en
su cabeza! Tal vez también nosotros murmuramos y nos preguntamos cómo es
posible aquello. Hay una sola respuesta: “Quien cree tiene vida eterna” (Jn 6,
40). Creer en Jesús, darle nuestra adhesión incluye siempre practicar el amor
con el prójimo y “trabajar “ por la venida de su Reino en este mundo.
Sólo nos
resta entregarnos humildemente a este milagro del amor divino, porque es el
mismo Jesús que dará cumplimiento a esta promesa. Y eso no es un asunto de
entendimiento, sino de amor sin medida, “porque
no hay nada imposible para Dios” (Lc 1, 37)