viernes, 3 de agosto de 2012


18º Domingo :  Jn 6, 24-35

 Al día siguiente, la gente vuelve a buscar a Jesús. Cuando lo encuentran, le preguntan: “Maestro, ¿cuándo llegaste aquí? Jesús no contesta su pregunta porque el evangelista señaló al comienzo de su evangelio: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Éste es el tema que Jesús va a tratar de explicar en este difícil capítulo del discurso del pan de vida. Difícil capítulo, porque entenderlo con la mente y recibirlo en el corazón y vivirlo en la vida real de cada día es llegar a ser un verdadero seguidor y discípulo de Jesús. Bien lo dice el Padre Hurtado: “Mi misa es mi vida y mi vida es una misa prolongada”. Por este misma razón, la liturgia nos hará profundizar en este tema durante los siguientes cuatro domingos.

El texto y el diálogo con Jesús nos hace pasar del signo, 5.000 hombres que comieron a saciedad a partir de la distribución que él mismo hizo de los cinco panes de cebada y los dos pescados, al significado del signo. ¡Por supuesto que no se trataba de “llenarse el estómago sin más”! Aplacar el hambre es importante y es una necesidad vital. Pero no debemos quedarnos en eso. La vida es mucho más que satisfacer necesidades primarias. La vida nos ha sido dada por Dios no sólo para comer, sino “para buscar a Dios”,  para ser discípulos de Jesús y para “trabajar” por la venida de su Reino. Escribe San Pablo en su carta a los Romanos: “El reino de Dios no consiste en comidas ni bebidas, sino en la justicia, la paz y el gozo del Espíritu Santo” (14, 17).
Jesús invita a sus oyentes a dar ese paso: pasar del pan material a ese otro pan que es él mismo. “Trabajen no por un alimento que perece, sino por un alimento que dura y da vida eterna”.
Como suele ocurrir siempre en los evangelios, Jesús invita no a  ser receptor de vida (“El que quiere ganar su vida la pierde”) sino a ser dador de vida. Esta es la comida que quiere dar Jesús: “Esta es la comida que les dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él”. Sólo entonces, sus oyentes piden ese pan que El les promete: “Señor, danos siempre ese pan”.

El don del pan era una invitación a la generosidad; no era solamente donación de algo (el pan), expresaba la donación de la persona. Al retener solamente el aspecto material, la satisfacción de la propia necesidad, la han vaciado de su contenido y no han respondido al amor. No basta encontrar solución a la necesidad material; hay que aspirar a la plenitud humana, y esto requiere colaboración del hombre (trabajen). Han limitado su horizonte: el alimento que se acaba (el pan) da sólo una vida que perece; el que no se acaba (el amor), da vida definitiva. El pan ha de ser expresión del amor. Ellos ven el pan sin comprender el amor, y en Jesús ven al hombre, sin descubrir el Espíritu. Jesús es el Hijo del Hombre portador del Espíritu (sellado por el Padre).
Jesús se había presentado como dador de pan; ahora se identifica él mismo con el pan (“Yo soy el pan de la vida”). Él es el don continuo del amor del Padre a la humanidad.
Comer ese pan significa dar la adhesión a Jesús, creer en él, asimilarse a él; es la misma actividad formulada antes en términos de trabajo (vv. 27.29).  Él es el alimento que Dios ofrece a los hombres, con el que se obtiene la calidad de vida que los encamina a su plenitud.

La adhesión a Jesús satisface toda necesidad y toda aspiración del hombre (“el que me come nunca pasará hambre, el que me da su adhesión nunca pasará sed”), porque no lo centra en la búsqueda de su propia perfección, sino en el don de sí mismo. Mientras la perfección tiene una meta tan ilusoria y tan lejana como el ideal que cada uno se fabrique, el don de sí mismo es concreto e inmediato y sus metas se van alcanzando con la práctica de cada día, pudiendo llegar al extremo, como en el caso de Jesús. Con la búsqueda de la perfección el hombre va edificando su propio pedestal; con la adhesión a Jesús, se pone al servicio de los demás y crea la igualdad en el amor.