24º Domingo: Lc 15, 1 -32
Jesús
buscaba sin duda la «conversión» de todo el pueblo de Israel. Nadie lo dudaba.
Entonces, ¿por qué perdía el tiempo acogiendo a prostitutas y recaudadores,
gente al fin y al cabo indeseable y pecadora? ¿Por qué se despreocupaba de los
que vivían en el marco de la Alianza y se dedicaba tanto a un pequeño grupo de
perdidos y perdidas?
Jesús
respondió con varias parábolas. Quería meter en el corazón de todos algo que
llevaba muy dentro. Los «perdidos» le pertenecen a Dios. Él los busca
apasionadamente y, cuando los recupera, su alegría es incontenible. Todos
tendríamos que alegrarnos con él.
En
una de las parábolas habla de un «pastor insensato» que ha perdido una oveja.
Aunque está perdida, aquella oveja es suya. Por eso, no duda en salir a
buscarla, abandonando en «el campo» al resto del rebaño. Cuando la encuentra,
su alegría es indescriptible. «La carga sobre los hombros», en un gesto de
ternura y cariño, y se la lleva a casa. Al llegar, invita a sus amigos a
compartir su alegría. Todos le entenderán: «He encontrado la oveja que se me
había perdido».
La
gente no se lo podía creer. ¿No es una locura arriesgar así la suerte de todo
el rebaño? ¿Acaso una oveja vale más que las noventa y nueve? ¿Puede este
pastor insensato ser metáfora de Dios? ¿Será verdad que Dios no rechaza a los
«perdidos», sino que los busca apasionadamente? ¿Será cierto que el Padre no da
a nadie por perdido?
La
parábola explica muy bien por qué Jesús busca el encuentro con pecadores y
prostitutas. Su actuación con las «ovejas perdidas» de Israel hace pensar.
¿Dónde se mueven hoy los pastores llamados a actuar como Jesús? ¿Dentro del
redil o junto a las ovejas alejadas? ¿Cuántos se dedican a escuchar a los
«perdidos», ofrecerles la amistad de Dios y acompañarlos en su posible retorno
al Padre?
Nosotros
somos más «sensatos» que Jesús. Para nosotros, lo primero es cuidar y defender
a los cristianos. Luego, gritar desde lejos a toda esa gente perdida que vive
al margen de la moral que predicamos. Pero entonces, ¿cómo podrán creer que
Dios no los está condenando desde lejos sino buscando desde cerca?
No
quería Jesús que la gente de Galilea
sintiera a Dios como un rey, un señor o un juez. Él lo experimentaba
como un padre increíblemente bueno. En la parábola del «padre bueno» les hizo
ver cómo imaginaba él a Dios.
Dios
es como un padre que no piensa en su propia herencia. Respeta las decisiones de
sus hijos. No se ofende cuando uno de ellos le da por «muerto» y le pide su
parte de la herencia.
Lo
ve partir de casa con tristeza, pero nunca lo olvida. Aquel hijo siempre podrá
volver a casa sin temor alguno. Cuando un día lo ve venir hambriento y
humillado, el padre «se conmueve», pierde el control y corre al encuentro de su
hijo.
Se
olvida de su dignidad de «señor» de la familia, y lo abraza y besa efusivamente
como una madre. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones. Ya ha
sufrido bastante. No necesita explicaciones para acogerlo como hijo.
No
le impone castigo alguno. No le exige un ritual de purificación. No parece
sentir siquiera la necesidad de manifestarle su perdón. No hace falta. Nunca ha
dejado de amarlo. Siempre ha buscado su felicidad.
Él
mismo se preocupa de que su hijo se sienta de nuevo bien. Le regala el anillo
de la casa y el mejor vestido. Ofrece una fiesta a todo el pueblo. Habrá
banquete, música y baile. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena
de la vida, no la diversión falsa que buscaba entre prostitutas paganas.
Así
sentía Jesús a Dios y así lo repetiría también hoy a quienes olvidados de él,
se sienten lejos o comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Cualquier
teología, predicación o catequesis que olvida esta parábola central de Jesús e
impide experimentar a Dios como un Padre respetuoso y bueno, que acoge a sus
hijos perdidos ofreciéndoles su perdón gratuito e incondicional, no proviene de
Jesús ni transmite su Buena Noticia de Dios. (J.A.Pagola)