miércoles, 1 de mayo de 2013

6º Domingo de Pascua: Jn 14, 23-29

Sexto domingo de Pascua: Hechos 15, 1-2.22-29 – Juan 14, 23-29


 “Mi paz les doy, no se la doy como la da el mundo”, prometió Jesús a sus discípulos momentos antes de su muerte. Esa paz no les fue regalada así no más. A penas unos diez años más tarde, hubo una tremenda disputa en la primera comunidad de los cristianos. Escuchamos su descripción en la 1ª lectura de los Hechos de los Apóstoles. Felizmente también se describe cómo superaron aquel impasse para recuperar la paz mutua. Con eso, hasta el día de hoy, se nos deja una gran lección de cómo superar los conflictos. Ahora bien, aquello no es una tarea sencilla.

Los provocadores o instigadores no eran nada menos que Pablo y su asistente Bernabé. Estaban admitiendo en la comunidad a no-judíos que quisieron hacerse cristianos y eso sin obligarlos a cumplir con todos los preceptos de la Ley judía. Los judíos cristianos convencidos se escandalizaron, porque para ellos era impensable que se pudiera convertir gente al cristianismo sin tener que someterse a todas las normas y prescripciones de la Ley que el pueblo elegido había recibido de Dios mismo.  ¡Era poco menos que una falta de lesa majestad! Pero Pablo no se amilana y no cede. Así se planteó un conflicto abierto: ¡todo menos la paz! La paz que los discípulos recibieron de su Maestro Jesús no era para nada un regalo fácil. Era una misión difícil, complicada. Sólo se podía cumplir con “discernimiento”, es decir estando atentos al Espíritu del Señor, al “Paráclito” (el Espíritu Consolador que reunifica).

Los abogados, los jueces, los políticos saben cómo enfrentar el conflicto. La manera más sencilla es ignorarlo o la separación: cada cual va por su camino. Es lo que ocurre a menudo. Las jóvenes comunidades cristianas hubieran podido decir: estamos en un punto de quiebre, separémonos. Vamos cada cual por su camino y no nos juntemos nunca más.

Una segunda posibilidad frente al conflicto es una declaración de guerra. Así los primeros cristianos podían haber dicho: “vamos a pelear la cosa; busquemos los aliados más poderosos para nuestro punto de vista y ya veremos quién se impone. El perdedor obedece al vencedor”. Es lo que solemos observar en la historia de los seres humanos: se generan alianzas para liquidar por la fuerza al adversario y así se impone la voluntad de un bando sobre otro. De este modo se construyó la famosa “pax romana” del imperio romano, tentación y propuesta histórica que se ha repetido.

La joven Iglesia buscó el camino más difícil, el camino del diálogo. Así se constituyó el primer Concilio:  se congregaron en torno a la mesa de diálogo en Jerusalén. Podemos imaginarnos las palabras fuertes y apasionados, con el estilo confrontacional que caracteriza a veces a los de oriente medio. Pero aguantaron: se escucharon mutuamente, convencidos de las buenas intenciones de la otra parte y pudieron salir del embrollo. Forjaron un  sentir común para un compromiso honroso. El umbral de exigencias para admitir a los gentiles (Griegos) en la comunidad cristiano se puso lo más bajo posible. Sin embargo era necesario que tuvieran comprensión por los cristianos judíos y que admitieran algunas de las prescripciones de la Ley judía.

En la carta donde se manda la decisión y conclusión de la reunión en Jerusalén a los cristianos de Antioquia,  hay una frase muy notable. “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…” ¿Qué se han creído estos? diríamos nosotros. Pareciera una extraordinaria pretensión. Lo que admitimos y prohibimos, lo admite y prohíbe Dios mismo. ¿Quién puede reivindicar para sí tamaña afirmación? Pero también se puede leer como una expresión de humildad. Tratamos de buscar y entender (=discernir) lo mejor posible lo que coincide con la inspiración del Espíritu y darle curso a aquello de la manera más fiel y exacta posible dentro de lo que siempre son las limitaciones del lenguaje humano. Entonces se lee como un maravilloso ejemplo de “discernimiento comunitario”.

Jesús dijo a propósito del Espíritu que prometió enviar, que trabajaría como recuerdo para los discípulos y que más adelante les aclararía todo. El Espíritu trabaja en dos direcciones. Es la memoria de la Iglesia, la garantía de la fidelidad a la tradición. También trabaja como clave para la interpretación de los signos de los tiempos, como guía en el camino hacia un futuro desconocido. El Espíritu es la lengua en la cual entendemos a Dios. Así se describe Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles. A pesar de la gran diversidad de idiomas, todos “entendieron lo mismo”. Sin embargo, la gente suele escuchar de distintas maneras. Entonces además de la diversidad de idiomas,  siempre se corre el riesgo del malentendido, de la confusión o de la contradicción. Aún así, se avanzará en la comprensión a condición de dejarse inspirar por el mismo Espíritu y no renunciar al esfuerzo y la perseverancia para dejar hablar al Espíritu del modo más claro posible. En eso consiste la humildad de la fe, tanto en la cumbre como en la base de la iglesia, cuando hay disposición para escuchar y entender el punto de vista del otro y viceversa.

Por cierto que hoy en día también hay divergencias y conflictos en la iglesia, en puntos donde unos insisten con mucha fuerza y donde otros pasan con ligereza. Está la fidelidad a la tradición contra la sensibilidad hacia los desafíos del futuro. ¿No nos puede enseñar mucho la iglesia de la primera generación de cristianos? La solución al conflicto que la dividió tuvo esa conclusión: “no imponer ninguna carga sino la estrictamente necesaria”. ¿Qué cargas se imponen hoy a la gente que quiere seguir perteneciendo a la iglesia? ¿A las personas que están dispuestas y capacitadas para tomar una responsabilidad en la comunidad cristiana? Por supuesto que son preguntas que ponen a prueba la paz en la iglesia. Con el celebrante de la Eucaristía el pueblo reza antes de la comunión que el Señor resucitado en medio de nosotros no mire nuestros pecados, sino la fe de la Iglesia, y conforme a su palabra, le conceda la paz y la unidad. ¡Aquello no es un regalo así no más sino una ardua misión!