Sexto domingo de Pascua: Hechos
15, 1-2.22-29 – Juan 14, 23-29
“Mi
paz les doy, no se la doy como la da el mundo”, prometió Jesús a sus
discípulos momentos antes de su muerte. Esa paz no les fue regalada así no más.
A penas unos diez años más tarde, hubo una tremenda disputa en la primera
comunidad de los cristianos. Escuchamos su descripción en la 1ª lectura de los
Hechos de los Apóstoles. Felizmente también se describe cómo superaron aquel
impasse para recuperar la paz mutua. Con eso, hasta el día de hoy, se nos deja
una gran lección de cómo superar los conflictos. Ahora bien, aquello no es una
tarea sencilla.
Los
provocadores o instigadores no eran nada menos que Pablo y su asistente
Bernabé. Estaban admitiendo en la comunidad a no-judíos que quisieron hacerse
cristianos y eso sin obligarlos a cumplir con todos los preceptos de la Ley
judía. Los judíos cristianos convencidos se escandalizaron, porque para ellos
era impensable que se pudiera convertir gente al cristianismo sin tener que
someterse a todas las normas y prescripciones de la Ley que el pueblo elegido
había recibido de Dios mismo. ¡Era
poco menos que una falta de lesa majestad! Pero Pablo no se amilana y no cede.
Así se planteó un conflicto abierto: ¡todo menos la paz! La paz que los discípulos
recibieron de su Maestro Jesús no era para nada un regalo fácil. Era una misión
difícil, complicada. Sólo se podía cumplir con “discernimiento”, es decir
estando atentos al Espíritu del Señor, al “Paráclito” (el Espíritu Consolador
que reunifica).
Los
abogados, los jueces, los políticos saben cómo enfrentar el conflicto. La
manera más sencilla es ignorarlo o la separación: cada cual va por su camino.
Es lo que ocurre a menudo. Las jóvenes comunidades cristianas hubieran podido
decir: estamos en un punto de quiebre, separémonos. Vamos cada cual por su
camino y no nos juntemos nunca más.
Una
segunda posibilidad frente al conflicto es una declaración de guerra. Así los
primeros cristianos podían haber dicho: “vamos a pelear la cosa; busquemos los
aliados más poderosos para nuestro punto de vista y ya veremos quién se impone.
El perdedor obedece al vencedor”. Es lo que solemos observar en la historia de
los seres humanos: se generan alianzas para liquidar por la fuerza al
adversario y así se impone la voluntad de un bando sobre otro. De este modo se
construyó la famosa “pax romana” del imperio romano, tentación y propuesta
histórica que se ha repetido.
La
joven Iglesia buscó el camino más difícil, el camino del diálogo. Así se
constituyó el primer Concilio: se
congregaron en torno a la mesa de diálogo en Jerusalén. Podemos imaginarnos las
palabras fuertes y apasionados, con el estilo confrontacional que caracteriza a
veces a los de oriente medio. Pero aguantaron: se escucharon mutuamente,
convencidos de las buenas intenciones de la otra parte y pudieron salir del
embrollo. Forjaron un sentir común
para un compromiso honroso. El umbral de exigencias para admitir a los gentiles
(Griegos) en la comunidad cristiano se puso lo más bajo posible. Sin embargo
era necesario que tuvieran comprensión por los cristianos judíos y que
admitieran algunas de las prescripciones de la Ley judía.
En
la carta donde se manda la decisión y conclusión de la reunión en Jerusalén a
los cristianos de Antioquia, hay
una frase muy notable. “El Espíritu Santo
y nosotros hemos decidido…” ¿Qué se han creído estos? diríamos nosotros.
Pareciera una extraordinaria pretensión. Lo que admitimos y prohibimos, lo
admite y prohíbe Dios mismo. ¿Quién puede reivindicar para sí tamaña
afirmación? Pero también se puede leer como una expresión de humildad. Tratamos
de buscar y entender (=discernir) lo mejor posible lo que coincide con la
inspiración del Espíritu y darle curso a aquello de la manera más fiel y exacta
posible dentro de lo que siempre son las limitaciones del lenguaje humano.
Entonces se lee como un maravilloso ejemplo de “discernimiento comunitario”.
Jesús
dijo a propósito del Espíritu que prometió enviar, que trabajaría como recuerdo
para los discípulos y que más adelante les aclararía todo. El Espíritu trabaja
en dos direcciones. Es la memoria de la Iglesia, la garantía de la fidelidad a
la tradición. También trabaja como clave para la interpretación de los signos
de los tiempos, como guía en el camino hacia un futuro desconocido. El Espíritu
es la lengua en la cual entendemos a Dios. Así se describe Pentecostés en los
Hechos de los Apóstoles. A pesar de la gran diversidad de idiomas, todos
“entendieron lo mismo”. Sin embargo, la gente suele escuchar de distintas
maneras. Entonces además de la diversidad de idiomas, siempre se corre el riesgo del
malentendido, de la confusión o de la contradicción. Aún así, se avanzará en la
comprensión a condición de dejarse inspirar por el mismo Espíritu y no
renunciar al esfuerzo y la perseverancia para dejar hablar al Espíritu del modo
más claro posible. En eso consiste la humildad de la fe, tanto en la cumbre
como en la base de la iglesia, cuando hay disposición para escuchar y entender
el punto de vista del otro y viceversa.
Por
cierto que hoy en día también hay divergencias y conflictos en la iglesia, en
puntos donde unos insisten con mucha fuerza y donde otros pasan con ligereza.
Está la fidelidad a la tradición contra la sensibilidad hacia los desafíos del
futuro. ¿No nos puede enseñar mucho la iglesia de la primera generación de
cristianos? La solución al conflicto que la dividió tuvo esa conclusión: “no
imponer ninguna carga sino la estrictamente necesaria”. ¿Qué cargas se imponen
hoy a la gente que quiere seguir perteneciendo a la iglesia? ¿A las personas
que están dispuestas y capacitadas para tomar una responsabilidad en la
comunidad cristiana? Por supuesto que son preguntas que ponen a prueba la paz
en la iglesia. Con el celebrante de la Eucaristía el pueblo reza antes de la
comunión que el Señor resucitado en medio de nosotros no mire nuestros pecados,
sino la fe de la Iglesia, y conforme a su palabra, le conceda la paz y la
unidad. ¡Aquello no es un regalo así no más sino una ardua misión!