24º Domingo: Mc 8, 27-35
En su primer versículo, el
evangelio de Marco propone que el lector vaya descubriendo el misterio de “la
Buena Nueva de Jesús, Mesías, Hijo de Dios”. En el desarrollo del relato, Jesús
se da a conocer progresivamente como aquel que habla con autoridad, aquel que
cura a los enfermos y aquel que revela el amor con que ofrece el perdón de Dios
a los pecadores. Todos estos rasgos van intrigando a sus contemporáneas que
reconocen en él a un profeta: Juan Bautista, Elías o algún otro profeta. Pero a
Jesús, más que importarle la opinión pública sobre su identidad, le importa la
opinión de ese pequeño grupo de discípulos y amigos que lo siguen, porque ellos
tendrán que continuar su obra de anunciar el Reino y hacer presente el amor de Dios
por los hombres, especialmente los más pobres y más despreciados.
Como en los otros evangelios,
Pedro es él que responde por los demás a la pregunta de Jesús: “Y ustedes,
¿quién dicen que soy yo?” “Tú eres el Mesías, respondió Pedro”. Esta confesión
de fe de Pedro se da en el lugar “bisagra” del evangelio, con un antes y un
después. Pedro todavía tiene una imagen triunfalista del Mesías, Él que
restablecerá y posicionará todo el poder del pueblo judío y del cual los
discípulos serán una parte importante. Jesús emprenderá inmediatamente la
rectificación de esa percepción falsa del Mesías. Viene una breve catequesis
sobre el misterio pascual: su sufrimiento, su muerte en la cruz y su
resurrección. Esta visión es radicalmente opuesta a la imagen triunfalista que
tenía Pedro. ¡Decide corregir y “reprender” a Jesús! La reacción de Jesús es
extremadamente enérgica, porque no es nada menos que la suprema tentación de
Satanás en boca de Pedro. Renglón seguido Jesús da a conocer las condiciones
para ser de verdad su discípulo. Como Jesús, el discípulo tiene que olvidarse
de si mismo. Su vida es para los demás, para dar vida a los demás. Quien
“quiera salvar su vida, la perderá; quién la pierda por mí y por el Evangelio,
la salvará”. Si somos sinceros con nosotros mismos, experimentaremos que hay
más alegría en el dar que en el recibir. Descubriremos que dándonos con amor y
sacrificio a una causa que nos trasciende, nos llega paz y felicidad al
corazón. Aquello es como una ley inscrita en lo profundo de nuestro ser. Es también
la verdad liberadora que nos revela Jesús.
La conferencia de Aparecida nos
recuerda que la vida de la Iglesia se juega en ser discípulos y misioneros de
Jesucristo y agrega la hermosa frase: “para que nuestros pueblos en Él tengan
Vida”.
¿Qué significa ser hoy discípulos
y apóstoles o misioneros de Jesucristo?
¿Y nosotros, quién y cómo decimos
que es Él?
No se trata de dar sólo una
respuesta de tipo catequética, ni saber repetir lo que han dicho los Concilios
o el Magisterio de la Iglesia. Todo eso puede ser útil para profundizar nuestra
fe.
Hay que dar un gran paso más. La invitación
es a entrar en el estilo de vida de Jesús: su oración, su intimidad con el
Padre, su cercanía con los pobres, los enfermos, los excluidos, los pecadores.
Es tajante lo que nos dice en la
liturgia de hoy la carta del apóstol Santiago: “la fe, si no va acompañada de
las obras, está completamente muerta”. Son las obras que Jesús mismo nos
muestra en los evangelios.
Pidamos que el Espíritu de Jesús
que hemos recibido en nuestro bautismo, nos anime a seguir sus huellas y la
senda que Él abrió, practicando hoy con creatividad sus obras.