Segundo Domingo del año: Jn 2, 1-12
El relato de las bodas de Caná es muy
conocido y a veces se presta a bromear: cambiar el agua en vino es como un
espectacular golpe de prestidigitación. Por supuesto que leer e interpretar el
evangelio de esta forma es ignorar totalmente lo que nos busca transmitir. En
primer lugar, el relato de Caná es un relato simbólico.
¿Cómo formular con palabras lo que
alguien significa para ti? ¿Cómo expresar que estimas alguien muy en alto? ¿Qué
imágenes surgen en ti para manifestar lo más íntimo de una relación de amor?
Estas son las preguntas que nos deben animar al leer este maravilloso relato de
las bodas de Caná.
La íntima relación de Dios con su
pueblo Israël está simbolizada en muchos relatos bíblicos con la imagen de una fiesta
de bodas. Los judíos creyentes están convencidos que su pueblo – y un día todos
los hombres – está llamado por Dios para transformar su convivencia en algo así
como una permanente fiesta de bodas. La Boda y el vino llaman a la salvación
mesiánica.
Juan sugiere que hasta ahora, esta fiesta de bodas no tuvo lugar porque se acabó el vino. Pero ahora, con la venida de Jesús, se puede celebrar de lleno la fiesta. Hay abundancia de vino y del mejor. Jesús es el verdadero vino de la boda, como también es el pan verdadero, la Luz verdadera y la vida verdadera en el cuarto evangelio. Jamás Dios se nos ha acercado tanto como en la persona de Jesús. Juan no deja de subrayar que en la vida y muerte de Jesús, la Gloria de Dios se ha manifestado visiblemente. El cumplimiento de la voluntad del Padre determina la hora y el tiempo de cada instante de su vida, no los hombres ni siquiera su madre. Ella intercede y dice sabiamente a los servidores como mujer creyente: “Hagan todo lo que él les diga.”
¿Cómo se descubre que se produjo un
pequeño milagro? ¿Que ha brotado de modo imprevisto algo nuevo? ¿Que un ser
humano o un acontecimiento es original y único? Eso solamente lo constatas,
dice Juan, cuando miras con los ojos del corazón. Y pretende entrenarnos en
aquello: en aprender a dejarnos fascinar por lo original, lo nuevo, lo
maravilloso en las personas y los acontecimientos. Para
Juan, con Jesús se inicia la nueva
creación. Para
él “crear” no es sólo algo que tuvo lugar al comienzo de nuestra historia, sino
algo que siempre ocurre de nuevo cuando experimentamos a las personas y las
cosas como un regalo imprevisto. Quien mira con los ojos del corazón, descubre
que la creación ocurre a cada momento de nuevo allí donde se comparten la vida
y la alegría.
Como hombres modernos, ilustrados o
post modernos, nos hemos enceguecido frente a la dimensión no material de la
realidad. El poeta francés Antoine de Saint Exupéry ya escribió en el
maravilloso libro “El Principito” que lo esencial es invisible a los ojos: sólo
se ve bien con el corazón. Nos cuesta volver a mirar nuestra vida, nuestro
entorno, nuestras relaciones humanas y nuestro mundo con los ojos del corazón.
Juan nos enseña que vivir con fe
es aprender a mirar de otra manera. Es descubrir que la fuerza creadora y vivificadora
de Dios está profundamente presente en todo lo que existe. Es descubrir el
secreto de la proximidad de la vida divina en nuestra existencia humana. Eso es
lo que Jesús nos ha mostrado con su manera de vivir y morir. En Él se ha
manifestado la Gloria de Dios como una fuente incesante de vida y de alegría.
También es a partir de ese flujo divino que Pablo, en la segunda lectura de este domingo, nos llama para que todo nuestro quehacer se viva de tal forma que revele la presencia activa de Dios. El cumplimiento siempre viene de Dios pero jamás sin que los hombres estén dispuestos a poner lo mejor de si mismos.
En
eso el amor está central. El amor debe inspirar toda forma de compromiso
en la comunidad. Una comunidad creyente es una comunidad que guarda la unidad,
respetando la pluralidad, con acogida para todos. Y donde cada persona puede
vivir según su propia vocación y propios talentos. Entonces es en una comunidad
así donde está presente el Espíritu de Jesús y que se sirve el mejor vino.