Domingo 24°: Mt 18, 21-35
11 de septiembre de 1973: nos recuerda el día del golpe
militar que tendría una secuela de unos
3.000 detenidos desaparecidos hasta el retorno a la democracia 17 años más
tarde. Esa cifra no cuenta las miles de personas torturadas, ni tampoco las
miles de personas y familias que tuvieron que dejar el país. ¡Recientemente, se
documentó a unos 10.000 detenidos desaparecidos!
11 de septiembre de 2001: terroristas logran la
destrucción total de las célebres torres gemelas en el centro de Nueva York.
Aproximadamente 3.000 personas de unos 62 países terminan quemados vivos.
En ambos casos ¿pueden los familiares de las víctimas
perdonar a los causantes de tanto dolor y tragedia? Al igual que el domingo
pasado, el perdón es el tema del evangelio de hoy día.
La comunidad de Mateo se hacía la pregunta formulada por
Pedro: ¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga?
¿Hasta siete veces? “No te digo hasta 7 veces, sino hasta setenta veces siete” le contesta Jesús (¡o
sea 490 veces!) Se pierde la cuenta, lo que es precisamente la intención de
Jesús. En el mundo de Jesús, el Reino de Dios, no se lleva la cuenta de cuantas
veces se perdona ni tampoco hay límites
en ofrecer el perdón. ¿Cuál es la motivación de Jesús para un perdón sin
límite?
Como siempre, cuando Jesús tiene algo muy importante que
revelar, recurre a una parábola. Aquí la parábola del servidor del Rey a quién
se perdona una cantidad inimaginable. Este servidor al que se acaba de condonar toda su deuda, agarra del cuello a
un deudor suyo por una suma relativamente modesta: el equivalente al jornal de
unos tres meses. No le perdona, lo maltrata físicamente y lo manda a la cárcel.
Enterándose, el Rey se enfada: “¿No debías también tú tener compasión de tu
compañero, como yo me compadecí de ti?” Hay que dimensionar que la diferencia
entre las dos deudas es algo así como un millón de veces: si el primero debía
100.000 millones, el segundo sólo debía cien mil.
Jesús ciertamente será totalmente consecuente con su
predicación que nos revela el rostro misericordioso de su Padre. Jesús es el
rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre, como lo dijera alguna vez
Juan Pablo II. La vida y la enseñanza de Jesús están llenas con modelos de
perdón. Tenemos la conmovedora parábola del hijo pródigo. Este hijo habiendo malgastado la herencia exigida antes
de tiempo es nuevamente acogido incondicionalmente en los brazos
misericordiosos de su progenitor. Están también el perdón y la acogida a Zaqueo, a María Magdalena,
a la mujer adúltera, y a sus propios verdugos que lo torturan en la cruz.
Al seguir a Jesús, los cristianos estamos invitados a
entrar en ese muy exigente camino del perdón sin límites, porque el perdón es
la imagen del Dios- amor a cuya imagen hemos sido creados.
Ahora bien, eso no es para hablar a la ligera del perdón.
En una vida humana ocurren cosas tan trágicas que el perdón pareciera imposible
o requiere de verdadero heroísmo. ¿Cómo será el dolor de una madre cuyo hijo
fue detenido y desapareció sin tener ninguna explicación o petición de perdón
hasta el día de hoy?
¿Cómo vivir el resto de su vida y tener la imagen de
cariño de padre cuando desde pequeñita se ha sido abusada innumerables veces en
el seno de la propia familia? ¡Cuanta violencia intrafamiliar, cuanta
infidelidad de pareja! A veces el daño ocasionado es tan grande y tan
destructor que una vida humana queda corta para poder reponerse y
reconciliarse. No se puede exigir a la ligera lo que humanamente pareciera imposible, sobre todo
en casos que se ha pasado por situaciones de daño casi irreparable.
Por otro lado no es salida ni alivio al daño sufrido, el
provocar daño al ofensor. No se puede retribuir mal por mal, ni dejarse llevar
por el ‘ojo por ojo o diente por diente’. Mateo ya señaló lo que se llama la
regla de oro: “no hacer al otro lo que no quieres que se te haga a ti”. El odio
y el rencor no tienen lugar en el perdón; además sólo resultarían en más daño para el
ofendido. Perdonar y ser perdonado aparece como la única vía para romper la
espiral mortal del odio y del rencor.
Al decir Jesús que hay que perdonar setenta veces siete,
ofrece el único camino de reconciliación y liberación. A través del perdón
actúa misteriosamente la gracia de la reconciliación. Pero sigue siendo un
ideal.
A veces se pasa la vida con el deseo de perdonar y se
perdona interiormente, pero no se logra
concretar el perdón. Como el caso de la mujer que no llega a perdonar a su
pareja: “arruinó mi matrimonio y la juventud de nuestros hijos; pero deseo
llegar por lo menos a no odiarlo más”. Esta mujer manifiesta el
deseo de no dejarse dominar por el mal, quiere sanar interiormente y soltarse
del mal que se le hizo.
Nunca se podrá revertir el mal cometido. Lo hecho, hecho
está. Pero el perdón rompe el mal y engendra nueva vida. El perdón invita a
confiar nuevamente en lo que hay de bueno en el fuero interno de cada persona.
En eso está el proceso liberador que abre un futuro con nuevo horizonte. No es
fácil. Requiere tiempo, diálogo, paciencia por ambos lados. Pero gracias a Dios
se dan casos donde se la juega una
pareja para un nuevo comienzo. En estos casos se asoma algo del mundo nuevo de
ese Reino de Dios del que habló Jesús. Nada contribuye más a la felicidad que
el amor-perdón.
Dios nos dará esa felicidad, perdonando nuestras ofensas
“así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.