23er Domingo : Lc 14, 25-33
El evangelio de hoy nos pone nuevamente
delante de unas fuertes exigencias para seguir a Jesús. En efecto, para ser
cristiano, se requiere mucho más que el bautismo, que es la condición y la práctica
hoy para ser un cristiano reconocido al menos en derecho, al estar inscrito en
un registro.
Ahora
bien si se considera que el bautismo es como la “semilla de vida divina”, esa
semilla requiere de esmerados cuidados para producir frutos. Eso será la tarea
de los padres y de todos los que intervienen en la formación y catequesis del
niño.
Por
la lectura del evangelio de hoy, se ve que la cosa no era así al comienzo. Se
describen condiciones muy duras y prácticamente utópicas para seguir a Jesús.
La
primera condición: “cualquiera que venga
a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a
sus hermanos y hermanas, y hasta a
su propia vida, no puede ser mi discípulo”.
Jesús
parece poner una condición imposible. Suena muy duro, como algo inhumano.
Mirándolo
de más cerca, tal vez no se trata de comparar cariños y amores. Más bien hay
que entenderlo a partir del proyecto de Jesús: la venida del Reino en medio de
nosotros. Eso es lo central del Evangelio como es lo central en la oración que
Jesús nos enseñó: el Padre nuestro.
Si el afecto a la familia y a nuestros seres queridos impidiera la
venida del Reino, entonces no se estaría en la línea del evangelio. Si
solamente me importan los míos y mi vida, desligándome de la misión cristiana
de construir un mundo con más justicia, más conforme al proyecto de Jesús,
entonces dejo de ser discípulo de Jesús. Seré un cristiano de nombre pero no de
verdad.
La
segunda condición: “El que no carga con
su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.
A
veces se ha entendido esta condición en un sentido muy pasivo. Aguantar y
sufrir lo que se me viene encima: los múltiples problemas que va
presentando la vida, o problemas
de salud, de relaciones humanas, etc.
Antiguamente
se asociaba también a hacer sacrificios, a mortificarse: de allí las prácticas
de severas penitencias, de mandas.
En
el contexto del evangelio y de la vida de Jesús, la cruz es la máxima expresión
de fidelidad de Jesús a su proyecto, a lo que el Padre quiso que entregara. Tal
como Jesús sufrió la persecución y hasta la muerte en cruz por ser consecuente
con su proyecto, también al discípulo de Jesús le tocará la oposición, el
rechazo y la persecución si retoma ese proyecto.
Hay
que hacerlo con discernimiento y calibrando sus fuerzas, no comprometiéndose a
más de lo que se pueda cumplir. Es el significado de los dos ejemplos que se
agregan. La construcción de la torre exige hacer una buena planificación para
calcular los materiales de que se disponen. O si se va ir a una batalla, hay
que contar con las fuerzas suficientes para enfrentar al adversario. Aquí no se
trata tanto de prudencia o de cálculo humano, sino de poder testimoniar y
sostener el testimonio por el Reino.
La
tercera condición parece ser la más drástica: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser
mi discípulo”.
¿Cómo
se puede entender una formulación tan radical?
Es
nuevamente una invitación a situarnos delante de las exigencias del Reino.
Cuesta convencernos que el Reino tiene que ver con el aquí y ahora, con nuestro
mundo de hoy y con las realidades de cada día. Todo sería más simple si
estuviera lejos o si fuera algo más bien para la otra vida. Pero no es esa la
presentación del Reino que Jesús proclamó.
Igual
que en tiempos de Jesús, entre nosotros hay también injusticias. Es posible que
el apego a los bienes o a los privilegios que se poseen, constituyen un obstáculo
para poner fin a las injusticias. A nivel global, se constata que unos pocos
acaparan mucho y grandes masas van quedando con poco. Chile no es una excepción
a esa triste tendencia mundial. Mientras
el 10% más acomodado disfruta del
41% del PIB, el 10% más pobre se tiene que conformar con el 1,2 % del PIB.
Según
la ética del evangelio, lo propio deja de ser de uno cuando otro lo necesita,
entendiéndolo, por supuesto, en primera instancia, a nivel de satisfacción de
necesidades básicas y vitales. Porque lo primero siempre es la dignidad del ser
humano. Nada ni nadie puede postergar ese derecho inherente a todo ser humano:
su dignidad. De allí viene la gran tradición de la práctica de la caridad en la
historia de la Iglesia frente a las carencias y a todo lo que disminuye o
imposibilita una vida humana digna.
El agudo sentido social del P. Hurtado
le hizo decir con razón que “donde termina la justicia, empieza la caridad”. El
sentido social no es otro que el sentido de la dignidad de todo ser humano. Esa
dignidad no suele restituirse con una limosna o cualquier acción caritativa
puntual. La dignidad se restituye generando condiciones que fomentan el desarrollo
de la persona, de sus capacidades, de todo su ser. Esa es precisamente tarea de
la justicia.
El
evangelio no es una invitación a construir ideologías de corte socialista, o
sociedades igualitarias. Es claramente una invitación a desprenderse de si mismo,
a abrirse al otro, a fomentar la comunión de personas.
Aceptemos
de buena gana la invitación del Papa Francisco a salir de nosotros mismos, a ir
a las periferias, a salir de nuestras comodidades, a jugarnos, desde nuestra
fe, por un mundo más justo, más conforme al proyecto de Jesús.