30º Domingo: Marcos 10,46-52
¿Cómo no me
di cuenta de eso antes? ¿Cómo es posible que eso no lo entendiera y no lo viera
como lo veo ahora? ¿Porqué he tenido que llegar a la edad que tengo para
entenderlo? A veces ésta es
nuestra propia experiencia o escuchamos esas preguntas en conversaciones.
Muchas veces nos persigue la ceguera…
En el
evangelio de este domingo, Marcos relata a los lectores de su época, los
cristianos de su comunidad, una experiencia parecida de los discípulos de Jesús.
Esos discípulos tenían mucha dificultad para ver en Jesús al verdadero Mesías.
Veían en él a un Mesías que tendría éxito, alguien que llegaría a reinar con
poder y majestad. Por eso discutían quien era el más importante entre ellos, cómo
ocupar el primer puesto (véase el evangelio del domingo pasado), cómo dejarse
servir; estaban preocupados de sí mismos.
Ahora bien, Jesús se daba a conocer como el Mesías de pobres y pequeños, de marginados y excluidos. Iba camino a Jerusalén dónde tendría que sufrir mucho, ser condenado como un criminal y ser ejecutado. Los discípulos no querían ver aquello; no lo entendían; simplemente no lo querían ver. Y sólo después de la resurrección de Jesús, sus ojos se abrieron, fueron sanados de su ceguera y se pusieron a seguir al verdadero Jesús, el verdadero Mesías, el rey de los pequeños, de los pobres y desclasados. Cincuenta años después de la muerte de Jesús, Marcos da ese testimonio en su joven comunidad cristiana. ¿Cómo pudieron haber sido tan obtusos aquellos discípulos? se pregunta, pero no quisieron verlo; estaban ciegos, enceguecidos. Tal vez es un poco la historia personal de Marcos; tal vez había en aquella comunidad un grupo importante de personas que tenían serios problemas para seguir radicalmente a Jesús porque tenían otro concepto del verdadero Mesías.
Ahora bien, Jesús se daba a conocer como el Mesías de pobres y pequeños, de marginados y excluidos. Iba camino a Jerusalén dónde tendría que sufrir mucho, ser condenado como un criminal y ser ejecutado. Los discípulos no querían ver aquello; no lo entendían; simplemente no lo querían ver. Y sólo después de la resurrección de Jesús, sus ojos se abrieron, fueron sanados de su ceguera y se pusieron a seguir al verdadero Jesús, el verdadero Mesías, el rey de los pequeños, de los pobres y desclasados. Cincuenta años después de la muerte de Jesús, Marcos da ese testimonio en su joven comunidad cristiana. ¿Cómo pudieron haber sido tan obtusos aquellos discípulos? se pregunta, pero no quisieron verlo; estaban ciegos, enceguecidos. Tal vez es un poco la historia personal de Marcos; tal vez había en aquella comunidad un grupo importante de personas que tenían serios problemas para seguir radicalmente a Jesús porque tenían otro concepto del verdadero Mesías.
De todo aquello da testimonio Marcos para sus lectores a la luz de un relato: la curación milagrosa del ciego Bartimeo, hijo de Timeo.
Se describe a
un mendigo ciego a la orilla del camino. Así Marcos esboza en pocas palabras el
drama de este hombre y al mismo tiempo, el drama de muchos discapacitados en la
antigüedad. Una discapacidad llevaba inevitablemente a la mendicidad y tendía a
recluir al afectado fuera de la sociedad. Una discapacidad se relacionaba con
una desgracia de la cual era responsable el mismo discapacitado o sus padres.
Aquí el
afectado, Bartimeo quería recuperar la vista. Estaba ansioso por salir de su situación
de marginado y excluido. Sin duda había oído hablar de Jesús y de las cosas
milagrosas que hacía. Puso su confianza en la promesa del profeta Jeremías que
Dios se preocupa de los ciegos y tullidos (primera lectura). En nuestro relato Bartimeo
se hace oír y comienza a gritar: “por favor, ayúdenme” (“Hijo de David, ten
compasión de mí”). Su grito es un estorbo para los que se encuentran allí. Lo
empujan, no debe molestar a Jesús: los sanos quieren guardar a Jesús para ellos
mismos. Su opción es la de un Mesías para los fuertes y los sanos, no para los
débiles.
Pero Jesús se detiene. Tiene
atención y vista para el ciego. A Jesús le interpela su miseria. Los discípulos
no entienden que Jesús ha venido precisamente para gente como Bartimeo, para
gente que quedó a orilla del camino de la vida, excluidos de la convivencia
humana. Los que rodean a Jesús dan muestra de ser ellos mismos ciegos, de no
ver lo que Jesús estima importante: dar la mano a aquel que necesita ayuda.
¿Qué quieres
que haga por ti? le pregunta Jesús. En el evangelio del domingo pasado, Jesús
hizo la misma pregunta a Santiago y a Juan. “Queremos los mejores puestos” le
contestaron. “Maestro, que pueda ver”, suplica el ciego o sea que tenga un
lugar en la sociedad, que sea considerado como persona. Jesús le dice: “tu fe
te ha sanado”. Jesús quería que Bartimeo y todos nosotros en la figura de él,
recuperáramos la verdadera vista. Bartimeo vendrá a ser un seguidor de Jesús en
la continuación de su camino a Jerusalén, dónde sufrirá el momento más difícil
de su vida. Ser un verdadero discípulo – seguidor de Jesús significa seguirlo
en su camino del amor entregado gratuitamente.
En este relato, el llamado por seguir a Jesús se acentúa de tal modo que la sanación física de Bartimeo pasa a segundo rango. En una sola frase escuchamos hasta tres veces el verbo llamar. “Llámenlo, llamaron al ciego, te llama”. Es el llamado para entrar en el proceso del seguimiento, el proceso de cómo llegar a ser discípulo de Jesús. Este evangelio nos deja en claro que para este ciego curado y para los muchos que siguen ciego y también para nosotros, lo más decisivo es: Ver “de verdad” a Jesús y seguirlo. Tenerlo como modelo en el camino de la vida siguiendo su ejemplo. Así el relato de Bartimeo es también nuestro relato y el relato de nuestra época.