6º Domingo del tiempo ordinario: Mc 1, 40-45
“DIOS ACOGE A LOS IMPUROS”
De forma inesperada, un leproso «se acerca a Jesús». Según la ley, no puede entrar en contacto con nadie. Es un «impuro» y ha de vivir aislado. Tampoco puede entrar en el templo. ¿Cómo va a acoger Dios en su presencia a un ser tan repugnante? Su destino es vivir excluido. Así lo establece la ley.
Hay que tener presente que en la época de Jesús, la enfermedad grave era consecuencia del pecado. ¡Aquel leproso tenía que haber sido un gran pecador!
A pesar de todo, este leproso desesperado se atreve a desafiar todas las normas. Sabe que está obrando mal. Por eso se pone de rodillas. No se arriesga a hablar con Jesús de frente. Desde el suelo, le hace esta súplica: «Si quieres, puedes limpiarme». Sabe que Jesús lo puede curar, pero ¿querrá limpiarlo?, ¿se atreverá a sacarlo de la exclusión a la que está sometido en nombre de Dios?
Sorprende la emoción que le produce a Jesús la cercanía del leproso. No se horroriza ni se echa atrás. Ante la situación de aquel pobre hombre, «se conmueve hasta las entrañas». La ternura lo desborda. ¿Cómo no va a querer limpiarlo él, que sólo vive movido por la compasión de Dios hacia sus hijos e hijas más indefensos y despreciados?
Sin dudarlo, «extiende la mano» hacia aquel hombre y «toca» su piel despreciada por los puros. Sabe que está prohibido por la ley y que, con este gesto, está reafirmando la trasgresión iniciada por el leproso. Sólo lo mueve la compasión: «Quiero: queda limpio». Ese maravilloso gesto de Jesús manifiesta la acción misma de Dios hacia el excluido.
Jesús lo envía al sacerdote, porque es él quién decide de la pureza o impureza. Los sacerdotes tenían un inmenso poder sobre los seres humanos: al declarar a alguien impuro, se lo excluia por siempre de la sociedad y de todo culto, o sea, era una condenación a muerte en vida. Jesús, al curar él mismo al leproso, rompe ese poder de los sacerdotes. Sabemos por lo que seguirá en el evangelio, que al actuar de esta manera, él mismo vendrá a ser el excluido y gritarán: “Fuera con él, crucifícalo”. Todavía no hemos llegado tan lejos y Marcos sólo señala discretamente: “Jesús se quedaba fuera, en lugares despoblados”.
Dios encarnado en Jesús manifiesta su proyecto: limpiar el mundo de exclusiones que van contra su compasión de Padre. No es Dios quien excluye, sino nuestras leyes e instituciones. No es Dios quien margina, sino nosotros. En adelante, todos han de tener claro que a nadie se ha de excluir en nombre de Jesús.
Seguirle a él significa no horrorizarnos ante ningún impuro ni impura. No retirar a ningún «excluido» nuestra acogida. Para Jesús, lo primero es la persona que sufre y no la norma. Poner siempre por delante la norma es la mejor manera de ir perdiendo la sensibilidad de Jesús ante los despreciados y rechazados. La mejor manera de vivir sin compasión.
En pocos lugares es más reconocible el Espíritu de Jesús que en esas personas que ofrecen apoyo y amistad gratuita a prostitutas indefensas, que acompañan a enfermos de sida olvidados por todos, que defienden a homosexuales que no pueden vivir dignamente su condición, que acogen amorosamente a discapacitados síquicos. Ellos nos recuerdan que en el corazón de Dios caben todos.
(Texto tomado de J.A. Pagola con modificaciones)