miércoles, 7 de marzo de 2012

3er Domingo de Cuaresma: Jn 2, 13-25


3er Domingo de Cuaresma: Jn 2, 13-25

Desde muchos siglos antes de Jesús, en Palestina sólo había un templo. En una sociedad tan religiosa, si sólo se podía encontrar a Dios en un lugar, los intermediarios de ese encuentro, los que controlaban el acceso a ese lugar adquirían, por ese hecho, el mayor poder que un hombre puede pretender: la capacidad para facilitar o impedir la relación de los hombres con Dios. Los sumos sacerdotes, que se atribuyeron en exclusiva ese poder, muy pronto lo aprovecharon en beneficio propio. En tiempos de Jesús, controlaban directa o indirectamente la venta de animales -corderos, bueyes y palomas- para los sacrificios (las ceremonias de aquella religión incluían casi siempre el sacrificio de un animal, el impuesto religioso y el cambio de moneda -sólo se podía pagar ese impuesto en moneda oficial del templo; Mt 21,12; Jn 2,15-). El tesoro del templo funcionaba también como banco en el que se depositaban las grandes fortunas y, además, el templo poseía grandes extensiones de tierra; era la primera empresa de Palestina y uno de los bancos más grandes de aquella época. Y todo porque aquélla, decían, era la casa de Dios; y ellos tenían la llave. Jesús va a acabar con esta situación.
Jesús se presenta con un azote en la mano: con esta descripción el evangelista Juan nos muestra a Jesús como el Mesías que viene a purificar el templo. Era una de las funciones del Mesías que esperaban en las tradiciones proféticas judías, la de castigar a los responsables del desorden establecido.  Pero Jesús y el proyecto de su Padre van mucho más allá.
No puede consentir que lo que debería haber sido un lugar de encuentro con el Dios liberador se haya convertido en un negocio para explotar a los pobres. Su gesto es una acusación contra los dirigentes religiosos de Israel que manejan la fe del pueblo para enriquecerse; pero, al mismo tiempo, echando fuera a los animales, está indicando que ya no van a hacer falta para dar culto a Dios. Dios, ya se había dicho muchos siglos antes, no necesitaba para nada la sangre de los animales; lo que él quería era que los hombres practicaran la justicia y el derecho; ésas eran las ceremonias religiosas que Dios agradecía.
En un áspero diálogo, Jesús reclama un nuevo Templo y por lo tanto una nueva manera de relacionarse los hombres con Dios. “Destruyan este Templo y en tres días lo levantaré”. Por supuesto que las autoridades judías no se dan por aludidas e insinúan que Jesús no está en su sano juicio.
El nuevo Templo es el cuerpo de Jesús. Dios ya no habita en un lugar, en un majestuoso edificio con una impresionante estructura que explota masivamente a la gente. De ahora en adelante, Dios está presente en el cuerpo del Hombre que da su vida por amor a los hombres, en Jesús que acoge a humildes y a pecadores
Dios revela su gloria en el amor leal que se manifiesta en la entrega de ese Hombre en la cruz y en la vida que, por la fuerza del amor de Dios, acabará venciendo a la muerte, y seguirá manifestando su gloria y haciéndose presente en cada hombre y en cada grupo que intenten amar con la misma lealtad. “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Dios ya no requiere de lugares o edificios especiales para estar presente. Quiere estar presente en los seres humanos. Quiere habitar en aquellos que viven según el espíritu de Jesús dentro o fuera de la Iglesia, dentro o fuera de instituciones o movimientos religiosos, incluso en personas que a veces catalogamos como agnósticos. Dios vive en los de “corazón puro”.
Este evangelio invita a que también se purifique nuestra iglesia y a nosotros mismos. La iglesia nunca puede terminar en una institución donde desaparece el soplo del Espíritu. Una Iglesia que cantara la gloria de Dios con hermosos rituales pero sin sensibilidad y acogida a los humildes y a los heridos de nuestra sociedad, se podría estar transformando en una iglesia vacía del Espíritu de Jesucristo.
 Nos invita a que también nosotros vivamos con un corazón puro delante de Dios y de los hombres. Es una invitación especial en este tiempo de Cuaresma. Que nos interpele la Cuaresma de solidaridad. Que tengamos un mayor tiempo de oración, que nos apartemos de todo lujo innecesario, que podamos destruir las paredes de nuestro egoísmo y echar puentes de solidaridad hacia los necesitados.
En este sentido, nos puede iluminar muy particularmente el ejemplo de San Alberto Hurtado.