31er Domingo: Mc
12, 28b-34
365 prescripciones, tantas como días en el año…Con ellas tenían que lidiar los judíos en tiempo
de Jesús cuando querían observar la Ley. ¡Incluso algunos escribas iban hasta
613 prescripciones!
Por lo tanto no extraña que un escriba se acerque a Jesús con la
pregunta: “¿Cual es ahora el núcleo de todo ese asunto; de qué se trata?”
Y Jesús de contestar con las antiquísimas palabras, la oración matinal
de todo judio piadoso: “Escucha Israel: el Señor, tu Dios, es el único Señor.
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas”. Y Jesús añade: “ amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
Tal vez quisiéramos hoy en día meternos en el pellejo de este escriba y
hacer la pregunta: ¿Maestro, cómo tenemos que vivir hoy nuestra fe? Hay tantas
dudas por allí, hay tantas confesiones y también tantas negaciones. El Santo
Padre acaba de proclamar el año de la fe. La fe parece tener cada vez menos
espacio en nuestra cultura centrada en la racionalidad económica y el
rendimiento material.
Creer en Dios. Hoy en día nuestra fe está cargada con el peso de siglos
de formulaciones y tradiciones. Basta mirar de más cerca el “Credo” que rezamos
los domingos en nuestra Eucaristía. ¿Es realmente una formulación adecuada y
motivadora para llevar alguien a la fe en Dios? Está pendiente el desafío de
ponerlo en lenguaje contemporaneo.
Por otro lado, se usa y abusa del nombre de Dios; se bendice y se maldice, se trata con
indiferencia y con fanatismo. Hoy en día y en nuestra famosa cultura
“postmoderna”, “Dios” nada menos divide hasta Oriente de Occidente. Por siglos
hemos tenida guerras religiosas y “santas”. ¡Estas “jihad” (en el sentido de
luchas físicas) no han terminado!
Entonces es bien relevante preguntarnos por el núcleo de todo este
asunto.
Muéstranos a Dios, desprovisto de todos los ornatos y prejuicios, de
toda la carga de formulaciones seculares. Muéstranos a Dios en toda su
desnudez. El Dios que se hizo
Jesús y que en Jesús nos proclama las bienaventuranzas, que opta por los pobres
y por la justicia. El Dios que en Jesús nos muestra el amor hasta el extremo de
morir en la cruz.
Volver a la profunda sencillez del evangelio con sus paradojas que
echan abajo la sabiduría humana: éste es el camino de la fe para el hombre de
hoy (Mt 11, 25).
Si Jesús pudiera contestarnos hoy la pregunta del letrado, con toda
seguridad volvería a usar las mismas antiquísimas palabras. Parafraseando un
poco: “Escuchen, o hombres y mujeres de este mundo moderno: Dios existe; Dios
es la existencia misma; Dios es la vida. Y por eso vale la pena amarlo. Hazlo
con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. Y con el mismo
amor y fuerza, amarte a ti mismo y a los demás.”
El creyente es alguien que ama la vida, tal como Dios y que ama a los
hombres. Y aquello es más importante que cualquier sacrificio, que cualquier
rito o liturgia, más importante que cualquier mortificación o incluso martirio.
Entonces, ¿no tenemos que hacer nada especial para Dios, no tenemos que
desgastarnos por Él, no tenemos que sacrificarnos? ¿No nos debe costar su buen
poco?
Pues diría: Dios es gratuidad. El es tan precioso y todo lo precioso es
gratuito: el aire, la vida, la amistad, el amor. En este sentido Dios también
es “gratuito”. Como lo señala un antiguo y difícil concepto: Dios es gracia. Equivale a decir lo
mismo.
“Sabernos amados por Dios y por lo mismo poder amar mucho a la vida y a
los hombres.” Una fe así es nuestra verdadera riqueza y “nos cambia la vida”.
Nos podrán robar mucho, pero jamás aquello.