29º Domingo: Mc 10, 35-45
Estamos celebrando siete años de la canonización de San
Alberto Hurtado y los 68 años de la fundación del Hogar de Cristo. La fuerza de
la figura de San Alberto está en habernos dejado un modelo de amor y servicio a
los pobres: ¡en ellos servimos al mismo Cristo! Como lo rezamos en la oración a
San Alberto: “tú nos llamas a vivir la fe comprometida, consecuente y
solidaria. Tú nos guías con entusiasmo en el seguimiento del Maestro”.
¿En qué consiste este seguimiento del Maestro? Es lo que
Jesús nos recuerda en el evangelio de este domingo: El no vino para ser
servido, sino para servir. San Alberto y su obra, el Hogar de Cristo, nos dejan
una gran enseñanza de cómo vivir hoy en el mundo, este seguimiento del Maestro.
La escena del evangelio de hoy es de discusión y rivalidad. Les
cuesta mucho a los discípulos de
Jesús entender su enseñanza y ejemplo: ellos están en otra. No se interesan por
lo que Jesús les había anunciado por el camino: “El Hijo del hombre tiene que
padecer mucho, tiene que ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y
letrados, sufrir la muerte y, al tercer día, resucitar”. Ellos hablan otro
lenguaje lleno de palabras como poder y gloria, sentarse a la derecha y a la
izquierda, ocupar los primeros puestos. Pero nada de servir y dar la vida.
Se acercan al Maestro, pero no con intención de aprender. Quieren
simplemente que haga lo que le piden. Están tan convencidos de su camino que no
le dejan opción al maestro, para que les muestre el suyo. Jesús, que los conocía
bien, se muestra dispuesto a oírlos y les deja que expresen su petición. Y, una
vez más, constata que sus discípulos no entienden el camino que les propone: un
camino de servicio, de ponerse a la cola, de dar vida dando la vida. “No saben
lo que piden”, les dice, reprochándoles su ignorancia y anunciándoles de paso
el sendero que han de seguir para poder sentarse a la derecha y a la izquierda:
aceptar una muerte como la suya, o una vida como servicio hasta la muerte.
El evangelista cuenta, a continuación, la reacción indignada contra
Santiago y Juan de los otros diez discípulos, imbuidos de la misma mentalidad.
Jesús tiene que intervenir para amonestarlos marcando el contraste que existe
entre la comunidad cristiana y la organización mundana. Mientras que los que
pertenecen a su grupo deben servir hasta dar la vida, si fuera necesario, los
jefes de las naciones no entienden otra práctica que la dominación y la
imposición de su autoridad con mano de hierro. Jesús no acepta en su comunidad
primeros puestos, si no es para el servicio; en su evangelio no aparece ni
siquiera la palabra “poder”, pues quien tiene poder termina dominando al
pueblo; no quiere hablar de gloria ni de triunfo, sino de amor hasta la muerte
como manifestación de su gloria. Su comunidad no se rige por la lógica mundana
basada en el poder, que lleva aparejado con frecuencia las otras dos nefastas
aspiraciones del ser humano: el prestigio y el dinero. Él no es todopoderoso,
sino el siervo de Dios del libro de Isaías, que, aplastado por el sufrimiento,
entrega su vida en sacrificio de reparación (primera lectura).
La grandeza del cristiano consiste en hacerse siervo, al ejemplo de
Jesús, para que nazca una comunidad de hombres nuevos. Nuestro mundo necesita
de auténticos cristianos que
encarnen hoy el ideal de Cristo de amor y servicio incondicional a los más pequeños
y humildes, dispuestos a darse por entero y hasta la propia vida si se
precisara.
San Alberto tenía en su alma ese espíritu de Jesús glorificado cuando
escribió: “Comienza
por darte. Hay una manera cristiana de trabajar. El que se da, crece. Pero no hay
que darse a cualquiera, ni por cualquier motivo, sino a lo que vale
verdaderamente la pena. Al pobre en la desgracia. A esa población en la
miseria. A la clase explotada. A la verdad, a la justicia, a la ascensión de la
humanidad, a toda causa grande, al bien común de su nación, de su grupo, de
toda la humanidad. A Cristo que recapitula estas causas en sí mismo, que las
contiene, que las purifica, que las eleva. A la Iglesia, mensajera de la luz,
dadora de vida, libertadora. A Dios, a Dios en plenitud, sin reserva, porque es
el bien supremo de la persona, y el supremo Bien Común. Cada vez que me doy
así, recortando de mi haber, sacrificando de lo mío, olvidándome, Yo adquiero
más valor, un ser más pleno, me enriquezco con lo mejor que embellece el mundo;
yo lo completo, y lo oriento hacia su destino más bello, su máximum de valor,
su plenitud de ser.”
Pidamos
la gracia, por la intercesión de San Alberto, de llegar a ser mujeres y hombres
entusiasmados y apasionados por darnos generosamente en el servicio a los
preferidos del Señor. Dejemos que se nos conmueva el corazón, mirando con los
ojos bien abiertos donde están y cuales son las necesidades y los sufrimientos
de nuestros hermanos. Que esta conmoción induzca, en un segundo momento, a una
sana reflexión para que se abran nuestras manos y se muevan nuestros pies en
una acción liberadora.