Domingo 32°: Lc 20, 27-40:
"Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos"
Al
decirnos Jesús en el evangelio de hoy que “Dios no es un Dios de muertos, sino
de vivientes”, me pareció atingente la reflexión que viene a continuación.
Siempre
me llama la atención la gran devoción y tradición por el culto de los muertos y
su gran espacio en nuestras liturgias. La solemnidad de todos los santos es, de
hecho, la gran fiesta de los difuntos, como se puede observar cada año cuando
se repletan de visitantes nuestros cementerios este mismo día. La Iglesia ha
facilitado la asociación al unir la conmemoración de todos los difuntos con
todos los santos.
Mucha gente va ocasionalmente “a misa”
por recordar a su difunto, que será mencionado en algún momento de la misa. Y
eso pareciera serles lo más importante de la eucaristía. Por supuesto que es significativo
tener vivo en nuestro corazón y manifestar el afecto a los seres queridos que
nos han dejado. Pero esta expresión de afecto puede reducir, en buena parte, la
dimensión de autenticidad de nuestra vivencia religiosa.
Y
porque nuestros afectos por nuestros difuntos fácilmente siguen vivos, tal vez
por lo mismo, han tenido un importante espacio no sólo en la liturgia sino
también en la catequesis tradicional de la Iglesia, al poner fuertemente el
acento en el culto y devoción a los difuntos. Hasta hace no mucho tiempo atrás,
había que celebrar “las misas gregorianas”, o sea “cancelar treinta misas para
el descanso del difunto”. Por supuesto eso podían hacerlo sólo los que tenían
los medios para ello. Todos conocemos la costumbre de las “coronas de caridad”.
Además
de estar muy internalizado el culto a los muertos, están muy presentes en
nuestra catequesis las prácticas devocionales para “no sufrir penas” después de
la muerte. Estas penas que nos
habríamos merecido por nuestros pecados, y que “quedarían por allí”, a pesar de
haber sido perdonados nuestros pecados en la confesión, se pueden mitigar
siempre que se consigan las indulgencias para el efecto. A partir de allí se
generaron muchos mecanismos para indulgencias, unas mayores que otras, hasta
llegar a algunas indulgencias “plenarias” (¿qué plenitud?). Todas estas prácticas
devocionales y catequesis no parecen encontrar mucho fundamento en la vida y
enseñanza de Jesús.
¿Cómo
reavivar la fe en esta vida, es decir en el sentido de esta vida que se
vivirá en plenitud “en la otra vida”? Tal vez por allí va una vieja discusión
que viene desde el antiguo testamento y que tenía divididas a las clases
sociales en tiempo de Jesús. Leemos hoy el enfrentamiento de Jesús con los
saduceos.
Los saduceos, único lugar donde aparecen
en el evangelio de Lucas, constituían un partido aristocrático y conservador,
siendo casi todos ellos de la casta sacerdotal, a la que dominaban. Tenían gran
influjo y poder en aquella sociedad teocrática. Negaban la vida en el más allá
y sobre todo negaban la resurrección. Para mayor comprensión de la discusión de
Jesús con los saduceos, hay que observar que este encuentro se realiza en
Jerusalén que es el final del largo viaje de Jesús y el lugar del
enfrentamiento definitivo que acabará con su vida, pasando por la muerte en
cruz a la gloria de la resurrección. Por lo tanto se va a manifestar en
plenitud el sentido de su vida que viene a ser el sentido de nuestra vida. Este
sentido es digno de fe sólo en la medida que se crea en la resurrección.
El
sentido de la vida que nos revela Jesús (¡nos lo revela con su propia vida!)
como de la nuestra es el amor compasivo por todos los que sufren, por todas las
víctimas del odio, de la violencia, de la marginación y exclusión. El ejercicio
de ese amor compasivo no cesa de poner vida donde hay muerte, amor donde hay
odio, reconciliación donde hay separación.
Aquel
amor que animó la vida de Jesús es el amor que nos santifica y resplandece en
santos como San Alberto Hurtado. A poco de morir escribe casi como su
testamento:
Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me
permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de
verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo. "Lo que
hiciereis al más pequeñito, a mí me lo hacéis" (Mt 25,40).
El Hogar de Cristo, fiel a su ideal de buscar
a los más pobres y abandonados para llenarlos de amor fraterno, ha
continuado con sus Hospederías de hombres y mujeres, para que aquellos que no
tienen donde acudir,
encuentren
una mano amiga que los reciba.
El que sigue a Jesús (y al P. Hurtado) en esta
práctica de amor fraterno y misericordioso se santifica. Los santos son amigos
de Dios. Dios es un Dios de vivos y no de muertos (¡también están “los muertos
en vida”!), por eso Dios nunca pierde a sus amigos, éstos están vivos para
siempre.
Otros
textos de San Alberto:
…cualquiera
que de verdad ansíe el bienestar del pueblo, que desee cooperar a preservar de
un daño moral y espiritual incalculable las bases de la futura colaboración de
los pueblos, estimará que es un deber sagrado y una misión noble no permitir
que se pierdan del pensamiento y sentimientos de los hombres, los ideales
naturales de la verdad, de la justicia, de la cortesía, de la cooperación en
hacer bien, y sobre todo el ideal sobrenatural y sublime del amor fraterno
traído al mundo por Jesucristo.
La claridad de visión, de
unción, el genio inventivo y el sentido del amor fraterno en todos los
hombres justos y honestos, determinarán en que el pensamiento Cristiano logrará
mantener y apoyar la gigantesca obra de restauración en la vida social,
económica e internacional, mediante un plan que no se halle en conflicto con el
contenido religioso y moral de la Civilización Cristiana.
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