jueves, 7 de noviembre de 2013

32º Domingo: Lc 20, 27-38


Domingo 32°: Lc 20, 27-40:
"Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos"

Al decirnos Jesús en el evangelio de hoy que “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivientes”, me pareció atingente la reflexión que viene a continuación.
Siempre me llama la atención la gran devoción y tradición por el culto de los muertos y su gran espacio en nuestras liturgias. La solemnidad de todos los santos es, de hecho, la gran fiesta de los difuntos, como se puede observar cada año cuando se repletan de visitantes nuestros cementerios este mismo día. La Iglesia ha facilitado la asociación al unir la conmemoración de todos los difuntos con todos los santos.
 Mucha gente va ocasionalmente “a misa” por recordar a su difunto, que será mencionado en algún momento de la misa. Y eso pareciera serles lo más importante de la eucaristía. Por supuesto que es significativo tener vivo en nuestro corazón y manifestar el afecto a los seres queridos que nos han dejado. Pero esta expresión de afecto puede reducir, en buena parte, la dimensión de autenticidad de nuestra vivencia religiosa.
Y porque nuestros afectos por nuestros difuntos fácilmente siguen vivos, tal vez por lo mismo, han tenido un importante espacio no sólo en la liturgia sino también en la catequesis tradicional de la Iglesia, al poner fuertemente el acento en el culto y devoción a los difuntos. Hasta hace no mucho tiempo atrás, había que celebrar “las misas gregorianas”, o sea “cancelar treinta misas para el descanso del difunto”. Por supuesto eso podían hacerlo sólo los que tenían los medios para ello. Todos conocemos la costumbre de las “coronas de caridad”.
Además de estar muy internalizado el culto a los muertos, están muy presentes en nuestra catequesis las prácticas devocionales para “no sufrir penas” después de la muerte.  Estas penas que nos habríamos merecido por nuestros pecados, y que “quedarían por allí”, a pesar de haber sido perdonados nuestros pecados en la confesión, se pueden mitigar siempre que se consigan las indulgencias para el efecto. A partir de allí se generaron muchos mecanismos para indulgencias, unas mayores que otras, hasta llegar a algunas indulgencias “plenarias” (¿qué plenitud?). Todas estas prácticas devocionales y catequesis no parecen encontrar mucho fundamento en la vida y enseñanza de Jesús.
¿Cómo reavivar la fe en esta vida, es decir en el sentido de esta vida que se vivirá en plenitud “en la otra vida”? Tal vez por allí va una vieja discusión que viene desde el antiguo testamento y que tenía divididas a las clases sociales en tiempo de Jesús. Leemos hoy el enfrentamiento de Jesús con los saduceos.
 Los saduceos, único lugar donde aparecen en el evangelio de Lucas, constituían un partido aristocrático y conservador, siendo casi todos ellos de la casta sacerdotal, a la que dominaban. Tenían gran influjo y poder en aquella sociedad teocrática. Negaban la vida en el más allá y sobre todo negaban la resurrección. Para mayor comprensión de la discusión de Jesús con los saduceos, hay que observar que este encuentro se realiza en Jerusalén que es el final del largo viaje de Jesús y el lugar del enfrentamiento definitivo que acabará con su vida, pasando por la muerte en cruz a la gloria de la resurrección. Por lo tanto se va a manifestar en plenitud el sentido de su vida que viene a ser el sentido de nuestra vida. Este sentido es digno de fe sólo en la medida que se crea en la resurrección.
El sentido de la vida que nos revela Jesús (¡nos lo revela con su propia vida!) como de la nuestra es el amor compasivo por todos los que sufren, por todas las víctimas del odio, de la violencia, de la marginación y exclusión. El ejercicio de ese amor compasivo no cesa de poner vida donde hay muerte, amor donde hay odio, reconciliación donde hay separación.
Aquel amor que animó la vida de Jesús es el amor que nos santifica y resplandece en santos como San Alberto Hurtado. A poco de morir escribe casi como su testamento:
Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo. "Lo que hiciereis al más pequeñito, a mí me lo hacéis" (Mt 25,40).
El Hogar de Cristo, fiel a su ideal de buscar a los más pobres y abandonados para llenarlos de amor fraterno, ha continuado con sus Hospederías de hombres y mujeres, para que aquellos que no tienen donde acudir, encuentren una mano amiga que los reciba.
El que sigue a Jesús (y al P. Hurtado) en esta práctica de amor fraterno y misericordioso se santifica. Los santos son amigos de Dios. Dios es un Dios de vivos y no de muertos (¡también están “los muertos en vida”!), por eso Dios nunca pierde a sus amigos, éstos están vivos para siempre.


Otros textos de San Alberto:
…cualquiera que de verdad ansíe el bienestar del pueblo, que desee cooperar a preservar de un daño moral y espiritual incalculable las bases de la futura colaboración de los pueblos, estimará que es un deber sagrado y una misión noble no permitir que se pierdan del pensamiento y sentimientos de los hombres, los ideales naturales de la verdad, de la justicia, de la cortesía, de la cooperación en hacer bien, y sobre todo el ideal sobrenatural y sublime del amor fraterno traído al mundo por Jesucristo.
La claridad de visión, de unción, el genio inventivo y el sentido del amor fraterno en todos los hombres justos y honestos, determinarán en que el pensamiento Cristiano logrará mantener y apoyar la gigantesca obra de restauración en la vida social, económica e internacional, mediante un plan que no se halle en conflicto con el contenido religioso y moral de la Civilización Cristiana.

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