30º
Domingo: Lc 18, 9-18: el Fariseo y el Publicano
Es muy conocido ese trocito del
evangelio de Lucas. La maravillosa pluma del evangelista caracteriza
perfectamente a los personajes: un fariseo y un publicano.
En esta pequeña parábola, se nos dan
tres características de los fariseos.
- Son autosuficientes: “se tenían por
justos y despreciaban a los demás”. Se atribuyen a sí mismos el mérito de su
santidad, que consideran fruto de su propio esfuerzo. Cumplen con la Ley,
bastante más allá de lo prescrito. Por eso se sentían muy superiores a todos
los demás.
- Por lo mismo, despreciaban a los demás.
Ellos han alcanzado la santidad mientras los demás siguen hundidos en el fango
de sus pecados: ladrones, injustos y adúlteros. Se entiende que esa postura
choca frontalmente con el mensaje de Jesús: Jesús propone que todos los hombres
se quieran, que supriman barreras y divisiones, incluso que amen hasta a sus
enemigos. ¡Mientras los fariseos excluyen a todos que no son y no piensan como
ellos y que por lo mismo quedan también excluidos del amor de Dios!
- En realidad reducen la relación con
Dios a un intercambio mercantil. Si ellos, por sus propios méritos, han llegado
a ser tan buenos, Dios no tiene más remedio que pagarles por su esfuerzo. Conquistan
a Dios y lo reducen a sus prácticas.
Jesús atacó duramente a los fariseos porque su enorme
influencia sobre la conciencia del pueblo sencillo constituía el obstáculo más
serio para la implantación del evangelio, cuya finalidad era liberar al pueblo
de la opresión de la Ley, reduciendo todos sus innumerables mandatos a dos:
amor a Dios y al prójimo.
En gran contraste con el fariseo está
la humilde figura del publicano.
El publicano es un recaudador de
impuestos, pero un pequeño subalterno, dependiente de un jefe o jerarca de
categoría (¡un subcontratado!). Tenía que ejecutar sus órdenes y cumplir con la
meta o la cuota de dinero a entregarle. Para este trabajo recibía un salario de
subsistencia. Lo que lograba sacar demás, se lo metía al bolsillo y por eso, la
gente los odiaba.
Había publicanos cercanos a Jesús y
nada menos que un discípulo, Mateo. Es conocida también la escena de Zaqueo,
otro famoso publicano. El próximo domingo, veremos ese hermoso relato.
En contraste con el fariseo, la oración
del publicano es de humildad delante de Dios: “¡Dios mío ten piedad de mí que
soy un pecador”. Se reconoce pecador y pone toda su confianza en Dios. Invoca
la misericordia de Dios sobre su vida, suplicando que pueda enmendar el rumbo
de su vida.
Esta oración que agrada a Dios nos
recuerda lo que dice la primera lectura: “La súplica del humilde atraviesa las
nubes”.
El mensaje de la parábola es
sorprendente, pues subvierte el orden establecido por el sistema religioso judío:
hay quien, como el fariseo, cree estar dentro y está fuera, y hay quien se cree
excluido y está dentro.
La parábola proclama que el valor
fundamental del Reino es la misericordia.
La conclusión sorprendería a cualquier
observador imparcial: al recaudador, que en realidad se quedaba con lo
que no era suyo, Dios lo acepta como amigo; en contraste, el fariseo, que se
pasaba en el cumplimiento de la ley, no consigue la amistad con Dios. Y es que
Dios mira al corazón y el fariseo lo tenía de piedra, como las tablas de su
ley. El había excluido el amor de sus relaciones con Dios, con quien negocia, y
de sus relaciones con los demás, a quienes desprecia. El cobrador de impuestos
era consciente de su falta de amor. Pero siente la falta. Por eso Dios lo
rehabilita, le concede su amistad y lo capacita para amar. Y es que sólo el
ansia de amar (que incluye el reconocimiento de que no se ama lo suficiente),
nos puede poner a bien con Dios. Porque el deseo de amar es deseo de Dios. ¡Sólo
el amor es digno de fe!
En una de sus cartas escribe San
Alberto: “Cada vez veo más claro lo que Dios nos pide en esta hora de tanto
dolor en el mundo, es que no nos cansemos de amar a los demás, de alegrar sus
vidas: el mandamiento del amor es el que guarda más actualidad en este mundo de
tantos odios”.
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