jueves, 7 de noviembre de 2013

32º Domingo: Lc 20, 27-38


Domingo 32°: Lc 20, 27-40:
"Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos"

Al decirnos Jesús en el evangelio de hoy que “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivientes”, me pareció atingente la reflexión que viene a continuación.
Siempre me llama la atención la gran devoción y tradición por el culto de los muertos y su gran espacio en nuestras liturgias. La solemnidad de todos los santos es, de hecho, la gran fiesta de los difuntos, como se puede observar cada año cuando se repletan de visitantes nuestros cementerios este mismo día. La Iglesia ha facilitado la asociación al unir la conmemoración de todos los difuntos con todos los santos.
 Mucha gente va ocasionalmente “a misa” por recordar a su difunto, que será mencionado en algún momento de la misa. Y eso pareciera serles lo más importante de la eucaristía. Por supuesto que es significativo tener vivo en nuestro corazón y manifestar el afecto a los seres queridos que nos han dejado. Pero esta expresión de afecto puede reducir, en buena parte, la dimensión de autenticidad de nuestra vivencia religiosa.
Y porque nuestros afectos por nuestros difuntos fácilmente siguen vivos, tal vez por lo mismo, han tenido un importante espacio no sólo en la liturgia sino también en la catequesis tradicional de la Iglesia, al poner fuertemente el acento en el culto y devoción a los difuntos. Hasta hace no mucho tiempo atrás, había que celebrar “las misas gregorianas”, o sea “cancelar treinta misas para el descanso del difunto”. Por supuesto eso podían hacerlo sólo los que tenían los medios para ello. Todos conocemos la costumbre de las “coronas de caridad”.
Además de estar muy internalizado el culto a los muertos, están muy presentes en nuestra catequesis las prácticas devocionales para “no sufrir penas” después de la muerte.  Estas penas que nos habríamos merecido por nuestros pecados, y que “quedarían por allí”, a pesar de haber sido perdonados nuestros pecados en la confesión, se pueden mitigar siempre que se consigan las indulgencias para el efecto. A partir de allí se generaron muchos mecanismos para indulgencias, unas mayores que otras, hasta llegar a algunas indulgencias “plenarias” (¿qué plenitud?). Todas estas prácticas devocionales y catequesis no parecen encontrar mucho fundamento en la vida y enseñanza de Jesús.
¿Cómo reavivar la fe en esta vida, es decir en el sentido de esta vida que se vivirá en plenitud “en la otra vida”? Tal vez por allí va una vieja discusión que viene desde el antiguo testamento y que tenía divididas a las clases sociales en tiempo de Jesús. Leemos hoy el enfrentamiento de Jesús con los saduceos.
 Los saduceos, único lugar donde aparecen en el evangelio de Lucas, constituían un partido aristocrático y conservador, siendo casi todos ellos de la casta sacerdotal, a la que dominaban. Tenían gran influjo y poder en aquella sociedad teocrática. Negaban la vida en el más allá y sobre todo negaban la resurrección. Para mayor comprensión de la discusión de Jesús con los saduceos, hay que observar que este encuentro se realiza en Jerusalén que es el final del largo viaje de Jesús y el lugar del enfrentamiento definitivo que acabará con su vida, pasando por la muerte en cruz a la gloria de la resurrección. Por lo tanto se va a manifestar en plenitud el sentido de su vida que viene a ser el sentido de nuestra vida. Este sentido es digno de fe sólo en la medida que se crea en la resurrección.
El sentido de la vida que nos revela Jesús (¡nos lo revela con su propia vida!) como de la nuestra es el amor compasivo por todos los que sufren, por todas las víctimas del odio, de la violencia, de la marginación y exclusión. El ejercicio de ese amor compasivo no cesa de poner vida donde hay muerte, amor donde hay odio, reconciliación donde hay separación.
Aquel amor que animó la vida de Jesús es el amor que nos santifica y resplandece en santos como San Alberto Hurtado. A poco de morir escribe casi como su testamento:
Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo. "Lo que hiciereis al más pequeñito, a mí me lo hacéis" (Mt 25,40).
El Hogar de Cristo, fiel a su ideal de buscar a los más pobres y abandonados para llenarlos de amor fraterno, ha continuado con sus Hospederías de hombres y mujeres, para que aquellos que no tienen donde acudir, encuentren una mano amiga que los reciba.
El que sigue a Jesús (y al P. Hurtado) en esta práctica de amor fraterno y misericordioso se santifica. Los santos son amigos de Dios. Dios es un Dios de vivos y no de muertos (¡también están “los muertos en vida”!), por eso Dios nunca pierde a sus amigos, éstos están vivos para siempre.


Otros textos de San Alberto:
…cualquiera que de verdad ansíe el bienestar del pueblo, que desee cooperar a preservar de un daño moral y espiritual incalculable las bases de la futura colaboración de los pueblos, estimará que es un deber sagrado y una misión noble no permitir que se pierdan del pensamiento y sentimientos de los hombres, los ideales naturales de la verdad, de la justicia, de la cortesía, de la cooperación en hacer bien, y sobre todo el ideal sobrenatural y sublime del amor fraterno traído al mundo por Jesucristo.
La claridad de visión, de unción, el genio inventivo y el sentido del amor fraterno en todos los hombres justos y honestos, determinarán en que el pensamiento Cristiano logrará mantener y apoyar la gigantesca obra de restauración en la vida social, económica e internacional, mediante un plan que no se halle en conflicto con el contenido religioso y moral de la Civilización Cristiana.

miércoles, 30 de octubre de 2013

31er Domingo: Lc 19, 1-10


31er Domingo: Lc 19, 1-10 : Zaqueo

El domingo pasado, contemplamos la escena del fariseo y del publicano en el templo. El publicano era un modesto recaudador que tenía que llevar la cuota estipulada al jefe de recaudadores. Zaqueo es uno de estos jefes. A pesar de ser muy rico, pertenece al mundo de los pecadores y excluidos. Pesa sobre él el estigma del desprecio de los demás. Lo acentúa Lucas al describirlo como de “baja estatura”.
El lugar del encuentro con Jesús es la ciudad de Jericó. Era una ciudad elegante y residencia de importantes funcionarios del templo. Hay que acordarse del sacerdote y levita que bajaban por este camino al templo de Jerusalén y se encontraron con un herido grave.
Podemos imaginarnos que Zaqueo vivía de manera muy acomodada, en una mansión de un barrio elegante de esa ciudad.
Había oído hablar de Jesús: ese predicador con autoridad tan distinta, que hablaba de Dios llamándolo su Padre, un Dios bien diferente al de los piadosos fariseos. Presentaba a un Dios liberador, cercano a los pobres, a los enfermos, a los pecadores, un Dios lleno de amor misericordioso y, por otro lado, muy severo con los ricos. Para ellos era muy difícil entrar en el reino de Dios, más difícil que a un camello pasar por el ojo de la aguja – la puerta baja y angosta en las murallas de Jerusalén.
¿Será verdad que el dinero no lo es todo en la vida? se preguntaba quizás Zaqueo al enterarse de las novedosas enseñanzas de Jesús. Aquello que predicaba Jesús: que lo más importante es el  Reino de Dios y su justicia y que las demás cosas se darán por añadidura, intrigaba a Zaqueo.
Como era bajo de estatura y una gran muchedumbre rodeaba a Jesús, a pesar de ser un  hombre rico y poderoso, no le importa  hacer el ridículo subiéndose a un árbol, como lo haría un niño, para ver pasar a Jesús.
Con esta descripción pintoresca, el evangelista nos indica el caminar en la fe de Zaqueo. Empezó a prestar atención a Jesús y a su evangelio, cambiando de a poco su mirada del dinero y de la riqueza al evangelio del reino.
Zaqueo se ha dejado tocar por las novedosas enseñanzas del joven rabí llamado Jesús de Nazaret. Ha empezado a quererlo, a dejarse seducir por su mensaje: sus palabras de misericordia han traspasado su corazón. Su corazón ardía por ver y conocer a Jesús.
Ese deseo y esa fe tocan a su vez el corazón de Jesús. Se detiene, mira a Zaqueo arriba en el árbol y lo llama por su nombre: “Zaqueo baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Jesús no lo increpa, exigiendo que pida perdón. Al contrario, tiene un gesto de acogida impensable que provoca airadas reacciones y protestas entre todos los presentes. “Todos murmuraban diciendo: se ha ido a alojar en casa de un pecador”. La alegría de la presencia del Espíritu no les toca: no comparten el mensaje liberador de Jesús. En contraste con ese “todos”, Zaqueo abre su corazón a la gracia y el Espíritu manifiesta inmediatamente su presencia, no sólo por la alegría que lo invade, sino también liberándolo de su avaricia y devolviéndole la libertad. Lucas manifiesta este efecto: Zaqueo se decide a repartir la mitad de sus bienes a los pobres. Pero además, quiere también restablecer la justicia donde la pasó a llevar.
El secreto de Zaqueo está en haber sabido distinguir claramente su malicia objetiva de la que tuvo consciencia y la benevolencia – mucho más objetiva aun – de Jesús, quién le hizo percibir su amor no a pesar de sus faltas sino a causa de su pecado. Convertirse no significa cambiar de vida de manera voluntarista, sino dejarse tocar y encontrar por Jesús quién desea ser el huésped de nuestro corazón. “Señor, Tú te compadeces de todos, porque todo lo puedes, y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se conviertan” (1ª lectura). Sólo en la medida en que acogemos “la salvación en nuestra casa”, el Señor “llevará a termino entre nosotros, con su poder, todo buen propósito y toda acción inspirada en la fe” (2ª lectura).
La fe que comparte con los pobres y busca restablecer la justicia es auténtica salvación.
Tal vez como la joroba del camello que le impedía pasar por la puerta de la aguja, llevamos a cuestas la joroba del apego al dinero que nos dificulta acoger a los pobres y al reino de Dios con su justicia.



jueves, 24 de octubre de 2013

30º Domingo ordinario: Lc 35-38


30º Domingo: Lc 18, 9-18: el Fariseo y el Publicano

Es muy conocido ese trocito del evangelio de Lucas. La maravillosa pluma del evangelista caracteriza perfectamente a los personajes: un fariseo y un publicano.
En esta pequeña parábola, se nos dan tres características de los fariseos.
- Son autosuficientes: “se tenían por justos y despreciaban a los demás”. Se atribuyen a sí mismos el mérito de su santidad, que consideran fruto de su propio esfuerzo. Cumplen con la Ley, bastante más allá de lo prescrito. Por eso se sentían muy superiores a todos los demás.
- Por lo mismo, despreciaban a los demás. Ellos han alcanzado la santidad mientras los demás siguen hundidos en el fango de sus pecados: ladrones, injustos y adúlteros. Se entiende que esa postura choca frontalmente con el mensaje de Jesús: Jesús propone que todos los hombres se quieran, que supriman barreras y divisiones, incluso que amen hasta a sus enemigos. ¡Mientras los fariseos excluyen a todos que no son y no piensan como ellos y que por lo mismo quedan también excluidos del amor de Dios!
- En realidad reducen la relación con Dios a un intercambio mercantil. Si ellos, por sus propios méritos, han llegado a ser tan buenos, Dios no tiene más remedio que pagarles por su esfuerzo. Conquistan a Dios y lo reducen a sus prácticas.

 Jesús atacó duramente a los fariseos porque su enorme influencia sobre la conciencia del pueblo sencillo constituía el obstáculo más serio para la implantación del evangelio, cuya finalidad era liberar al pueblo de la opresión de la Ley, reduciendo todos sus innumerables mandatos a dos: amor a Dios y al prójimo.

En gran contraste con el fariseo está la humilde figura del publicano.
El publicano es un recaudador de impuestos, pero un pequeño subalterno, dependiente de un jefe o jerarca de categoría (¡un subcontratado!). Tenía que ejecutar sus órdenes y cumplir con la meta o la cuota de dinero a entregarle. Para este trabajo recibía un salario de subsistencia. Lo que lograba sacar demás, se lo metía al bolsillo y por eso, la gente los odiaba.
Había publicanos cercanos a Jesús y nada menos que un discípulo, Mateo. Es conocida también la escena de Zaqueo, otro famoso publicano. El próximo domingo, veremos ese hermoso relato.

En contraste con el fariseo, la oración del publicano es de humildad delante de Dios: “¡Dios mío ten piedad de mí que soy un pecador”. Se reconoce pecador y pone toda su confianza en Dios. Invoca la misericordia de Dios sobre su vida, suplicando que pueda enmendar el rumbo de su vida.
Esta oración que agrada a Dios nos recuerda lo que dice la primera lectura: “La súplica del humilde atraviesa las nubes”.
El mensaje de la parábola es sorprendente, pues subvierte el orden establecido por el sistema religioso judío: hay quien, como el fariseo, cree estar dentro y está fuera, y hay quien se cree excluido y está dentro.
La parábola proclama que el valor fundamental del Reino es la misericordia.
La conclusión sorprendería a cualquier observador imparcial: al recaudador, que en realidad se quedaba con lo que no era suyo, Dios lo acepta como amigo; en contraste, el fariseo, que se pasaba en el cumplimiento de la ley, no consigue la amistad con Dios. Y es que Dios mira al corazón y el fariseo lo tenía de piedra, como las tablas de su ley. El había excluido el amor de sus relaciones con Dios, con quien negocia, y de sus relaciones con los demás, a quienes desprecia. El cobrador de impuestos era consciente de su falta de amor. Pero siente la falta. Por eso Dios lo rehabilita, le concede su amistad y lo capacita para amar. Y es que sólo el ansia de amar (que incluye el reconocimiento de que no se ama lo suficiente), nos puede poner a bien con Dios. Porque el deseo de amar es deseo de Dios. ¡Sólo el amor es digno de fe!

En una de sus cartas escribe San Alberto: “Cada vez veo más claro lo que Dios nos pide en esta hora de tanto dolor en el mundo, es que no nos cansemos de amar a los demás, de alegrar sus vidas: el mandamiento del amor es el que guarda más actualidad en este mundo de tantos odios”.

jueves, 17 de octubre de 2013

29º Domingo ordinario: Lc 18, 1-8


29º Domingo: Lc 18, 1-8

Orar no cambia al mundo: cambia al hombre y el hombre cambia al mundo (Albert Einstein)
En uno de sus comentarios al salmo 38, San Agustín habla de “orar sin cesar, “orar siempre”. Escribe: hace falta siempre estar de rodillas, tirarse al suelo o levantar las manos, porque dice “oren siempre”. Si llamamos orar sólo eso, por supuesto no se puede siempre. Hay otra oración, interior y que no conoce fin, es el deseo. Su deseo es su oración y cuando no cesa el deseo, entonces se ora siempre.
Pero ¿cuál es ese deseo que hay que cultivar siempre en el corazón?
Hemos escuchado la parábola del juez y la viuda y la respuesta de Dios.

El impacto de la parábola proviene, no de la explotación de la viuda, pues eso era lo común, sino de su público y persistente grito por la justicia. Una mujer, viuda, sin derechos, está exigiendo sus derechos, públicamente y compareciendo continuamente, levantando un notorio alboroto y enfrentando sola y abiertamente al juez (es una situación inimaginable y que sólo una parábola podía reproducir). No sabemos exactamente lo que reclama pero litiga con un adversario varón, tal vez por una situación de herencia, la parte con la que se quedaba después de la muerte del marido. La situación de la mujer podría ser de vida o muerte; se enfrenta a la pobreza y al hambre si sus derechos no son respetados.

 Aquí la viuda, como prototipo del pobre carente de todo derecho, es ejemplo de esta tenacidad y persistencia ante Dios. Debemos por lo tanto aprender de los pobres a rezar con tenacidad. En la Iglesia de Lucas es el pobre el modelo de la oración y de la relación con Dios en general.

¿Qué significa que la oración sea escuchada por Dios?
En el texto se repite cuatro veces la expresión: 'hacer justicia'. En toda la Biblia la 'justicia' no se refiere a cuestiones de leyes o a asuntos de tribunales de justicia, a cuestiones de derechos y deberes. Hacer justicia fundamentalmente es liberar, y designa la actividad más propia y característica de Dios. Dios hace justicia al pobre cuando lo libera de su pobreza y opresión.
En la parábola  aparece un juez, pero la interpretación de la parábola supera ampliamente el contexto de un tribunal. Juez es aquí una autoridad genérica que arregla asuntos sociales en una ciudad. La parábola muestra un juez corrupto, que no teme a Dios y ni respeta a las personas. Esta realidad era trágica especialmente para los pobres. Dios no es presentado como un juez justo, sino como uno que 'hace justicia' lo que sobrepasa la realidad de un tribunal.
Dios hace justicia a sus elegidos cuando claman a él día y noche. Desde el Éxodo, Yahvé se define como el Dios que escucha el clamor de los oprimidos y decide liberarlos. Cuando los pobres claman, Dios hace justicia pronto.
Sin embargo la realidad de cada día revela que esa prontitud sufre demora y postergación. La Iglesia de Lucas constataba que las situaciones de dolor y sufrimiento perduraban aun con la oración persistente de la comunidad.
Comprobamos a diario las grandes injusticias y sufrimientos en nuestro mundo. El Dios de Jesús no es el Dios omnipotente del Antiguo Testamento que liberó “con mano fuerte y brazo extendido” a su pueblo de la esclavitud de Egipto. No, bien al revés: es el Dios encarnado en los dolientes y sufrientes. ¡Que no nos desesperen esas grandes injusticias en el mundo! Jesús nos invita a hacernos presentes donde El se hizo presente.
Por eso la pregunta del último versículo: “cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” es una interpelación a nuestra fe. ¿Vivimos la fe en rezos y oraciones meramente para “nuestras” intenciones para que Dios cumpla lo que le pedimos con nuestra mirada humana? Por cierto es legítimo y bueno pedir por nuestras necesidades. Pero el evangelio de Jesús nos invita a entrar en su mirada al ponernos el ejemplo de esa pobre viuda. ¿Nos atrevemos a pedir como la viuda, con insistencia, denunciando las injusticias? Porque una manera de cómo Dios revela su justicia es a través de hombres y mujeres que están dispuestos a jurgarsela por la paz y la justicia en nuestro mundo. Valorar toda vida humana y sobre todo de los excluídos para  “brindarle un hogar” al Cristo pobre y sufriente que vive en ellos.
Hacer justicia a los pobres es la gran misión que recibió la Iglesia. Nos lo recuerda a menudo el Papa Francisco buscando poner a la Iglesia en la senda del Jesús de los evangelios.

jueves, 10 de octubre de 2013

28º Domingo ordinario: Lc 17, 11-19


28º Domingo: Lc 17, 11-19

Lucas gusta de presentar la vida cristiana y el movimiento de Jesús como un camino. Y no es un camino cualquiera, sino un camino hacia Jerusalén, donde Jesús enfrentará su Pascua: en el paso de su muerte – resurrección vivirá el retorno a su Padre.
Y esta es la misión de Jesús: invitarnos a entrar con El en este mismo camino que lleva al Padre, único camino que nos humaniza y nos libera.

 En el evangelio de hoy, de los 10 curados de la lepra, sólo uno entra en el camino de Jesús: “levántate y vete, tu fe te ha salvado”. “Levántate” usa el mismo verbo que para la resurrección de Jesús y “vete” es el mismo movimiento aplicado a Jesús de camino a Jerusalén.
¡Nuevamente un samaritano – enemigo de los judíos – es el salvado! Un samaritano, agradecido de su curación, se pone en al camino del seguimiento de Jesús.

Sin embargo, son 10 los curados de su enfermedad, la lepra, que en tiempo de Jesús, cubría un amplio espectro de enfermedades infecciosas a la piel. “Diez” en lenguaje bíblico tiene un sentido de plenitud (en Génesis, en el relato de la creación Dios habla 10 veces antes de que termine su obra; también están las diez palabras de Dios que llamamos los diez mandamientos; para celebrar la liturgia un día sábado, se requiere un mínimo de 10 fieles etc.). Los diez curados de su enfermedad pueden representar a todos los hombres amados incondicionalmente por Dios sin distinción de raza, cultura o religión. Dios ama a cada persona entrañablemente y de modo único y total, porque cada ser humano es su creación.

Pero también los 10 sufren una grave enfermedad. Viven una vida inhumana. Los leprosos vivían a distancia, fuera de las aldeas y de los pueblos, para no contagiar. Al acercarse, tenían que emitir ruido con una carraca para señalar su presencia. Eran como muertos en vida. Jesús deja que se le acerquen y oye su clamor: ¡Señor, ten piedad de nosotros! Jesús los mira – lo lógico era alejarse – porque en Jesús es Dios que mira la miseria de su pueblo y no lo puede soportar.

En Jesús, Dios actúa y quiere salvar. A la orden de Jesús, obedecen y “en el camino quedaron purificados”. Es de suponer que cumplieron entonces con las prescripciones rituales, presentándose a los sacerdotes en el templo para comprobar su curación, alabando agradecidos a Dios (Levítico 14, 1-32). El samaritano no puede acompañar porque no está permitido que entre al templo: por su condición de enemigo, está excluido. Sin embargo, también alaba al Señor echándose a los pies de Jesús en un gesto de adoración. Alaba y encuentra a Dios que salva, no en el templo, sino en Jesús.

Una vez más, Lucas muestra sutilmente que el Dios que hay que adorar y que salva, no está más en el templo sino en Jesús. No salva la observancia de la Ley ni el cumplimiento de las prescripciones rituales, sino la fe en Jesús.
En el documento de “Aparecida”, nuestros obispos señalan: “No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados…A todos nos toca recomenzar desde Cristo(N° 12)”.

Y podemos agregar con este evangelio: desde un Dios que no excluye a nadie. Dios toma en su amor hasta los más marginados de la sociedad como eran los leprosos para darles vida nueva.

Dios se identifica con ellos cuando en el mismo Jesús se hace uno de ellos: en su pasión sufre  la exclusión radical y el abandono total al morir en la cruz. Pero Dios lo resucitó. Queda para siempre la buena nueva: al amor es más fuerte. ¡El amor vence la exclusión y le gana a la misma muerte!

Hoy, como en tiempos de Jesús, también hay numerosos excluidos y marginados. Los adultos y los jóvenes que vagan por nuestras calles. Los enfermos en hospitales que nadie visita. Los adultos mayores que vienen a ser un estorbo (y que en países desarrollados se suaviza su muerte con la eutanasia). Los que caen en el consumo de las drogas y son apartados de su medio social. Las mujeres víctimas de violencia intrafamiliar y que no pueden hacer valer sus derechos. Los que no pueden encontrar un trabajo porque no califican por su edad, por su condición social. La lista que sigue es larga.
A ejemplo de Jesús, podemos acercarnos a todos ellos. Y la práctica de nuestro amor misericordioso puede devolverles su dignidad de ser humano, de personas que se sienten queridas y amadas, para que se levanten y se pongan a caminar descubriendo la fe por el amor solidario.

viernes, 4 de octubre de 2013

27º Domingo ordinario: Lc 17, 3b-10


27º Domingo: Lc 17, 3b-10

En la primera lectura del profeta Habacuc, escuchamos el grito del judío piadoso: ¿Hasta cuando, Señor, pediré auxilio sin que Tú escuches, clamaré hacia ti: “violencia”, sin que Tú salves? Ese hombre experimentaba dolor, violencia, iniquidad, opresión, saqueo, discordia.

Hoy, casi en forma instantánea, experimentamos muchísimo más el grito de aquel hombre piadoso. En efecto  los medios de comunicación modernos nos ponen en interacción con los dramas del mundo entero: las muertes por uso de armas químicas en Siria, las decenas de muertes a diario por violencia y odio en Iraq etc.
Alrededor de nosotros y quizás incluso en nuestra propia familia, experimentamos grandes dolores o sufrimientos: una enfermedad incurable, el repentino fallecimiento de una persona indispensable, una dolorosa separación de pareja: tantas situaciones desde donde se grita al Señor          ¿hasta cuando?  Clamando por ayuda, alivio y por más fe.

El profeta Habacuc muestra a un justo que no entiende el silencio de Dios ante la injusticia y la violencia humana causadas por pecadores. Dios le invita a una nueva visión: una visión de fe y esperanza en el momento fijado: “el que no tiene el alma recta, sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad”.

 Ese momento, ese día ha llegado ya en Jesús que ha tenido que cargar en la cruz con la injusticia humana muriendo víctima de ella, pero revelando al mismo tiempo que sólo el amor pondrá remedio a los males del mundo.
Jesús resucitado actúa en su Espíritu, que “no es  un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad” (2ª lectura).
La fe en Jesús es vivir “con la ayuda de este Espíritu que habita en nosotros” y que invita a actuar con amor y buen juicio para ser sus testigos en nuestro mundo.

“Tener fe como un grano de mostaza” (semilla pequeñísima) es vivir según el evangelio y el camino de Jesús de dónde viene la fuerza necesaria para cambiar las injusticias o cargar con los dolores propios y de nuestros hermanos para apuntar hacia un horizonte de vida, de resurrección.

Aquí está siempre la tremenda paradoja del evangelio que descoloca. ¿Cómo puede ser el camino de Jesús un camino de liberación y, en realidad, el único camino de liberación? Aun en ambiente cristiano, a veces es poco creíble que el camino del evangelio y de Jesús sea el único camino de liberación.
El Papa Francisco se ha ido desprendiendo de todos los signos y símbolos de poder de los Papa, remanentes de los antiguos signos de poder de los emperadores. Se pone en el nivel de un “tú a tú” con los que sufren. Ha ido a visitar a los refugiados africanos en la isla de Lampedusa; ha estado con los refugiados de todo el mundo en el centro de acogida para refugiados de los jesuitas en Roma. Ha querido acompañar brevemente a los desempleados de Cerdeña. Su presencia y sus gestos comunican fe y esperanza para los sufridos  y excluídos de este mundo. Nos muestra el camino de Jesús y del Evangelio: el camino de la fe que la Iglesia está llamada a recorrer. Este viernes al visitar la tumba de San Francisco en Asís, nos dijo: “Mi visita es, sobre todo una peregrinación de amor, para rezar sobre la tumba de un hombre que se desnudó de sí mismo y se revistió de Cristo y que, según el ejemplo de Cristo, amó a todos, sobre todo a los más débiles y abandonados, y amó con estupor y sencillez la creación de Dios...”

Jesús se daba cuenta que las relaciones entre los hombres se estructuran según esquemas de poder y de dominación: “Los reyes de las naciones las dominan y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Pero ustedes nada de eso; al contrario, el más grande entre ustedes iguálese al más joven y el que dirige al que sirve”. ¿Quiénes se sienten desafiados hoy por esta orientación evangélica? ¿Puede alguien “sentirse bien” si está sin seguridades, sin poder como Jesús?
Según el evangelio sólo tendría fe, él que se adhiere a las enseñanzas y al modo de ser de Jesús.
El evangelio no habla de la fe en las mandas, en las novenas, o de nuestras muchas formas de creencia o devociones, no anuncia indulgencias plenarias etc. Por supuesto que todas estas prácticas y observancias pueden ayudar y nos pueden acercar a “Jesús de Nazareth”, pero tal vez no debieran ser el acento de las catequesis, como a veces ocurre.
Por momentos  puede ser bueno  reconocer que somos “siervos inútiles”, pues no andamos en el sistema de la fe, sino en el del cumplimiento de las obras de la ley, como los fariseos, que, al final, de su trabajo tienen que considerarse “siervos inútiles”, pero no “hijos de Dios” que es a lo que estamos convidados a ser, como ciudadanos libres y felices del reino, dispuestos para “en todo amar y servir”.

jueves, 26 de septiembre de 2013

26º Domingo ordinario: Lc 16, 19-31


Domingo 26º: Lc 16, 19-31
Parábola del “rico Epulón y Lázaro”

Dos hombres remarcables han dejado una profunda huella en el alma de Chile en el siglo pasado: San Alberto Hurtado y el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Ambos han sido “profetas de la Justicia”. Adjunto un precioso texto redactado en el ocaso de la vida del Cardenal: “mi sueño para Chile”. Sintetiza admirablemente su pensamiento, su vida y sus grandes líneas como pastor de la Iglesia de Santiago. Es absolutamente actual e, incluso, como comentario al evangelio de este domingo.

La liturgia de la palabra trata, en el fondo, el tema de la justicia social. Sabemos que San Alberto Hurtado fue un gran precursor en la Iglesia de Chile de aquello tan profundo que nos recuerda este domingo la palabra de Dios. Se puede volver a leer el capítulo 5 de su libro:”Humanismo Social”. ¡Qué mejor comentario a la primera lectura de Amos 6, 1ª. 4-7 que estas vibrantes páginas salidas de la pluma de San Alberto Hurtado!
En el evangelio de hoy, tenemos a dos personajes: un rico y un pobre; como en otras parábolas hay dos personajes: el padre y el hijo mayor, el fariseo y el publicano, los hijos y la viña, y por lo tanto confrontan dos actitudes o dos personajes. Contrasta fuertemente la vida de uno y de otro. El rico lo pasa bien, festejando. El pobre, (y aquí un detalle insólito: lleva nombre, se llama Lázaro, abreviación de Eleazar que significa: “Dios le ayuda”) lo pasa muy mal. La referencia a los perros que se le acercaban a lamerle sus llagas ya es repugnante para nosotros hoy. Lo era aun mucho más para los oyentes de Jesús, pues además de la extrema pobreza se agrega la connotación de impureza y de paria. Hoy lo llamamos más suavemente “un excluido social”. Pero a unos y otros les espera el mismo final: la muerte. Sin embargo, acá se empieza a remarcar el contraste expresado entre “ser llevado por los ángeles al seno de Abrahán” y simplemente ser “sepultado”. La diferencia de atención entre uno y otro es evidente. Los papeles se han invertido: el pobre vivió el tránsito a pasarlo bien para siempre en el seno de Abrahán; el rico está “en el infierno” donde lo pasará mal para siempre. El rico parece entender el por qué de su situación, e incluso pretende alertar a sus hermanos para evitarlo, aunque Abraham se lo especifica: “recibiste bienes, Lázaro males”. Esto nos ubica en el contexto de las bienaventuranzas de Lucas: la inversión de la situación presente es lo que se espera para el final. «Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios... Pero ¡ay de ustedes, los ricos!, porque ya han recibido su consuelo» (Lc 6,20.24). En un contexto donde Lucas quiere alertar a los ricos sobre su suerte (“háganse amigos con el dinero injusto”, 16,9), sobre la posibilidad de ser recibidos en las moradas eternas, la parábola quiere indicar que sólo compartiendo sus bienes, como ya lo indicaba la Ley y los profetas, será posible participar del gozo eterno. Sólo buscando activamente que los pobres de la tierra, los “Lázaros” de este mundo, la pasen bien en sus vidas, podrán participar de los gozos eternos. En este sentido Lucas es, propiamente, un “Evangelio de los ricos”: les comunica la buena noticia que se pueden salvar -cosa que parecía imposible (ver Mc 10,23-27)- si comparten sus bienes con sus hermanos, si saben descubrir en los despreciados y ulcerosos de la tierra a verdaderos hermanos.

MI SUEÑO DE CHILE

Me preguntan por el país que sueño o que deseo. Y debo decir que mi deseo es que en Chile el hombre y la mujer sean respetados. El ser humano es lo más hermoso que Dios ha hecho. El ser humano es “imagen y semejanza” de la belleza y de la bondad de Dios. Quiero que en mi patria desde que un ser humano es concebido en el vientre de una mujer, hasta que llega a la ancianidad sea respetado y valorado. De cualquier condición social, de cualquier pensamiento político, de cualquier credo religioso, todos merecen nuestro respeto.

Quiero en mi país todos vivan con dignidad. La lucha contra la miseria es una tarea de la cual nadie puede sentirse excluido. Quiero que en Chile no haya más miseria para los pobres. Que cada niño tenga una escuela donde estudiar. Que los enfermos puedan acceder fácilmente a la salud. Que cada jefe de hogar tenga un trabajo estable y que le permita alimentar a su familia. Y que cada familia pueda habitar en una casa digna donde pueda reunirse a comer, a jugar y a amarse entrañablemente.

Quiero un país donde reine la solidaridad. Muchas veces ante las distintas catástrofes que el país ha debido enfrentar, se ha demostrado la generosidad y la nobleza de nuestro pueblo. No es necesario que los terremotos solamente vengan a unir a los chilenos. Creo que quienes poseen más riquezas deben apoyar y ayudar a quienes menos poseen. Creo que los más fuertes no pueden desentenderse de los más débiles. Y que los más sabios deben responsabilizarse de los que permanecen en la ignorancia. La solidaridad es un imperativo urgente para nosotros. Chile debe desterrar los egoísmos y ambiciones para convertirse en una patria solidaria.

Quiero un país donde se pueda vivir el amor. ¡Esto es fundamental! Nada sacamos con mejorar los índices económicos o con levantar grandes industrias y edificios, si no crecemos en nuestra capacidad de amar. Los jóvenes no nos perdonarían esa falta. Pido y ruego que se escuche a los jóvenes y se les responda como ellos se merecen. La juventud es nuestra fuerza más hermosa. Ellos tienen el derecho a ser amados. Y tienen la responsabilidad de aprender a amar de un modo limpio y abierto. Pido y ruego que la sociedad entera ponga su atención en los jóvenes, pero de un modo especial, eso se lo pido y ruego a las familias ¡No abandonen a los jóvenes! ¡Escúchenlos, miren sus virtudes antes que sus defectos, muéstrenles con sus testimonios un estilo de vivir entusiasmante!

Y por último, quiero para mi patria lo más sagrado que yo pueda decir: que vuelva su mirada hacia el Señor. Un país fraterno sólo es posible cuando se reconoce la paternidad bondadosa de nuestro Dios. He dedicado mi vida a esa tarea: que los hombres y mujeres de mi tierra conozcan al Dios vivo y verdadero, que se dejen amar por El y que lo amen con todo el corazón. Quiero que mi patria escuche la Buena Noticia del evangelio de Jesucristo, que  tanto consuelo y esperanza trae para todos. Este es mi sueño para Chile y creo que con la ayuda de María, ese sueño es posible convertirlo en realidad.

RAÚL CARDENAL SILVA HENRÍQUEZ
Santiago, 19 de Noviembre de 1991

miércoles, 18 de septiembre de 2013

25º Domingo ordinario: Lc 16, 1-13


25º Domingo: Lc 16, 1-13

“No pueden servir a Dios y al Dinero”. Estas palabras de Jesús no pueden ser olvidadas en estos momentos por quienes nos sentimos sus seguidores, pues encierran la advertencia más grave que ha dejado Jesús a la Humanidad.
 El Dinero, convertido en ídolo absoluto, es el gran enemigo para construir ese mundo más justo y fraterno, querido por Dios.


Desgraciadamente, la Riqueza se ha convertido en nuestro mundo globalizado en un ídolo de inmenso poder que, para subsistir, exige cada vez más víctimas y deshumaniza y empobrece cada vez más la historia humana. En estos momentos nos encontramos atrapados por una crisis generada en gran parte por el ansia de acumular.


Prácticamente, todo se organiza, se mueve y dinamiza desde esa lógica: buscar más productividad, más consumo, más bienestar, más energía, más poder sobre los demás... Esta lógica es imperialista. Si no la detenemos, puede poner en peligro al ser humano y al mismo Planeta.


Tal vez, lo primero es tomar conciencia de lo que está pasando. Esta no es solo una crisis económica. Es una crisis social y humana. En estos momentos tenemos ya datos suficientes en nuestro entorno y en el horizonte del mundo para percibir el drama humano en el que vivimos inmersos.


Cada vez es más patente ver que un sistema que conduce a una minoría de ricos a acumular cada vez más poder, abandonando en el hambre y la miseria a millones de seres humanos, es una insensatez insoportable. Inútil mirar a otra parte.


Ya ni las sociedades más progresistas son capaces de asegurar un trabajo digno a millones de ciudadanos. ¿Qué progreso es este que, lanzándonos a todos hacia el bienestar, deja a tantas familias sin recursos para vivir con dignidad?


La crisis está arruinando el sistema democrático. Presionados por las exigencias del Dinero, los gobernantes no pueden atender a las verdaderas necesidades de sus pueblos. ¿Qué es la política si ya no está al servicio del bien común?


La disminución de los gastos sociales en los diversos campos y la privatización interesada e indigna de servicios públicos como la sanidad seguirán golpeando a los más indefensos generando cada vez más exclusión, desigualdad vergonzosa y fractura social.


Los seguidores de Jesús no podemos vivir encerrados en una religión aislada de este drama humano. Las comunidades cristianas pueden ser en estos momentos un espacio de concienciación, discernimiento y compromiso. Nos hemos de ayudar a vivir con lucidez y responsabilidad. La crisis nos puede hacer más humanos y más cristianos.(J.A. Pagola)

sábado, 14 de septiembre de 2013

24º Domingo ordinario: Lc 15, 1-32


24º Domingo: Lc 15, 1 -32
Jesús buscaba sin duda la «conversión» de todo el pueblo de Israel. Nadie lo dudaba. Entonces, ¿por qué perdía el tiempo acogiendo a prostitutas y recaudadores, gente al fin y al cabo indeseable y pecadora? ¿Por qué se despreocupaba de los que vivían en el marco de la Alianza y se dedicaba tanto a un pequeño grupo de perdidos y perdidas?

Jesús respondió con varias parábolas. Quería meter en el corazón de todos algo que llevaba muy dentro. Los «perdidos» le pertenecen a Dios. Él los busca apasionadamente y, cuando los recupera, su alegría es incontenible. Todos tendríamos que alegrarnos con él.

En una de las parábolas habla de un «pastor insensato» que ha perdido una oveja. Aunque está perdida, aquella oveja es suya. Por eso, no duda en salir a buscarla, abandonando en «el campo» al resto del rebaño. Cuando la encuentra, su alegría es indescriptible. «La carga sobre los hombros», en un gesto de ternura y cariño, y se la lleva a casa. Al llegar, invita a sus amigos a compartir su alegría. Todos le entenderán: «He encontrado la oveja que se me había perdido».

La gente no se lo podía creer. ¿No es una locura arriesgar así la suerte de todo el rebaño? ¿Acaso una oveja vale más que las noventa y nueve? ¿Puede este pastor insensato ser metáfora de Dios? ¿Será verdad que Dios no rechaza a los «perdidos», sino que los busca apasionadamente? ¿Será cierto que el Padre no da a nadie por perdido?

La parábola explica muy bien por qué Jesús busca el encuentro con pecadores y prostitutas. Su actuación con las «ovejas perdidas» de Israel hace pensar. ¿Dónde se mueven hoy los pastores llamados a actuar como Jesús? ¿Dentro del redil o junto a las ovejas alejadas? ¿Cuántos se dedican a escuchar a los «perdidos», ofrecerles la amistad de Dios y acompañarlos en su posible retorno al Padre?

Nosotros somos más «sensatos» que Jesús. Para nosotros, lo primero es cuidar y defender a los cristianos. Luego, gritar desde lejos a toda esa gente perdida que vive al margen de la moral que predicamos. Pero entonces, ¿cómo podrán creer que Dios no los está condenando desde lejos sino buscando desde cerca?
No quería Jesús que la gente de Galilea  sintiera a Dios como un rey, un señor o un juez. Él lo experimentaba como un padre increíblemente bueno. En la parábola del «padre bueno» les hizo ver cómo imaginaba él a Dios.
Dios es como un padre que no piensa en su propia herencia. Respeta las decisiones de sus hijos. No se ofende cuando uno de ellos le da por «muerto» y le pide su parte de la herencia.
Lo ve partir de casa con tristeza, pero nunca lo olvida. Aquel hijo siempre podrá volver a casa sin temor alguno. Cuando un día lo ve venir hambriento y humillado, el padre «se conmueve», pierde el control y corre al encuentro de su hijo.
Se olvida de su dignidad de «señor» de la familia, y lo abraza y besa efusivamente como una madre. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones. Ya ha sufrido bastante. No necesita explicaciones para acogerlo como hijo.
No le impone castigo alguno. No le exige un ritual de purificación. No parece sentir siquiera la necesidad de manifestarle su perdón. No hace falta. Nunca ha dejado de amarlo. Siempre ha buscado su felicidad.
Él mismo se preocupa de que su hijo se sienta de nuevo bien. Le regala el anillo de la casa y el mejor vestido. Ofrece una fiesta a todo el pueblo. Habrá banquete, música y baile. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión falsa que buscaba entre prostitutas paganas.
Así sentía Jesús a Dios y así lo repetiría también hoy a quienes olvidados de él, se sienten lejos o comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Cualquier teología, predicación o catequesis que olvida esta parábola central de Jesús e impide experimentar a Dios como un Padre respetuoso y bueno, que acoge a sus hijos perdidos ofreciéndoles su perdón gratuito e incondicional, no proviene de Jesús ni transmite su Buena Noticia de Dios. (J.A.Pagola)

miércoles, 4 de septiembre de 2013

23er Domingo ordinario: Lc 14, 25-33


23er Domingo : Lc 14, 25-33

 El evangelio de hoy nos pone nuevamente delante de unas fuertes exigencias para seguir a Jesús. En efecto, para ser cristiano, se requiere mucho más que el bautismo, que es la condición y la práctica hoy para ser un cristiano reconocido al menos en derecho, al estar inscrito en un registro.
Ahora bien si se considera que el bautismo es como la “semilla de vida divina”, esa semilla requiere de esmerados cuidados para producir frutos. Eso será la tarea de los padres y de todos los que intervienen en la formación y catequesis del niño.
Por la lectura del evangelio de hoy, se ve que la cosa no era así al comienzo. Se describen condiciones muy duras y prácticamente utópicas para seguir a Jesús.

La primera condición: “cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos  y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”.
Jesús parece poner una condición imposible. Suena muy duro, como algo inhumano.
Mirándolo de más cerca, tal vez no se trata de comparar cariños y amores. Más bien hay que entenderlo a partir del proyecto de Jesús: la venida del Reino en medio de nosotros. Eso es lo central del Evangelio como es lo central en la oración que Jesús nos enseñó: el Padre nuestro.  Si el afecto a la familia y a nuestros seres queridos impidiera la venida del Reino, entonces no se estaría en la línea del evangelio. Si solamente me importan los míos y mi vida, desligándome de la misión cristiana de construir un mundo con más justicia, más conforme al proyecto de Jesús, entonces dejo de ser discípulo de Jesús. Seré un cristiano de nombre pero no de verdad.

La segunda condición: “El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.
A veces se ha entendido esta condición en un sentido muy pasivo. Aguantar y sufrir lo que se me viene encima: los múltiples problemas que va presentando  la vida, o problemas de salud, de relaciones humanas, etc.
Antiguamente se asociaba también a hacer sacrificios, a mortificarse: de allí las prácticas de severas penitencias, de mandas.
En el contexto del evangelio y de la vida de Jesús, la cruz es la máxima expresión de fidelidad de Jesús a su proyecto, a lo que el Padre quiso que entregara. Tal como Jesús sufrió la persecución y hasta la muerte en cruz por ser consecuente con su proyecto, también al discípulo de Jesús le tocará la oposición, el rechazo y la persecución si retoma ese proyecto.
Hay que hacerlo con discernimiento y calibrando sus fuerzas, no comprometiéndose a más de lo que se pueda cumplir. Es el significado de los dos ejemplos que se agregan. La construcción de la torre exige hacer una buena planificación para calcular los materiales de que se disponen. O si se va ir a una batalla, hay que contar con las fuerzas suficientes para enfrentar al adversario. Aquí no se trata tanto de prudencia o de cálculo humano, sino de poder testimoniar y sostener el testimonio por el Reino.

La tercera condición parece ser la más drástica: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”.
¿Cómo se puede entender una formulación tan radical?
Es nuevamente una invitación a situarnos delante de las exigencias del Reino. Cuesta convencernos que el Reino tiene que ver con el aquí y ahora, con nuestro mundo de hoy y con las realidades de cada día. Todo sería más simple si estuviera lejos o si fuera algo más bien para la otra vida. Pero no es esa la presentación del Reino que Jesús proclamó.
Igual que en tiempos de Jesús, entre nosotros hay también injusticias. Es posible que el apego a los bienes o a los privilegios que se poseen, constituyen un obstáculo para poner fin a las injusticias. A nivel global, se constata que unos pocos acaparan mucho y grandes masas van quedando con poco. Chile no es una excepción a esa triste tendencia mundial.  Mientras el 10% más acomodado disfruta del  41% del PIB, el 10% más pobre se tiene que conformar con el  1,2 % del PIB.

Según la ética del evangelio, lo propio deja de ser de uno cuando otro lo necesita, entendiéndolo, por supuesto, en primera instancia, a nivel de satisfacción de necesidades básicas y vitales. Porque lo primero siempre es la dignidad del ser humano. Nada ni nadie puede postergar ese derecho inherente a todo ser humano: su dignidad. De allí viene la gran tradición de la práctica de la caridad en la historia de la Iglesia frente a las carencias y a todo lo que disminuye o imposibilita una vida humana digna.
 El agudo sentido social del P. Hurtado le hizo decir con razón que “donde termina la justicia, empieza la caridad”. El sentido social no es otro que el sentido de la dignidad de todo ser humano. Esa dignidad no suele restituirse con una limosna o cualquier acción caritativa puntual. La dignidad se restituye generando condiciones que fomentan el desarrollo de la persona, de sus capacidades, de todo su ser. Esa es precisamente tarea de la justicia.
El evangelio no es una invitación a construir ideologías de corte socialista, o sociedades igualitarias. Es claramente una invitación a desprenderse de si mismo, a abrirse al otro, a fomentar la comunión de personas.
Aceptemos de buena gana la invitación del Papa Francisco a salir de nosotros mismos, a ir a las periferias, a salir de nuestras comodidades, a jugarnos, desde nuestra fe, por un mundo más justo, más conforme al proyecto de Jesús.