21º Domingo : Lc 13, 22-30
El evangelio de hoy plantea la pregunta de quienes y cuantos se salvan,
en el contexto que el lector del evangelio, se supone, ya tiene presente.
Recordándolo brevemente, se puede señalar que el evangelio de Lucas se
construye en torno al viaje de Jesús a Jerusalén donde se entregará al Padre en
la cruz, mientras pasa por pueblos y aldeas, sanando y curando a la gente de
todo tipo de dolencias y enfermedades. El evangelio describe su misión como
liberadora para toda esa gente, devolviéndoles una vida más digna y más humana.
Esa acción- predicación de Jesús se enfrenta con un importante y poderoso grupo
de judíos que tiene otro discurso con otra acción. Son aquellos que se
consideran puros, fieles cumplidores e intérpretes de la Ley. Son quienes pasan
por la puerta ancha de su comodidad, de su exclusividad, de sus privilegios y
ventajas sobre la pobreza del pueblo, las mujeres, los niños, los enfermos, los
extranjeros y los pecadores. Era el grupo que ejercía el poder desde el Templo
y que en el nombre de su concepto de Dios, tiranizaba y cargaba al pueblo con
impuestos, diezmos, castigos y ritos de pureza. Las actuaciones de estos grupos
eran carentes de sentimientos, bondad, solidaridad o compasión hacia sus
semejantes. Se creían superiores y se revestían con túnicas para que todos los
admiraran.
Es en ese contexto que alguien pregunta lo
que seguramente se comentaba (y enseñaba): “Señor, ¿es verdad que son pocos los
que se salvan?”
La respuesta de Jesús no irá a la cantidad
de los que se salvan sino al “cómo” se salvan. Jesús quiere llevar a las
exigencias del Reino y a los requisitos de la salvación.
Una primera respuesta de Jesús, es que no
sirve o en todo caso no basta para salvarse el hecho de pertenecer a
determinado pueblo, a determinada raza o tradición, institución, aunque fuera
el pueblo elegido del que proviene el Salvador: “Hemos comido y bebido contigo
y tú enseñaste en nuestras plazas”. En términos actuales se podría decir que no
basta ser bautizado e ir a la iglesia para ser salvado.
¿Qué es lo que falta? Lo que pone en el
camino de la salvación, pasando por la puerta estrecha, depende de una decisión
personal. Eso es muy propio de la espiritualidad ignaciana: elegir y aprender a
vivir lo que Dios quiere para mí y mi compromiso en el proyecto de Dios en su
hijo Jesús para todos los hombres.
Elegir la puerta estrecha es elegir seguir a
Jesús en su camino a Jerusalén, compartiendo con entusiasmo su
predicación-acción. Es el empeño personal y serio por el reino de Dios.
Leer la palabra de Dios, participar de la
Eucaristía, rezar y practicar devociones es importante pero no suficiente para
salvarse. Porque a la devoción y a la liturgia se debe unir la vida con la
práctica de la justicia y del amor fraterno. Es otro vigoroso mensaje del
evangelio en este mes de la solidaridad. Lo recuerda y refuerza el lema que nos
acompaña e inspira durante este mes: “Cuando ayudas a otro con su cruz, el
corazón vuelve a sentir”.
Ya el profeta Isaías lo señala: “Sus
solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto
más; cuando extienden las manos, cierro los ojos; aunque multipliquen las
plegarias, no las escucharé…. Busquen el derecho, enderecen al oprimido;
defiendan al huérfano, protejan a la viuda. Entonces sus pecados…blanquearán
como nieve.”(1, 14 – 18)
El evangelio de hoy tiene un impresionante
final. Al Reino de Dios son admitidos todos los justos de la tierra, todos los
hombres de buena voluntad, todos los que han luchado consciente o
inconscientemente para construir un mundo según el proyecto de Dios manifestado
por Jesús. Esto significa que el cristianismo se abre a todas las razas, a
todas las culturas, a todas las expresiones sociales y personales sin ninguna
restricción.
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