5° domingo de Pascua: Jn 13,
31-35
“En
esto conocerán que son mis discípulos: si se tienen amor los unos a los
otros" (Jn 13,35). Al decir “discípulos”, Jesús no se refiere a cada uno
individualmente, sino a la comunidad de los que siguen a Jesús y sus enseñanzas,
es decir, a la Iglesia. Jesús, en esta hora suprema en que nos deja Su
Testamento antes de morir, no dice: "Conocerán que son mis discípulos, si
viven pobres o si son obedientes, si han aprendido bien todas mis enseñanzas o
si son capaces de predicar mi Evangelio". Son todas cosas necesarias, pero
no coinciden con la quintaesencia de la Iglesia. Ésta es solamente el amor
fraterno. Por eso, podría definirse a la Iglesia como "la comunidad de los
que se aman como Cristo los ha
amado". Cristo nos ha amado hasta dar su vida para que nosotros tengamos
vida. Cristo nos ha amado hasta hacernos partícipes del mismo amor que existe
entre el Padre y el Hijo. Cristo nos ha amado hasta hacerse esclavo y lavar los
pies a los suyos, para que conociéramos bien que el amor, la autoridad entre
sus discípulos, es fundamentalmente servicio. Si por encima del amor fraterno,
o peor todavía, al margen de él, se ponen otros valores en la vida diaria de la
Iglesia, habrá que concluir que no estamos tocando el corazón de la Iglesia.
Esta
Iglesia, amor y comunión, se realiza históricamente en las pequeñas comunidades
de los orígenes cristianos, por ejemplo, en las comunidades fundadas por Pablo
y Bernabé durante su primer viaje misionero (primera lectura). Esta Iglesia histórica
es reflejo, a la vez que impulso, hacia la Iglesia eterna, morada definitiva y
sin término de Dios entre los hombres (segunda lectura).
En
nuestro complejo mundo globalizado, ¿qué es lo que le da mayor credibilidad a
la Iglesia? Indudablemente es el testimonio de amor fraterno porque es lo que
testimonia quién y cómo es Dios para todos los hombres. Es cierto que la
Iglesia docente es necesaria, insustituible e inseparable de la Iglesia
Caridad, pero a los ojos de los hombres, incluso los cristianos, no es su
rostro más atractivo. También es importantísima la Iglesia que celebra los
sacramentos y un modo muy apto de expresar su amor a sus hijos en diversas
situaciones y circunstancias de la vida, pero tampoco es el rostro que más
seduce a los cristianos, menos todavía a los que no lo son. El verdadero rostro
de la Iglesia nos lo da la Iglesia-Caridad, comunión, la Iglesia que realmente
ama y se dedica a comunicar amor mediante todos y cada uno de sus hijos. Es demás
conocido el hermoso canto: “Donde hay caridad y amor, ahí está Dios”, que se
fundamenta en la hermosa expresión de S. Juan: “Dios es Amor”. También podemos
agregar: “Donde hay amor fraterno, ahí está la Iglesia”. Esa caridad – amor
fraterno - que en Dios tiene su
manantial y en Dios termina su recorrido de amor por las vidas de los hombres.
Dios, alfa y omega de la caridad, entre estos dos extremos del vocabulario
griego, se hallan todas las demás consonantes y vocales con las cuales expresar
de todo corazón nuestro amor al prójimo. No desliguemos jamás la caridad de la
fe, del dogma, de la liturgia, de las instituciones, pero que el rostro más
bello, genuino y verdadero, que cada uno de nosotros ofrezca a la Iglesia, sea
el rostro de la caridad verdadera y del amor sincero.
Por
eso es tan grande la misión que nos dejara San Alberto Hurtado en la Institución
eclesial del “Hogar de Cristo”. Está llamado a ofrecer el rostro acogedor, misericordioso y
tierno del Señor a través de las miles de personas, trabajadores, voluntarios,
socios y simpatizantes que configuramos el rostro del “Hogar de Cristo”. El
Hogar de Cristo es un maravillo regalo a la Iglesia de Chile. ¿No podemos
anhelar que, a futuro, sea también un regalo para América Latina?
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