Quinto Domingo de Cuaresma: Jn 8, 1-11: la Mujer adúltera
Esta hermosa
escena del evangelio de Juan se agregó muy tardíamente al cuarto evangelio: no
tiene el lenguaje ni el estilo típicos de Juan. Más bien se parece al estilo de
Lucas y en la misma onda que vimos el domingo pasado: la parábola del hijo pródigo.
En la presente escena, la misericordia la vemos en Jesús y no en parábola sino
en un encuentro de Jesús con una mujer pillada en flagrante delito de
adulterio.
No es fácil
saber exactamente cual es la trampa que tienden a Jesús los escribas y
fariseos; parece ser ponerlo entre ser fiel a la ley de Moisés, y consentir en
que la adúltera sea apedreada, con lo que su insistencia en la misericordia se
revela “hipócrita”, o insistir en la misericordia con lo que se manifiesta como
infiel a lo mandado por Moisés. A Jesús no van a buscarlo porque confíen en su
buen criterio o porque reconozcan autoridad a su palabra, o porque él pueda
decidir la suerte de la mujer. En realidad, en este drama ni Jesús ni la mujer
son importantes. Ambos son rechazados por los escribas y fariseos. Jesús,
porque buscan atraparlo, la mujer porque es una simple excusa para ese
objetivo. Por eso, porque su palabra en realidad no importa es que el Señor se
inclina para escribir en tierra. Manifiesta su desinterés por la cuestión, como
ellos también la manifiestan.
Tal vez esta escena nos invita a revisar una actitud que surge con
frecuencia espontáneamente en nosotros: somos más prestos a juzgar y a condenar
que a perdonar: ¿cómo no se va a condenar a una adúltera descubierta en
flagrante delito? ¿Cómo no se le va aplicar todo el peso de la ley(mosaica)? ¡Qué
contraste es la actitud de Jesús! Después de un silencio, la escueta palabra de
Jesús desenmascara el “farisaísmo” de sus oponentes, su dureza de corazón, su
inmisericordia.
En este punto, podemos hacer un examen de conciencia.
Juan nos presenta a Jesús al comienzo de su evangelio como “el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), el texto dice bien “el” y no
“los” pecados del mundo. ¿Entonces es uno solo el pecado? Veamos brevemente.
El pecado fundamental o la raíz de todo pecado consiste en oponerse a la
vida que Dios comunica (“Yo soy la vida”), frustrando así su proyecto creador.
El anhelo de vida existe en todo hombre y pertenece a su misma naturaleza: es
lo que llamamos la dignidad de todo ser humano. Cuando se reprime ese deseo de
vida (en mi mismo o en los demás), se comete “el” pecado que siempre es
destructor de humanidad; ese pecado deshumaniza y destruye el proyecto creador –
redentor de Dios. (Léase atentamente en este sentido la muy hermosa primera
lectura de Isaías 43, 16-21: Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando,
¿no se dan cuenta? Sí, pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa…para
dar de beber a mi Pueblo).
Como los escribas y fariseos, podemos quedarnos en pecados puntuales. O
una predicación fácil que estigmatiza el sexo como “el” pecado. ¿Qué pasa con
la envidia, la ambición, la falta de solidaridad, la injusticia, la soberbia y
tantos otros que pueden escapar fácilmente a nuestra lista de pecados?
¿Qué hay del “pecado de omisión” por el que seremos finalmente juzgados?
(Mt 25, 31-46)
¿Cuan fácilmente cerramos los ojos y la puerta del corazón y dañamos la
vida que Dios nos quiere regalar y quiere que crezca y se dé en abundancia en
medio de nosotros? (“Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia”). No se trata de una vida abstracta, lejana o para un más allá. ¡Se
trata de la vida con dignidad humana aquí y ahora y sin demora! El Reino de
Dios es un Reino por la vida y la dignidad de los seres humanos.
Jesús muere por defender incondicionalmente la vida. Es el sentido de su
cuerpo entregado y de su sangre derramada. Nuestra salvación y nuestra redención
– por la vida y la muerte en cruz de Jesús- pasan por jugarnos por la vida y la
dignidad de los seres humanos.
Volvamos al final de la escena de Jesús con la adúltera. Quedan solos
Jesús y la mujer. “Relicti sunt duo, misera et misericordia” (San Agustín en su
comentario a San Juan): sólo quedaron dos: la miserable y la misericordia. Jesús
rechaza al pecado; ama a la pecadora, la libera de la muerte y le devuelve la
dignidad de mujer: de ahora en adelante,
podrá vivir como hija de Dios.
Una vez más el evangelio nos invita a compartir la mirada llena de
misericordia de Jesús: es la actitud que engendra vida para el mundo.
Hagamos nuestra la hermosa oración de la plegaria eucarística V/b: “Danos
entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la
palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos
disponibles ante quien se siento explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor,
sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que
todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.”
Nos alegramos con la elección del nuevo Papa Francisco que nos viene a
renovar en la esperanza. Llama la atención su lema espiscopal: “me miró con
misericordia y me eligió” (en referencia a la vocación de Mateo Mt 9, 9). El Señor
puso su mirada misericordiosa sobre él y lo eligió para conducir hoy a su
Iglesia. ¡Acompañémoslo cariñosamente con nuestras oraciones!
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