Epifanía del Señor: Mt 2, 1-12
El evangelio de Mateo fue escrito para cristianos que habían sido judíos, que podían seguir creyendo que sus privilegios de pueblo elegido seguían vigentes. El evangelista Mateo les enseña que ya no es así, que ya no hay privilegios, o que a todos los seres humanos alcanza lo que era exclusivo para ellos. Y se los enseña por medio de la escena que acabamos de leer: unos magos venidos de Oriente preguntan por el recién nacido rey de los judíos, cuya estrella han visto en el cielo. Cualquier pueblo, cualquier hombre o mujer de buena voluntad, que busque sinceramente el bien, la justicia y la paz, puede verse representado en esos magos orientales que nuestra imaginación cristiana ha dibujado con trazos tan amables. No son las simpáticas figuras del pesebre con sus camellos y dromedarios, con sus nombres exóticos, con el lujo de sus vestiduras y su séquito como de cuentos de hadas. Somos todos los que buscamos la verdad y el amor, los que guiados por ese anhelo, como si fuera una estrella, encontraremos a Jesús, y le podremos ofrecer lo mejor de nosotros mismos, porque reconocemos en Él al mismo Dios hecho humano.
Esto es la Epifanía: la manifestación de Dios, del verdadero y único Dios, a todos los pueblos, a todos los seres humanos; no en la potencia de su soberanía, ni de sus exigencias, sino en la debilidad de un niño humilde en brazos de su madre, apenas protegidos los dos por un humilde carpintero. Claro que se puede asumir otra actitud: la del rey Herodes y la de los grandes sacerdotes y sabios de Jerusalén. El primero teme por su reino de codicia y crueldad, tan bien atestiguado por los historiadores. Los segundos temen por las migajas de privilegios religiosos y políticos que les ha dejado el tirano. En todo caso no están dispuestos a adorar como los magos sino a matar, y algún día lo lograrán. Ante nosotros está la escena de la adoración de los magos venidos de Oriente, guiados por una estrella, escena de luces y de sombras, como acabamos de decir. Nos toca asumir una actitud: la de acogernos al amor indiscriminado de Dios, o la de alzar nuestras ambiciones contra la Epifanía de ese amor.
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