2º domingo ordinario: Jn 1, 35-42
Habiendo concluido el tiempo de Navidad, la liturgia nos orienta este domingo a vivir el encuentro y a atrevernos en el seguimiento de aquel que hemos contemplado inofensivo y vulnerable en un pesebre.
A partir de este maravilloso relato joánico de la vocación de los primeros discípulos, surge el llamado a todos nosotros a dejarnos mirar y seducir por aquel que vino a dar plenitud de sentido a nuestras vidas: “vengan y vean” son los dos verbos centrales en el evangelio de este domingo. El evangelista pone una extraordinaria precisión: “aquel día…eran las cuatro de la tarde”. Se trata del “tercer día” (v.35) en el evangelio: todo creyente sabe que Jesús resucitó “al tercer día” y que “al atardecer de aquel día, apareció a sus discípulos (20, 19). Por lo tanto el “vengan y vean” ya tiene en germen la totalidad del evangelio con la centralidad del misterio pascual.
A los dos primeros discípulos, les bastó vivir un solo día con Jesús para tomar la decisión radical de dejarlo todo y seguirlo a Él, con esa misma ingenuidad que se nos relató la vocación de Samuel en la primera lectura. Andrés quedó tan entusiasmado que busca rápidamente a su hermano Simón para contarle la gran noticia que esperaba todo judío piadoso: “hemos encontrado al Mesías, a Cristo” y lo condujo a Jesús. “Jesús lo miró”. Una mirada que transforma para siempre la vida de Simón. Ya no se llamará Simón, sino Cefas, que significa Pedro.
Todo así de simple, así de ingenuo y así de radical y definitivo: emprendieron junto a Jesús un camino sin retorno y sin saber por donde los iba a llevar y menos cual era el destino final.
Y así surgió la iglesia; en sus comienzos es esa pequeña comunidad de 12 elegidos por Él, para acompañarlo en su misión. No deja de sorprender que hasta el día de hoy, se sigue hablando de Jesús de Nazaret y que millones de personas se inspiran de su mensaje y su manera de proceder. Y es una pregunta que nos sigue ocupando hasta hoy (y lo será siempre): ¿quién era realmente ese Jesús que sigue convocando y hablando al hombre de hoy? ¿Porqué tiene un espacio tan central en la vivencia de nuestra fe?
Es posible que la catequesis que recibimos cuando niños nos acompañe toda la vida; pero a veces quedan imágenes propios de una catequesis infantil pero que vienen a ser impropias para un adulto que busca crecer en su fe y entender aquello que realmente animaba a Jesús de Nazaret.
Los cuatro evangelios nos muestran con meridiana claridad que la fuente espiritual de la que Jesús bebe es aquella profunda unión con Dios a quien Él llama “Abbá”, una expresión aramea tierna que significa algo así como “Papito”. La raíz de esa filiación divina, tan bellamente descrita en el evangelio de Juan, no impide una real y profunda humanidad, con todo lo que eso implica de vulnerabilidad y debilidad. Por lo tanto su profunda unión con Dios y con los hombres forman una unidad perfecta. La tradición (y eso forma parte del “depósito de la fe”) nos enseña que jamás se pueden separar esas dos partes. La historia de la espiritualidad muestra como se termina acentuando un aspecto en detrimento del otro (demasiado “divino” que termina en puras devociones o demasiado “humano” que ve a Jesús como un justiciero social). Por supuesto que aquí hay que ser cautos y saber matizar mucho, evitando “prejuzgar” fácilmente. La vida de la Iglesia está hecha de una gran variedad de espiritualidades y que la adornan cual hermosa variedad de flores multicolores. ¡No sobran! Por supuesto que las hay más o menos adaptadas a nuestros tiempos tan convulsionados. Tratándose de la fe, decimos que la experiencia de fe es lo más grande y hermoso que pueda vivir un ser humano, porque es vivir la experiencia de ser amado incondicionalmente y ser enviado para en todo amar y servir.
No hay que perder de vista a aquellas personas que el buen Papa Juan XXIII empezó a llamar “las personas de buena voluntad”. ¿Cuantas se han inspirado del mensaje y del modelo de vida de Jesús de Nazaret? ¡Son incontables!
No podemos pasar por la vida como personas insulsas, sin ardor y sin pasión. Estamos llamados a vivir desde una pasión. Hombres y mujeres que se comprometen apasionadamente por aquello “único” que vale la pena entregarlo todo (parábola de la perla preciosa o del tesoro escondido). Eso es vivir la vida con vocación y plenitud de sentido.
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