miércoles, 18 de abril de 2012

3 Domingo de Resurrección: Lc 24, 35-48


3er Domingo de Resurrección: Lc 24, 35-48

El evangelista Lucas escribe para cristianos de la segunde generación; ninguna de ellos conoció a Jesús en vida. En eso se parecen a todas las generaciones siguientes. Seguramente oían repetirse el mensaje: “Jesús fue ejecutado, murió pero resucitó; vive y está junto a ustedes”.
 El difícil mensaje  de la resurrección es lo que Lucas ha intentado transmitir a sus lectores, al igual que los otros evangelistas.
La presencia del crucificado -vivo ahora- es extraña y misteriosa. Esto explica que no sea reconocido por sus discípulos a la primera: María Magdalena cree estar hablando con el jardinero (Jn 2,15); los dos de Emaús, sin reconocerlo, caminan largamente con él y le reprochan ser el único forastero que no tiene conocimiento de los trágicos sucesos de Jerusalén (Lc 24,18)... Lo reconocen después de que Jesús les hable, les explique las Sagradas Escrituras, parta el pan o coma con ellos pescado. Partir el pan, comer pescado y leer las Sagradas Escrituras eran los ingredientes de las comidas eucarísticas que la primitiva comunidad celebraba el primer día de la semana, el domingo, día en que tienen lugar las apariciones en los Evangelios.
En términos generales, el relato de Emaüs dice que, donde gente se reúne para leer e interpretar las escrituras, tratando de entender quién era Jesús, lo que dijo, lo que hizo y donde  comparten entre ellos el pan de la eucaristía, allí se puede percibir su presencia de resucitado. Pero no se puede ver, hay que creerlo. Es donde podemos “sentir arder nuestro corazón”.
En la Eucaristía, trágico recuerdo de la muerte, celebración gozosa de la resurrección, compromiso de amor fraterno y entrega mutua, el cristiano descubre cada domingo la presencia del resucitado. Presencia que lo impulsa a gritar por el mundo, sin miedos ni complejos, que ha comenzado ya otro mundo, que es posible ya otra vida, desde ahora, en la que todos los hombres se sienten a la mesa para partir el pan y compartir la existencia.
Pero aun así, con la experiencia de la eucaristía,  el evangelista Lucas se dio cuenta que seguían preguntas acerca de la resurrección. Es cierto que Jesús viene a nosotros cuando nos reunimos en su nombre, pero ¿cómo está presente? No es una presencia como antes de su muerte, tal como lo veían y escuchaban sus discípulos. Repitámoslo: es una presencia extraña y misteriosa.
¿Es como una especie de presencia espiritual en nuestro vivo recuerdo de su ejemplo, de su fuerza? Lucas insiste que no es un espíritu que ven los discípulos. “Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo”. Y Jesús, mostrando sus manos y sus piés, dice: “tóquenme y vean”. El evangelista no agrega que intentaron tocarlo. Y no hubieran podido hacerlo, porque el cuerpo glorioso no es más de este mundo y por lo tanto no se puede tocar. Es cierto que Jesús da otro paso más, cuando “se resistían a creer”, come delante de sus ojos un pedazo de pescado asado y, a continuación, nuevamente refiere a lo que estaba escrito de él en las escrituras. Lucas describe la presencia de Jesús con mucho realismo, pero no es la presencia al modo “cuando todavía estaba con ustedes”. Es definitivamente una presencia nueva y misteriosa.
Al igual que las comunidades primitivas, vivimos esa presencia en nuestras asambleas eucarísticas y cuando nos juntamos en su nombre. También la vivimos cuando tocamos sus heridas en las heridas de nuestros hermanos, cuando animamos y consolamos a los abatidos, cuando somos  portadores de vida y esperanza.
Jesús resucitado nos llama a ser “testigos de todo esto”.






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