miércoles, 26 de diciembre de 2012

Sagrada Familia de Jesús, María y José Lc 2, 41-52


Sagrada Familia de Jesús, María y José  Lc 2, 41-52

UNA FAMILIA DIFERENTE

Entre los católicos se defiende casi instintivamente el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio. ¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús?
La familia, según él, tiene su origen en el misterio del Creador que atrae a la mujer y al varón a ser "una sola carne", compartiendo su vida en una entrega mutua, animada por un amor libre y gratuito. Esto es lo primero y decisivo. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana.
Siguiendo la llamada profunda de su amor, los padres se convierten en fuente de vida nueva. Es su tarea más apasionante. La que puede dar una hondura y un horizonte nuevo a su amor. La que puede consolidar para siempre su obra creadora en el mundo.
Los hijos son un regalo y una responsabilidad. Un reto difícil y una satisfacción incomparable. La actuación de Jesús, defendiendo siempre a los pequeños y abrazando y bendiciendo a los niños, sugiere la actitud básica: cuidar la vida frágil de quienes comienzan su andadura por este mundo. Nadie les podrá ofrecer nada mejor.
Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: construir su hogar desde Jesús. "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Es Jesús quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia.
El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana: la confianza en un Dios Bueno, amigo del ser humano; la atracción por el estilo de vida de Jesús; el descubrimiento del proyecto de Dios, de construir un mundo más digno, justo y amable para todos. La lectura del Evangelio en familia es, para todo esto, una experiencia decisiva.
En un hogar donde se le vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia siempre acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra solo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana.
Muchos padres viven hoy desbordados por diferentes problemas, y demasiado solos para enfrentarse a su tarea. ¿No podrían recibir una ayuda más concreta y eficaz desde las comunidades cristianas? A muchos padres creyentes les haría mucho bien encontrarse, compartir sus inquietudes y apoyarse mutuamente. No es evangélico exigirles tareas heroicas y desentendernos luego de sus luchas y desvelos.

José Antonio Pagola

miércoles, 19 de diciembre de 2012

4º Domingo de Adviento: Lc 1, 39-45


4º Domingo de Adviento: Lc 1, 39-45


El evangelio de hoy presenta a dos mujeres en un entrañable encuentro de dos embarazadas. Isabel, la que se llamaba estéril y estaba en su sexto mes de embarazo de Juan Bautista, el gran profeta y precursor de Jesús Mesías. María, la joven muchacha recién embarazada de Jesús. María no es su nombre real. Es la traducción griega de su nombre hebreo ‘Miriam’. Sus padres la llamaron Miriam, la hermanita de Moisés, la que estuvo observando y cuidando que el pequeño Moisés fuera rescatado de las aguas de la muerte y llevado a la corte del faraón.

Después de la liberación de la esclavitud de Egipto, acompañó a Moisés y a Aarón como conductora del pueblo. Miriam conduce a aquellos que se juegan por los oprimidos. Canta su Magnificat por la liberación de Israel. Isabel, traducción castellana de Elizabeth, aclama a voz en grito, es decir ‘llena de alegría’: “Bendita tu entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Elizabeth, en hebreo ‘Eliseba’, lleva el mismo nombre que la mujer de Aarón. En los tiempos bíblicos, los nombres de las personas son muy importantes. El nombre que recibe una persona suele indicar cual es su misión. María, la que va a ser la madre de Jesús Mesías, es la nueva Miriam. Como su patrona y junta con Isabel, la sucesora de Eliseba, está a la cuna de la liberación de Dios.

Con su maternidad, esas mujeres están haciendo historia. Es el amanecer de un nuevo futuro. Juan Bautista preparará el camino a Jesús con su predicación y llamado a la penitencia y conversión. Jesús, ‘Yeshua’, que significa ‘Dios salva’, traerá como Mesías la esperada salvación y liberación en nombre de Dios. En él, el Reino de Dios de la alegría, la paz, el amor y la justicia se irá abriendo camino. La vida de Jesús transparenta el amor de Dios por los hombres. María irá experimentando y realizando progresivamente quién es realmente su hijo. Irá creyendo en él y le será fiel hasta al pié de la cruz. Y despúes, junta a las otros mujeres y los apóstoles, esperará la Pentecostés, la irrupción tempestuosa del cristianismo por la fuerza del Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús, él que llenará irresistiblemente con fervor y fuego los corazones de muchos.

Ni María ni Isabel supieron lo que les esperaba y lo que iba a provocar el nacimiento de sus hijos en la historia. Como madres con gozoso embarazo, se encuentran mutuamente hoy llenas de alegría. Como madres, llenas de esperanza, de tierno amor y dedicación, han educado a su hijo y lo han visto crecer. Como madres que no entendieron el estilo de vida poco común y provocador de sus hijos, se mantuvieron fieles. Ambas llegaron a ser también madres dolorosas tocadas en lo más hondo de su corazón por la muerte cruel de sus hijos. Juan Bautista será degollado por Herodes. Jesús morirá la horrible muerte de cruz, traicionado, negado y denostado.
Al celebrar la Navidad en unos días más con cantos de júbilo y música, con luces de colores, con árboles de pascua adornados y estrellas y al contemplar el pesebre con el niño, sabemos ya como fue la vida de ‘Yeshua de Nazareth’. Entonces es para dejarnos embargar de emoción y gratitud de tanto amor de Dios por nosotros los hombres. Al igual que María e Isabel, podemos declarar felices a todos los que creen que el camino de vida del niño Jesús es un camino de salvación para todos nosotros: un camino de Luz en nuestro oscuro tiempo de crisis.

Jesús de Nazareth es nuestra esperanza por otro mundo y un mundo mejor. Él es la estrella que nos precede. ¿Pero tenemos nosotros el corazón de los pastores, de los tres sabios, de María y de José? ¿Optamos también por el establo o preferimos ir más bien al palacio del rey Herodes o de Poncio Pilato? La estrella de Jesús se detuvo sobre el establo, junto a la sencillez, la pobreza, la pequeñez, las suaves fuerzas de la paz y del Amor.

jueves, 13 de diciembre de 2012

3er Domingo de Adviento: Lc 3, 10-18


3er domingo de Adviento: Lc 3, 10-18

Los textos de la liturgia de hoy nos invitan a la alegría. Ese es el modo de esperar al Señor: la auténtica alegría del pueblo de Dios es Cristo, el Mesías largo tiempo esperado. A los filipenses Pablo les recomienda: “Alégrense siempre en el señor. Otra vez les digo, alégrense”.
El pasaje de Lucas nos habla del testimonio de Juan Bautista, el precursor. Su predicación impresiona al pueblo, la gente se acerca para preguntarle: “¿Qué debemos hacer?” (v.10), es una prueba de que han comprendido el mensaje, perciben que el bautismo de Juan exige un comportamiento. La respuesta llega enseguida: compartan lo que tengan: vestido, comida, etc. (vv. 10-11).
No se pregunta lo que hay que pensar, ni siquiera lo que hay que creer. El Evangelio pretende que el oyente de la Palabra de Dios se convierta, es decir, que su conducta y su comportamiento estén de acuerdo con la justicia que exige el Reino. La buena noticia entraña una exigencia nítida: los que tienen bienes o poder deben compartirlos con los que no tienen nada o son más débiles. Gracias a esta conversión, los pobres y menesterosos son iguales a los otros. En realidad, los pobres no preguntan, sino que están en “expectación”. El “¿qué debemos hacer?” lo deberían preguntar quienes tienen el dinero, la cultura, el poder... porque la exigencia básica, según la Biblia, es compartir.
La conversión es un cambio de conducta más que un cambio de ideas; es la transformación de una situación vieja en una situación nueva. Convertirse es actuar de manera evangélica. El evangelio nos invita a una “conversión al futuro” que se despliega en el Reino. No es mirar y volverse atrás. El futuro (que es Dios y su reinado) es la meta de la llamada a la conversión.
La tentación para no convertirse es quedarse en una búsqueda permanente o contentarse con preguntar sin escuchar respuestas verdaderas. Según el Bautista, la conversión exige “limpiar la era” (saber seleccionar o elegir), “recoger el trigo” (ir a lo más importante y no quedarse en las ramas) y “quemar la paja” (echar por la borda lo inservible o lo que nos inmoviliza); acoger la Buena Nueva de la venida del Señor requiere esa conversión. Con nuestros gestos discernimos lo que nos acerca de aquello que nos aleja de la llegada del Señor. Este día Dios discernirá entre el trigo y la paja que haya en nuestra conducta.
Este domingo se denominó tradicionalmente domingo “gaudete”, o de alegría. Por dos veces nos dice Pablo que estemos alegres, alegres por la venida del Señor, por la celebración próxima de la Navidad, por mantener la esperanza, por situarnos en proceso de conversión y por compartir con los hermanos la cena del Señor.
En la Biblia, la alegría acompaña todo cumplimiento de las promesas de Dios. Esta vez el gozo será particularmente profundo: “El Señor está cerca” (Flp 4,5). Toda petición a Dios debe estar apoyada en la acción de gracias (v. 6). La práctica de la justicia y la vivencia de la alegría nos llevarán a la paz auténtica, al Shalom (vida, integridad) de Dios.
¿Qué debemos hacer? Es la pregunta que muchos nos podemos formular hoy. La respuesta de Juan Bautista no es teoría vacía. Es a través de gestos y acciones concretas de justicia, respeto, solidaridad, y coherencia cristiana, como demostramos nuestra voluntad de paz, vamos construyendo un tejido social más digno de hijos de Dios, vamos conquistando los cambios radicales y profundos que nuestra vida y nuestra sociedad necesitan. Pero para eso, es necesario purificar el corazón, dejarnos invadir por el Espíritu de Dios, liberarnos de las ataduras del egoísmo y el acomodamiento, no temer al cambio y disponernos con alegría, con esperanza y entusiasmo a contribuir en la construcción de un futuro no remoto más humano, que sea verdadera expresión del Reino de Dios que Jesús nos trae, y así poder exclamar con alegría: ¡venga a nosotros tu Reino, Señor!
(tomado de  "servicioskoinonia.org")

viernes, 7 de diciembre de 2012

2º Domingo de Adviento: Lc 3, 1-6

2º domingo de Adviento: Lc 3, 1-6:
Preparen el camino del Señor”
El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza y de apertura al cambio: cambio de vestido y de nombre (Baruc), cambio de camino (Isaías). Cambiar para que todos puedan ver la salvación de Dios.

En un bello poema Baruc canta con fe jubilosa la hora en que el Eterno va a cumplir las promesas mesiánicas, va a crear la nueva Jerusalén, va a dar su salvación. Jerusalén es presentada como una “Madre” enlutada por sus hijos expatriados. Dios regala a Sión, su esposa, la salvación como manto regio, le ciñe como diadema la “Gloria” del Eterno. La Madre desolada que vio partir a sus hijos, esclavos y encadenados, los va a ver retornar libres y festejados como un rey cuando va a tomar posesión de su trono. Le da un nombre nuevo simbólico: “Paz en la Justicia” y “Gloria en la Misericordia”; es decir, Ciudad-Paz por la salvación recibida de Dios. Ciudad-Gloria por el amor misericordioso que le tiene Dios.
Haciéndose eco de los profetas del destierro, Baruc dice una palabra consoladora a un pueblo que pasa dificultad: “El Señor se acuerda de ti” (5,5). Ya el segundo Isaías se había preguntado: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura? (...) pues aunque ella se olvide, yo no me olvidaré” (Is 49,15). El Dios fiel no se olvida de Jerusalén, su esposa, que es invitada ahora a despojarse del luto y vestir “las galas perpetuas de la Gloria que Dios te da” (5,1). Es la salvación que Dios ofrece para los que ama, de los que se acuerda en su amor.

¿Dónde está nuestro profetismo cristiano? El profeta no es un adivino, ni alguien que pre-dice los acontecimientos futuros. El profeta se enfrenta a todo poderío personal y social, habla desde el “clamor de los pobres” y pretende siempre que haya justicia. Obviamente le preocupa el futuro del pueblo, la situación sangrante de los pobres. Los profetas surgen en los momentos de crisis y de cambios para avizorar una situación nueva, llena de libertad, de justicia, de solidaridad, de paz. Monseñor Oscar Romero fue un gran profeta en El Salvador. Alberto Hurtado fue profeta de la Justicia en Chile.

La misión del profeta cristiano es cuestionar los “sistemas” infieles al Espíritu, defender a toda persona atropellada y a todo pueblo amenazado, alentar esperanzas en situaciones catastróficas y promover la conversión hacia actitudes solidarias. Tiene experiencia del pueblo (vive encarnado) y contacto con Dios (es un místico), y de ahí obtiene la fuerza para su misión. Por medio de los profetas, Dios guía a su pueblo “con su justicia y su misericordia” (Bar 5,9). El profeta “allana los caminos” a seguir.

En el evangelio, al llegar la plenitud de los tiempos, el mismo Dios anuncia la cercanía del Reino por medio de Juan y asegura con Isaías que “todos verán la salvación de Dios” (Lc 3,6). Para el Dios que llega con el don de la salvación debemos preparar el camino en el hoy de nuestra propia historia.

Juan Bautista, profeta precursor de Jesús, fue hijo de un “mudo” (pueblo en silencio) que renunció al “sacerdocio” (a los privilegios de la herencia), y de una “estéril” (fruto del Espíritu). Le “vino la palabra” estando apartado del poder y en el contacto con las bases, con el pueblo. La palabra siempre llega desde el desierto (donde sólo hay palabra) y se dirige a los instalados (entre quienes habitan los ídolos) para desenmascararlos. La palabra profética le costó la vida a Juan. Su deseo profético es profundo y universal: “todos verán la salvación de Dios”. La salvación viene en la historia (nuestra historia se hace historia de salvación), con una condición: la conversión (“preparen el camino del Señor”). ¿Qué debemos hacer para ser todos un poco profetas?
La invitación de Isaías, repetida por Juan Bautista y corroborada por Baruc, nos invita a entrar en el dinamismo de la conversión, a ponernos en camino, a cambiar. Cambiar desde dentro, creciendo en lo fundamental, en el amor para que “puedan discernir  lo que es mejor” (Flp 1,10). Con la penetración y sensibilidad del amor escucharemos las exigencias del Señor que llega y saldremos a su encuentro “llenos del fruto de justicia” (1,11).
Esa renovación desde dentro tiene su manifestación externa porque se “aplanan las altas montañas”, “se rellenan los valles”, “serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos” (Bar 5,7). Se liman asperezas, se suprimen desigualdades y se acortan distancias para que la salvación llegue a todos. La humanidad transformada es la humanidad reconciliada e igualada, integrada en familia de fe: “los hijos reunidos de Oriente a Occidente” (Bar 5,5). Convertirse entonces es ensanchar el corazón y dilatar la esperanza para hacerla a la medida del mundo, a la medida de Dios. Una humanidad más igualitaria y respetuosa de la dignidad de todos es el mejor camino para que Dios llegue trayendo su salvación. A cada uno corresponde examinar qué renuncias impone el enderezar lo torcido o aplanar las montañas  o rellenar valles. Nuestros caminos deben ser rectificados para que llegue Dios.
Adviento debe ser el tiempo fuerte para nuestra transformación, para nuestro encuentro con Dios, con ese Dios hecho Ser humano para salvarnos, para meterse muy dentro de lo nuestro.
Dejémonos impregnar por la gracia de este acontecimiento que se nos aproxima, dejemos que estas celebraciones de la Eucaristía y de la liturgia de estos días nos ayuden a profundizar el misterio que estamos por celebrar.

Unidos en la esperanza caminamos juntos al encuentro con Dios. Pero al mismo tiempo, Él camina con nosotros señalando el camino porque “Dios conducirá a Israel en la alegría, a la luz de su Gloria, acompañándolo con su misericordia y su justicia” (Bar 5,9).
(Tomado de “Servicioskoinonia.org”)

jueves, 29 de noviembre de 2012

1er Domingo de Adviento: Lc 21, 25-28.34-36


1er Domingo de Adviento: Lc 21, 25-28. 34-36


La liturgia inicia hoy la celebración del primer domingo de Adviento. Sabemos que son las cuatro semanas de preparación a la Navidad. Sin embargo, la liturgia recién pondrá lecturas y temas propios de Navidad sólo 8 días antes. Durante tres semanas la Iglesia invita a vivir un proceso de conversión. La conversión no es otra cosa que entrar en el proyecto de Dios para nuestro mundo  y compartir la mirada de Jesús sobre nosotros mismos, los demás y nuestra historia. En realidad, no es poca cosa acceder a este tipo de conversión. Trataré de profundizar en este tema durante los tres primeros domingos de Adviento.

“Llegarán los días…”: es una invitación a la vigilancia. No basta entrar en el ritmo de actividades de cada día como si fueran a durar para siempre. Este mundo pasa o más bien nosotros pasamos por este mundo para acoger a otro que se manifestará pronto. La expresión “en aquellos días” marca como un ritmo la primera lectura: se trata de contemplar en la fe lo que se anuncia, con el fin de orientar nuestra vida en la dirección correcta.
Podríamos pensar espontáneamente que las palabras de Jesús del evangelio de hoy, se refieren a un futuro lejano, a este momento final que llamamos la Parusía, de la cual San Pablo nos precisa que será anunciada  “a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios” (1 Tes 4, 16). En realidad, si miramos de más cerca el evangelio de hoy, descubrimos que Jesús anuncia la inminencia de su retorno en la gloria, según un proceso que se desarrolla en el tiempo. En efecto, Jesús revela su mensaje según un díptico: un cataclismo cósmico precede y anuncia la venida en la gloria del Hijo del hombre. El acontecimiento inicial se nos presenta explícitamente como una de-creación, es decir una vuelta al caos primordial: los astros que Dios colocó en el firmamento para regular las fiestas y las estaciones son conmovidos, los elementos en la tierra son desencadenados. Esta des-construcción cósmica simboliza el oscurecimiento de las facultades espirituales y la anarquía de las pasiones a consecuencia del pecado. Las obras de la carne: “dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez” a las que Jesús agrega “las preocupaciones de la vida”, aturden el corazón del hombre y lo inclinan hacia abajo, hacia la tierra donde queda prisionero como un pájaro cogido en la trampa del cazador.
La otra cara del díptico nos habla de la venida del Hijo del hombre: “sobre una nube, lleno de poder y de gloria”. Es una alusión directa a la Resurrección. Dios no permite que fracase su proyecto de amor: después del triunfo aparente del pecado, se levanta Cristo resucitado, Sol de justicia de la  nueva creación que inaugura la mañana del domingo de Pascua. Así las imágenes que Jesús usa no se refieren al fin del mundo sino al fin de un mundo; un mundo cerrado sobre sí mismo, encerrado en sus miedos, prisionero del pecado y que la Resurrección ha hecho volar a pedazos.
Bajo esta perspectiva, el avenimiento del Hijo del hombre no es más un evento terrorífico sino, al revés, viene a ser el momento esperado de la liberación. Esta salvación ad-viene, viene hacia nosotros de a poco en el corazón de la historia para trabajarla desde dentro como un fermento escondido en la masa. Desposa nuestra condición temporal y respeta nuestras opciones y caminos. Se acerca y nos encaminamos a su encuentro. Por cierto un día la historia llegará a su plenitud y entraremos en el mundo definitivo: en el eterno presente de Dios. Sin embargo, no conocemos ni el día ni la hora (Mt 25, 13).
Lo que el Señor espera de nosotros es continuar nuestro caminar a su encuentro, creciendo “cada vez más en el amor mutuo y hacia todos los demás, fortaleciendo nuestros corazones en la santidad y haciéndonos irreprochables delante de Dios, nuestro Padre para el día en que Nuestro Señor Jesucristo vendrá con todos sus santos” (2ª lectura).
Vivir nuestra fe en Jesús resucitado es convertirnos a su proyecto de un mundo nuevo y de la nueva creación. Por experiencia sabemos que es un proceso lento, difícil, complicado. Vivimos una historia llena de dolor y de malas noticias – las que nos ofrecen cada día por la radio, la televisión y los diarios – pero es irreversible. Estamos en la última etapa de la evolución del hombre, el Hombre, sin más adjetivos, que ha empezado en la muerte y resurrección de Jesús. La gloria de este Hombre se irradia a  través de todos los portadores de paz y de buenas noticias, de todos los hombres y mujeres que trabajan por construir una sociedad más justa, que ponen sus talentos al servicio de los marginados y desamparados. Es la otra Historia que se escribe día tras día con actos de amor y servicio.












viernes, 23 de noviembre de 2012

34º Domingo: N.S.Jesucristo, Rey del Universo


Solemnidad de Cristo Rey: Jn 18, 33b-37

Las últimas palabras que pronuncia una persona muy querida antes de morir suelen recordarse con especial cariño. Se pueden considerar como su testamento. Así, el P. Hurtado, a pocas semanas de fallecer y sabiendo de su enfermedad terminal  pide a sus colaboradores más cercanos: “Procuren que en el Hogar haya respeto al pobre; que les cuiden sus camas, que las cucharas, los platos, estén limpios. Busquen al pobre, él es Cristo, trátenlo con amor y respeto”. Esas palabras siguen siendo el norte del Hogar de Cristo.


En este último domingo del año litúrgico, se leen las últimas palabras que Jesús pronunció antes de su muerte en cruz. Habló de su realeza.
“Cristo Rey del universo” se llama la fiesta de hoy desde 1925. La expresión no puede ser más triunfalista. El título corresponde a la visión del libro del Apocalipsis donde “el Primero que resucitó de entre los muertos” aparece como “el Rey de los reyes de la tierra”. Sin embargo, en el evangelio de Juan desaparece todo rastro triumfalista.

Pilato estaba intrigado para saber si los reclamos y protestas contra Jesús tenían fundamento. Si el acusado afirmaba que él era efectivamente el rey de los judíos, entonces Pilato tenía un problema serio entre manos. Pero Jesús lo tranquilizó. Pilato no tenía nada que temer de él. Porque la realeza que reclamaba Jesús no pertenecía a este mundo donde reinan los poderosos como Pilato. Su dominio, si así se quiere llamarlo, consiste en que él da testimonio de la verdad. Pilato reacciona con escepticismo. ¿Qué es la verdad? Aquello va a ser un dolor de cabeza. Así que juzgando según sus normas y criterios, concluye, tal vez aliviado, que Jesús es inocente. Pero no lo entienden así sus oponentes. No es cuestión de soltar no más a Jesús: ¡exigen que se crucifique! Con eso no se eliminó la candente pregunta: ¿Qué es la verdad? Ciertamente para los poderosos sólo cuenta su poder. Según ellos cada cual puede tener su verdad, siempre que preste oído a lo que dictamina su poder, y él que no quiere oír tiene que atenerse a las consecuencias. Jesús tuvo que atenerse a las dramáticas consecuencias del poder imperial de Pilato.

La Verdad (con mayúscula) de la que dio testimonio Jesús es la realidad de Dios que ningún ser mortal jamás pueda ver pero en la que puede confiar.
Verdad en hebreo significa ante todo confiabilidad. Así confiar en Dios es como construir sobre roca. Jesús dio a conocer quien y cómo es Dios (Jn 1, 18) al dar a conocer sus obras: su Reino, su Justicia y paz, liberar a los hombres de las fuerzas del mal, sanar a los enfermos de sus dolencias. Este es el poder de la verdad. Quien se deje llevar por la verdad, dijo Jesús, escucha mis palabras. La verdad lo hará libre (Jn 8, 32). Quien presta atención a lo que dicen los evangelios no puede ceder a la verdad de los poderes políticos, económicos y otros que dominan nuestro mundo. El seguidor de Cristo y de su evangelio es libre para el poder de la verdad, que viene a ser el supremo poder.
Hoy no celebramos a Jesús rey sino a Cristo rey: el Señor de la historia resucitado y glorificado y que participa de la dominación de Dios. De eso trata con solemnes palabras superlativas el libro del Apocalipsis describiendo una visión del fin de los tiempos, cuando todos los reinos de este mundo terminarán para ascender en el reino acabado de Dios. Celebramos anticipadamente la perspectiva de aquello que llegará alguna vez a su plenitud y lo que solemos rezar en el Padre nuestro: venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

En vísperas de un nuevo año litúrgico miramos hacia adelante. Los cristianos queremos expresar nuestra esperanza que la justicia del Reino de Dios está llegando a este mundo. No se dejan dominar por el pesimismo de todo lo que anda mal. Celebran su certeza de fe que el Reino de Dios está creciendo entre los hombres, en muchos lugares, tal vez no de forma espectacular o a veces incluso de modo invisible, como granitos de mostaza o como pedacitos de levadura que levantan toda la masa. Crece donde los hombres promueven y practican la justicia, no importa la escala, donde se trabaja por la paz por frágil que sea, donde se pide y se concede el perdón, donde se borran las culpas y las personas se reconcilian. Por cierto que estas cosas no son la gran noticia de cada día, pero ocurren aquí y allá y “de a pedacitos”. 

Celebrar la fiesta de Cristo Rey es mirar hacia el futuro que se nos promete.
Pero no solamente con las manos juntas. También se trata del futuro que estamos llamados a construir nosotros mismos. Si adherimos firmemente a nuestra fe que pertenecemos al Reino de Dios, tendremos que conducirnos según sus leyes y aportar lo nuestro para que la voluntad de Dios se haga. Daremos testimonio de la verdad, practicaremos la justicia haciendo justicia a nuestros prójimos en cuanto dependa de nosotros. Trabajaremos por la paz y la reconciliación. No nos desanimaremos cuando no se logre. El poder de perdón y reconciliación de Dios es mayor que cualquier fuerza del mal.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

33er Domingo: Mc 13, 24-32



33er Domingo: Mc 13, 24-32

“EL FINAL DE LOS TIEMPOS”

 Cuando yo era niño pequeño, se escuchaban a algunos predicadores que, desde el púlpito en el centro de la iglesia y con severo dedo índice, lanzaban las penas del infierno a los asustados fieles con descripciones del cielo, infierno y juicio final. Ciertamente es un estilo y un lenguaje que hoy está en desuso. Sin embargo, al término de cada año litúrgico, la Iglesia nuevamente nos pone delante de los ojos las escenas terroríficas que describe la Biblia para hablarnos del fin de los tiempos.

El estilo apocalíptico que usa la Biblia para hablarnos del fin de los tiempos no es fácil. Parece que ese lenguaje estaba en boga en tiempos de Jesús. Ciertamente eran tiempos difíciles, complicados. A partir del deseo de “mejores tiempos”, se fecundaba la imaginación con todo tipo de imágenes y visiones para escapar de la dura realidad en la que vivía aquella pobre gente. Con palabras terroríficas y símbolos, se pretendía anunciar la catástrofe o el final catastrófico de todas las fuerzas enemigas. En el fondo se buscaba anunciar el fin de todos y todas las cosas que se oponían al Señorío de Dios para dejar que Él triunfara en el gran combate final.

En verdad eran tiempos angustiantes cuando Marcos escribió su evangelio. Conoció en Roma las sangrientas persecuciones del emperador Nerón contra los cristianos en el año 64. Sin duda supo también de la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 por los romanos. Esa destrucción significó realmente el fin para los judíos conjuntamente con las continuas persecuciones de los cristianos.

El evangelio de Marcos era un mensaje de alegría y esperanza en esos terribles tiempos de angustia, inseguridad y convulsión. Era como un faro para orientar a los cristianos en las tremendas tempestades que vivían y para enfrentar mejor la permanente perspectiva de la muerte del sangriento martirio. Era un estímulo para su fe en Jesús Mesías, el Hijo del Hombre que se presentó y actuó en nombre de Dios. Así según el evangelio de Marcos, volvería a liberar de todas las miserias. De este modo, este evangelio vino a ser una seguridad, un salvavidas o tabla de salvación a donde arrimarse: ese salvavidas es la adhesión a la persona de Jesucristo. Jesucristo muerto y resucitado: aquel que sufrió también un sangriento martirio en la cruz pero fue liberado por Dios de toda muerte y destrucción, resucitó y como tal vino a ser el preludio de un tiempo nuevo.

Así aunque oscurezcan el sol y la luna y se caigan las estrellas del cielo, Jesús es el único ejemplo luminoso por el cual guiarnos. Y lo es para cada cual, porque a su regreso reunirá a todos los hombres de los cuatro puntos  cardenales del mundo.

En este contexto el fin de los tiempos viene a ser el comienzo de la liberación total. “Aprendan lo que les enseña la higuera: cuando las ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta”. El fin del dolor, de los tiempos de persecución: están a las puertas los tiempos nuevos y los cristianos pueden seguir firmes en la esperanza. “El cielo y la tierra pasarán” escribe Marcos, pero Cristo es nuestra garantía, nuestro aval de que Dios nos salva.

¿Y qué nos pasa a los cristianos del siglo XXI? También nos rodean catástrofes naturales: terremotos, tsunamis a veces con millares de muertos. Ciudades enteras se destruyen por las guerras. Hay grandes migraciones: pueblos enteros perseguidos y echados de sus tierras o asesinados. ¿Pero se nos persigue por ser cristianos? No, ya no se echan a cristianos a los leones. Pocas veces se mata por la fe. Más bien se niega la fe. Los tiempos de cristiandad han desaparecido. Algunos manifiestan rencor por lo que antaño les enseñaba el catecismo y terminan renegando de la fe. Otros simplemente no pueden conciliar la imagen de Dios como Padre bueno con todo el dolor e injusticia que  observan a diario en el mundo. Otros se molestan cuando habla la Iglesia o sus pastores. Otros critican a la Iglesia por su riqueza o su afán de poder. Es cierto que después de la primavera del Concilio Vaticano II hace más de 50 años atrás, se vivió como un largo invierno: poca innovación, poco frescor evangélico y demasiada repetición de fórmulas dogmáticas añejas, incomprensibles para el hombre de hoy. ¿Cuando se van hacer flexibles las ramas de la Iglesia, cuando van a brotar sus hojas anunciando un nuevo verano?

A dario los M.C. nos muestran de manera instantánea todas las catástrofes de nuestro mundo: las naturales y las que provocan los hombres. Pero es no menos cierto que hay también muchos hombres y mujeres que hacen un bien enorme. Gente con un gran amor por el prójimo, con profundo compromiso por los pobres y sufridos de la tierra, con un extraordinario sentido de la misericordia. Matrimonios preocupados de adoptar niños huérfanos o abandonados, voluntarios que se vinculan con las personas en situación de calle, misioneros o laicos que dejan la comodidad y seguridad de su entorno y  ofrecen los mejores años de su vida como voluntarios en un país difícil. Jóvenes, hombres y mujeres que sueñan con un mundo de paz y justicia y no con el mundo del poder y de la bolsa de comercio. Se oponen enérgicamente al mundo de la explotación, corrupción, cinismo, humillación, terror y violencia. Nuestro mundo está necesitado de todos y todas aquellos inspirados en estas visiones de  luz y de paz, de amor y de justicia para formar un contrapeso. Desde sus visiones renovadoras se irán abriendo sendas para otro mundo, un mundo nuevo. Para el “fin de los tiempos…”: los tiempos de terror, de espanto por supuesto. Nosotros como cristianos estamos llamados a unirnos a todos aquellos que se dejan guiar por sus visiones de un mundo nuevo, todos los que quieren hacerle el “contrapeso” al terror, a la injusticia, a todas las formas de violencia y exclusión.

¿No es a esa hermosa y entusiasmante visión y misión que vino a convidarnos San Alberto Hurtado? Que podamos unirnos a todas las personas de buena voluntad de por el mundo entero que luchan contra todo lo que significa injusticia y muerte. “Otro mundo es posible” suena a imposible, pero no lo es desde la perspectiva del Dios de la Biblia, el Dios de Jesucristo, el resucitado que vive para siempre. “El cielo y la tierra pasarán”, pero jamás el Eterno, Aquel que salva y libera y llevará todo a su plenitud. Esta es nuestra fe, la fe que proclamamos, la fe que nos mueve y nos compromete a vivir con esperanza y con gran sentido de solidaridad. Vivir nuestra fe es vivir ya el mundo nuevo de Jesucristo resucitado.


sábado, 10 de noviembre de 2012

32º Domingo: Mc 12, 38-44



32º Domingo: Mc 12, 38-44

Se encuentra gente que tienen una mirada aguda sobre nuestra convivencia hoy en día y distinguen rápidamente entre la locura del “show”,  de los que buscan llamar la atención y los que tienen los verdaderos gestos sencillos.

Sin duda Jesús fue de esas personas agudas y excepcionales: no se dejaba engañar por las apariencias. “Cuídense de las personas…a quienes les gusta ser saludadas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes…” Las palabras de Jesús se dirigen a personajes influyentes y muy considerados en aquella sociedad. Jesús desenmascara su actitud falsa.

¿Qué nos diría hoy? ¿Sobre quienes se detendría su mirada aguda? Tal vez observaría tantos personajes influyentes de nuestra pantalla chica de TV que esconden su vacío interior con un show rutilante o con declaraciones grandilocuentes. Tal vez fiscalizaría la pobreza espiritual con la que hoy se entretiene de manera abusiva a las grandes masas.
Seguramente llevaría nuestra atención hacia todos y todas aquellos que sencillamente buscan hacer bien su trabajo, que ayudan a algún hombre o  mujer enferma,  que practican sin ningún aspaviento la solidaridad, que son fieles a sus compromisos. Nos señalaría a todos aquellos padres heroicos que cuidan con esmero y sacrificio a su hijo o hija con alguna deficiencia síquica o física y buscan educarlos con infinito amor y paciencia. Nos mostraría a todas estas personas que luchan por avanzar en la vida a pesar de sus sueños rotos y sus ideales dañados y que  aun  con gran adversidad,  crecen como personas atentas a los dolores y sufrimientos de los demás. Nos llevaría a seguir a aquellos  que se meten en los lugares de marginalidad y exclusión y se vinculan con los que viven tristes y abandonados. Ellos, a pesar de vivir desesperanzados, son aun capaces de “darlo todo” a otros que están peor que ellos mismos.

El Reino de Dios se juega y acontece en el corazón de los pequeños y humildes capaces de darse por entero. La viuda del evangelio de hoy es un modelo. Ella no da así no más, sino “de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”.

En nuestra Iglesia latinoamericana del siglo XXI, ¿somos consecuentes con la declaración tantas veces proclamada de la opción preferencial por los pobres, “la que está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza”(Benedicto XVI en Aparecida)? ¿Se les acoge, hay preocupación por ellos, está viva y operante la opción por los pobres? ¿Pueden sentirse bien y tener poder de decisión en las comunidades eclesiales? ¿No reproducen a veces nuestras asambleas cristianas las mismas segregaciones sociales que observamos en nuestras urbanizaciones? Como Jesús, que tengamos ojos para mirar y discernir por dónde pasa el Reino de Dios y qué se opone a su Reino.

Decía San Alberto Hurtado: “Donde termina la justicia empieza la caridad”. Siempre acecha el peligro que todos estamos de acuerdo en practicar la caridad descuidando el compromiso por la justicia. Si bien no hay porque dar  necesariamente hasta el “último peso” como la viuda del evangelio, estamos invitados a atrevernos a “darnos a nosotros mismos” y a comprometernos con el sueño de Dios y de su Reino, donde los últimos son los primeros.
“Darse es cumplir la justicia” repetía el P. Hurtado. Entrar en esta línea de solidaridad es bastante más exigente que dar una limosna.

El evangelio de hoy es un llamado a la conversión, no sólo la conversión personal sino también la conversión de nuestra comunidad cristiana: desde la preferencia por los grandes y poderosos hacia la preferencia por los más pequeños.


jueves, 1 de noviembre de 2012

31er Domingo: Mc 12, 28b-31


31er Domingo: Mc 12, 28b-34


365 prescripciones, tantas como días en el año…Con ellas  tenían que lidiar los judíos en tiempo de Jesús cuando querían observar la Ley. ¡Incluso algunos escribas iban hasta 613 prescripciones!
Por lo tanto no extraña que un escriba se acerque a Jesús con la pregunta: “¿Cual es ahora el núcleo de todo ese asunto; de qué se trata?”
Y Jesús de contestar con las antiquísimas palabras, la oración matinal de todo judio piadoso: “Escucha Israel: el Señor, tu Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Y Jesús añade: “ amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
Tal vez quisiéramos hoy en día meternos en el pellejo de este escriba y hacer la pregunta: ¿Maestro, cómo tenemos que vivir hoy nuestra fe? Hay tantas dudas por allí, hay tantas confesiones y también tantas negaciones. El Santo Padre acaba de proclamar el año de la fe. La fe parece tener cada vez menos espacio en nuestra cultura centrada en la racionalidad económica y el rendimiento material.
Creer en Dios. Hoy en día nuestra fe está cargada con el peso de siglos de formulaciones y tradiciones. Basta mirar de más cerca el “Credo” que rezamos los domingos en nuestra Eucaristía. ¿Es realmente una formulación adecuada y motivadora para llevar alguien a la fe en Dios? Está pendiente el desafío de ponerlo en lenguaje contemporaneo.
Por otro lado, se usa y abusa del nombre de Dios;  se bendice y se maldice, se trata con indiferencia y con fanatismo. Hoy en día y en nuestra famosa cultura “postmoderna”, “Dios” nada menos divide hasta Oriente de Occidente. Por siglos hemos tenida guerras religiosas y “santas”. ¡Estas “jihad” (en el sentido de luchas físicas) no han terminado!
Entonces es bien relevante preguntarnos por el núcleo de todo este asunto.
Muéstranos a Dios, desprovisto de todos los ornatos y prejuicios, de toda la carga de formulaciones seculares. Muéstranos a Dios en toda su desnudez.  El Dios que se hizo Jesús y que en Jesús nos proclama las bienaventuranzas, que opta por los pobres y por la justicia. El Dios que en Jesús nos muestra el amor hasta el extremo de morir en la cruz.
Volver a la profunda sencillez del evangelio con sus paradojas que echan abajo la sabiduría humana: éste es el camino de la fe para el hombre de hoy (Mt 11, 25).
Si Jesús pudiera contestarnos hoy la pregunta del letrado, con toda seguridad volvería a usar las mismas antiquísimas palabras. Parafraseando un poco: “Escuchen, o hombres y mujeres de este mundo moderno: Dios existe; Dios es la existencia misma; Dios es la vida. Y por eso vale la pena amarlo. Hazlo con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. Y con el mismo amor y fuerza, amarte a ti mismo y a los demás.”
El creyente es alguien que ama la vida, tal como Dios y que ama a los hombres. Y aquello es más importante que cualquier sacrificio, que cualquier rito o liturgia, más importante que cualquier mortificación o incluso martirio.
Entonces, ¿no tenemos que hacer nada especial para Dios, no tenemos que desgastarnos por Él, no tenemos que sacrificarnos? ¿No nos debe costar su buen poco?
Pues diría: Dios es gratuidad. El es tan precioso y todo lo precioso es gratuito: el aire, la vida, la amistad, el amor. En este sentido Dios también es “gratuito”. Como lo señala un antiguo y difícil concepto: Dios es gracia. Equivale a decir lo mismo.
“Sabernos amados por Dios y por lo mismo poder amar mucho a la vida y a los hombres.” Una fe así es nuestra verdadera riqueza y “nos cambia la vida”.
Nos podrán robar mucho, pero jamás aquello.

miércoles, 24 de octubre de 2012

30º Domingo: Mc 10, 46-52


30º Domingo: Marcos 10,46-52

¿Cómo no me di cuenta de eso antes? ¿Cómo es posible que eso no lo entendiera y no lo viera como lo veo ahora? ¿Porqué he tenido que llegar a la edad que tengo para entenderlo?  A veces ésta es nuestra propia experiencia o escuchamos esas preguntas en conversaciones. Muchas veces nos persigue la ceguera…

En el evangelio de este domingo, Marcos relata a los lectores de su época, los cristianos de su comunidad, una experiencia parecida de los discípulos de Jesús. Esos discípulos tenían mucha dificultad para ver en Jesús al verdadero Mesías. Veían en él a un Mesías que tendría éxito, alguien que llegaría a reinar con poder y majestad. Por eso discutían quien era el más importante entre ellos, cómo ocupar el primer puesto (véase el evangelio del domingo pasado), cómo dejarse servir; estaban preocupados de sí mismos.
Ahora bien, Jesús se daba a conocer como el Mesías de pobres y pequeños, de marginados y excluidos. Iba camino a Jerusalén dónde tendría que sufrir mucho, ser condenado como un criminal y ser ejecutado. Los discípulos no querían ver aquello; no lo entendían; simplemente no lo querían ver. Y sólo después de la resurrección de Jesús, sus ojos se abrieron,  fueron sanados de su ceguera y se pusieron a seguir al verdadero Jesús, el verdadero Mesías, el rey de los pequeños, de los pobres y desclasados. Cincuenta años después de la muerte de Jesús, Marcos da ese testimonio en su joven comunidad cristiana. ¿Cómo pudieron haber sido tan obtusos aquellos discípulos? se pregunta, pero no quisieron verlo; estaban ciegos, enceguecidos. Tal vez es un poco la historia personal de Marcos; tal vez había en aquella comunidad un grupo importante de personas que tenían serios problemas para seguir radicalmente a Jesús porque tenían otro concepto del verdadero Mesías.

De todo aquello da testimonio Marcos para sus lectores a la luz de un relato: la curación milagrosa del ciego Bartimeo, hijo de Timeo.
Se describe a un mendigo ciego a la orilla del camino. Así Marcos esboza en pocas palabras el drama de este hombre y al mismo tiempo, el drama de muchos discapacitados en la antigüedad. Una discapacidad llevaba inevitablemente a la mendicidad y tendía a recluir al afectado fuera de la sociedad. Una discapacidad se relacionaba con una desgracia de la cual era responsable el mismo discapacitado o sus padres.
Aquí el afectado, Bartimeo quería recuperar la vista. Estaba ansioso por salir de su situación de marginado y excluido. Sin duda había oído hablar de Jesús y de las cosas milagrosas que hacía. Puso su confianza en la promesa del profeta Jeremías que Dios se preocupa de los ciegos y tullidos (primera lectura). En nuestro relato Bartimeo se hace oír y comienza a gritar: “por favor, ayúdenme” (“Hijo de David, ten compasión de mí”). Su grito es un estorbo para los que se encuentran allí. Lo empujan, no debe molestar a Jesús: los sanos quieren guardar a Jesús para ellos mismos. Su opción es la de un Mesías para los fuertes y los sanos, no para los débiles.
Pero Jesús se detiene. Tiene atención y vista para el ciego. A Jesús le interpela su miseria. Los discípulos no entienden que Jesús ha venido precisamente para gente como Bartimeo, para gente que quedó a orilla del camino de la vida, excluidos de la convivencia humana. Los que rodean a Jesús dan muestra de ser ellos mismos ciegos, de no ver lo que Jesús estima importante: dar la mano a aquel que necesita ayuda.
¿Qué quieres que haga por ti? le pregunta Jesús. En el evangelio del domingo pasado, Jesús hizo la misma pregunta a Santiago y a Juan. “Queremos los mejores puestos” le contestaron. “Maestro, que pueda ver”, suplica el ciego o sea que tenga un lugar en la sociedad, que sea considerado como persona. Jesús le dice: “tu fe te ha sanado”. Jesús quería que Bartimeo y todos nosotros en la figura de él, recuperáramos la verdadera vista. Bartimeo vendrá a ser un seguidor de Jesús en la continuación de su camino a Jerusalén, dónde sufrirá el momento más difícil de su vida. Ser un verdadero discípulo – seguidor de Jesús significa seguirlo en su camino del amor entregado gratuitamente.

En este relato, el llamado por seguir a Jesús se acentúa de tal modo que la sanación física de Bartimeo pasa a segundo rango. En una sola frase escuchamos hasta tres veces el verbo llamar. “Llámenlo, llamaron al ciego, te llama”. Es el llamado para entrar en el proceso del seguimiento, el proceso de cómo llegar a ser discípulo de Jesús. Este evangelio nos deja en claro que para este ciego curado y para los muchos que siguen ciego y también para nosotros, lo más decisivo es: Ver “de verdad” a Jesús y seguirlo. Tenerlo como modelo en el camino de la vida siguiendo su ejemplo. Así el relato de Bartimeo es también nuestro relato y el relato de nuestra época.