2° Domingo de Cuaresma: Mt 17, 1-9:
La Transfiguración de Jesús
En las lecturas de hoy podemos decir que se encuentra un motivo central: la aparición o manifestación de Dios -que técnicamente se llama teofanía- en un momento importante de la vida de alguien, en las lecturas de hoy en la vida de Abram y en la vida de Jesús respectivamente. Y no es la única vez que Dios se hace presente en la vida de estos dos personajes. Abram tendrá otras visitas de Dios y Jesús ya lo ha sentido repetidas veces, en el Bautismo, en las tentaciones, cada vez esa presencia de Dios ayudará a desarrollar y madurar la misión de cada uno de ellos. En el caso de Jesús en el bautismo y las tentaciones esa presencia de Dios se le convierte en un programa de vida y en una compañía para comenzar la misión y ahora en la Transfiguración para enfrentar el último destino que le espera en Jerusalén y con su pequeño grupo que luego será una gran comunidad.
La transfiguración de Jesús, además de desvelar por un momento el esplendor de su naturaleza divina, delante de los discípulos, como presencia de Dios sirve para acreditar su misión salvífica que se concretiza en su enseñanza y en su sufrimiento redentor. Jesús delante de los discípulos y delante de los que mucho tiempo después escucharemos su testimonio, se revela como el “nuevo” Moisés y el “nuevo” Elías. Es precisamente delante de Pedro, que una vez le ha llamado la atención para que abandone su camino de sufrimiento que manifiesta su naturaleza divina, su pensamiento de Dios y no de hombre, como se lo dijo en aquella ocasión. Y de ello dos de los testigos nos comunican la experiencia, Juan, que entiende su misión desde esa nueva perspectiva nos dirá que “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y vimos su esplendor, como de Hijo Único del Padre” (Jn 1,14) y Pedro, apelando a que fue testigo ocular, dirá que recibió de Dios Padre gloria y honor por medio de la voz que dijo : “Mi Hijo, mi Querido, es este, en Él me agradé. Y esa voz la oímos nosotros venida del cielo, cuando estábamos con Él en el monte santo” (2Ped 1,16-18).
Pues bien, Pedro, Juan y Santiago en este trozo evangélico de hoy, y los demás discípulos en los otros momentos de la convivencia con Jesús, han conocido su humanidad, tan cabal y perfecta, tan solidaria y compartida, ahora, en esta manifestación de Dios, ven una nueva realidad, ven la “gloria” de Dios manifestada en/para Jesús. Gloria que en el lenguaje bíblico quiere decir Dios mismo que se revela en su majestad y potencia, en su ser. La gloria es siempre una epifanía, manifestación de Dios, de sus atributos y de manera especial de su obra de salvación a favor de los hombres y mujeres. (Esa gloria es el signo palpable de la presencia divina, ya lo habíamos experimentado en el Sinaí (Ex 2,15) en la tienda de la alianza (29,43) y en el Templo (1Re 8,10-11). En una palabra es Dios que se revela para salvar, santificar y gobernar. Esta era la experiencia de la manifestación de Dios en el antiguo pueblo de Israel).
Esta revelación se vuelve plenitud en el nuevo Israel, la comunidad de Jesús, su Iglesia. Cristo será la revelación definitiva y última de Dios, es la revelación misma de Dios (cfr. Hb 1,13; 2Cor 4,6; 1Cor 2,8).
Este segundo domingo de Cuaresma puede convertirse en una nueva manifestación de Dios a nosotros, una teofanía que vivimos en pleno siglo XXI y de ahí tenemos que sacar consecuencias para nuestra vida personal y comunitaria. Esta transfiguración es una anticipación de la Pascua y si a los apóstoles los ayudaba a sostenerse en su fe, a nosotros esta Cuaresma debe procurarnos lo mismo, fortalecernos la fe, pero también hacernos participar en el misterio de la Cruz, mientras esperamos la manifestación pascual definitiva.
En términos más sencillos, en la vida de todos nosotros hay altos y bajos. Hay momentos cumbres – inolvidables y otros que no quisiéramos recordar nunca. Cuando vemos a dos recién casados que conocemos de larga data, parecieran haber cambiado de apariencia: irradian felicidad. Su día de boda es un momento cumbre. Pero después de la inmensa felicidad del romance, tienen que volver a lo de la vida diaria, lo de cada día. ¿Podrán llevar consigo para toda la vida aquella felicidad y resplandor de su día de boda?
O el caso de aquella señora que cuidó por años a su esposo enfermos con todo cariño y dedicación. Tenía que ayudarle con la comida y apoyarle en todo. Aun cuando se puso totalmente demente, le siguió atendiendo llena de ternura. Cuando se le preguntaba cómo lo hacía, contestaba: “Hemos tenido tantos momentos de felicidad en nuestro matrimonio. Siempre nos hemos apoyado el uno en el otro con mucho amor, y así han sido nuestras vidas. Me acuerdo cuando falleció nuestro segundo hijo, cómo me apoyó y consoló. Siempre fue mi gran apoyo; por cierto que no lo puedo dejar solo ahora”.
¿No fue un poco la experiencia de Jesús con sus discípulos en aquel monte? La experiencia de la transfiguración los llenó de alegría y fuerza para seguir la vida con ánimo y confianza.
Finalmente, cuando logramos una oración más profunda, la experiencia espiritual de la gracia de la consolación, donde sentimos la presencia reconfortante del Señor resucitado, nos anima y nos llena de esperanza para las situaciones de desolación.
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