viernes, 28 de septiembre de 2012

26º Domingo: Mc 9, 37-42.44.46-47


26º Domingo: Mc 9, 37-42.44. 46-47 

En el evangelio de hoy, se nos presentan tres exigencias de conversión para aquel que desea caminar en pos del Señor.
Veamos con más detalle cada exigencia.

Jesús empieza por denunciar la mentalidad del que piensa que lo controla en cierta medida, atribuyendo a nuestros propios méritos los dones que nos ha entregado. Es una manera indirecta de Jesús de desenmascarar en sus discípulos una sed de poder que se debe reemplazar por el deseo de hacerse servidor de sus hermanos. Observemos que en el evangelio, los discípulos reprochan a la persona que echó a los demonios en nombre de Jesús de no seguirlos a ellos y no de no seguir a Jesús. Eso es bien revelador. De hecho toman el lugar de Jesús y se erigen como los garantes de la ortodoxia de aquellos que actúan en nombre de Jesús. La recomendación que nos insinúa el evangelista es no creernos los propietarios de los dones de Dios a partir de nuestra práctica u observancia religiosa o nuestra pertenencia a la Iglesia. El Espíritu sopla donde quiere. ¿No nos sentimos a veces incómodos cuando gente de fuera de la Iglesia realiza las mismas obras de misericordia que nosotros y a veces incluso mejor? Nos cuesta reconocer que también ellos contribuyen con la llegada del reino de Dios. Es así que todos los que se comprometen, creyentes o no, y luchan  por la justicia, la paz y la solidaridad, contribuyen a expulsar los demonios de violencia, de odio y de represión.

En la segunda parte del evangelio, Jesús nos invita a examinar nuestra conciencia en lo que se refiere a nuestra actitud hacia los más pobres y los más pequeños: « Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar ».
Esta segunda exigencia en nuestro seguimiento de Jesús nos recuerda la necesidad vital para nosotros los cristianos, de ponernos continuamente delante de esta elección de disponibilidad, de acogida y de ayuda hacia los más desposeídos, que su pobreza sea material, humana o espiritual. Jesús vino y sigue viniendo hacia nosotros como un pobre y el abajamiento es el camino de salvación. Además, ¿cómo pretender seguir a Jesús y dejar de lado a los pobres cuando nuestro Señor no deja de recordarnos que no ha venido para los ricos y los sanos sino para los pobres y los pecadores?

La tercera exigencia que propone Jesús es la decisión por parte del discípulo a comprometerse y a desgastarse por el Evangelio. Nuestro Señor nos quiere prevenir de la costumbre y la rutina en nuestra manera de vivir el Evangelio. Pone delante de nuestra mirada  los lazos susceptibles de impedirnos vivir en  plenitud y con radicalidad la Buena Nueva de su Amor: nos pide “cortarlos”.
Jesús explicita en la forma de tres sentencias imaginadas lo que pudiera entrabar al discípulo en su camino de la fe: “Si tu mano…si tu pié…si tu ojo son para ti ocasión de pecado, córtalos”. La mano, el pié, el ojo: tres órganos que usamos para comunicarnos. Jesús toca tres puntos ligados a las relaciones que mantenemos con nuestros hermanos.
El pié pudiera ser el hecho de ir donde queremos sin dar cuenta a nadie, aun menos a Dios. La mano pudiera representar el hecho de apropiarnos lo que recibimos de otros, sea de nuestro hermano o sea de Dios mismo. El ojo pudiera ser nuestras envidias nunca colmadas, nuestros celos, nuestras miradas silenciosas que cautivan, que reducen al otro a ser solo un objeto. Tres pecados que nos repliegan sobre nosotros mismos, nos encierran en la soledad y nos impiden abrirnos a nuestros hermanos y a Dios. Tres pecados que nos deshumanizan al atacarse a nuestro ser relacional.
Frente a eso, Jesús nos indica nuestra responsabilidad: « Córtalo ». Es que se trata de que yo actúe, que yo corte en mí lo que es malo y me lleva al pecado. Jesús no lo puede hacer en mi lugar. Dicho de otra manera, si no quiero convertirme, no me obligará. Tanto como mi libertad puede cooperar con la gracia, también puede oponerse a ella.

Nuestras comunidades son también el espacio donde nos ayudamos mutuamente a “cortar” lo que nos esclaviza para poder vivir en la libertad de los hijos de Dios.

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