sábado, 18 de junio de 2011

Domingo 19 de junio 2011: Santísima Trinidad

Domingo de la Santísima Trinidad

En la Biblia, Dios está en los primeros versículos y en los últimos. Dios es “la razón de ser” de la Biblia: es su palabra mediatizada por la experiencia de fe de “su pueblo”. Esa experiencia histórica de fe nos revela que Dios es el “alpha” (comienzo) y el “omega” (final) de todo. Además Dios es el origen, el fin y el sentido de todo lo que existe.

En este Domingo de la Santísima Trinidad, la liturgia lleva nuestra mirada hacia ese Dios que existe por nosotros, que somos su pueblo, y por todos los seres humanos. Y nosotros, como cristianos, lo invocamos como “Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

En las iglesias orientales se usan desde hace siglos los conocidos “íconos” para poder contemplar lo sagrado. Son algo así  como puertitas de acceso al misterio.

Original

Copia comercial

Es muy conocido el ícono de Rublev del siglo XV, obra pictórica única en la historia del arte sagrado. Con el ícono a la vista, observamos a tres figuras iguales, sentadas alrededor de una especie de mesita. Tienen alas y parecen ángeles con una vara en la mano. Representan a los tres varones que visitaron a Abraham en la encina de Mambré (Gen. 18, 1-15).
Los tres peregrinos celestes forman “el consejo eterno” y el paisaje cambia de significado: la tienda de Abraham se convierte en el palacio-templo; la encina de Mambré, en el árbol de la vida; el cosmos, en una copa esquemática de la naturaleza, signo ligero de su presencia. El ternero ofrecido como alimento hace sitio a la copa eucarística.
Dios es amor en sí en su esencia trinitaria, y su amor hacia el mundo sólo es el reflejo de su amor trinitario. El don de sí, que es la expresión de la superabundancia del amor, está representado por la copa; los ángeles están agrupados alrededor del alimento divino.
Los tres ángeles están en reposo que es la paz suprema del ser en sí; pero este reposo es embriagador, es un auténtico éxtasis, “la salida en sí misma”. “La estabilidad y el movimiento están en el mismo elemento.”
El movimiento parte del pie izquierdo del ángel de la derecha, continúa en la inclinación de su cabeza, pasa al ángel de en medio, arrastra irresistiblemente el cosmos: la roca, el árbol, y se resuelve en la posición vertical  del ángel de la izquierda, donde entra en reposo, como en un receptáculo.
De la concepción de los ángeles de Rublëv se desprende la unidad y la igualdad – se podría confundir un ángel con  otro -; la diferencia viene de la actitud personal de cada uno hacia los otros, y sin embargo, no hay ni repetición ni confusión. El oro rutilante sobre los iconos designa siempre la divinidad, su superabundancia. Un solo Dios y tres personas perfectamente iguales es lo que expresan los cetros idénticos, símbolos del poder real de que está dotado cada ángel.
La igualdad perfecta de los ángeles está tan fuertemente expresada que no  existe regla alguna para definir la Persona divina representada en la figura de cada ángel.

Por supuesto que los estudiosos se han preguntado qué ángel representa a cada Persona divina. El Padre estaría en el centro, porque detrás de Él, se encuentra el árbol de la vida, fuente. El cetro de Cristo, a la izquierda, señala la casa, iglesia, cuerpo de Cristo. El Espíritu se destaca en el trasfondo de las “rocas escalinadas”: la montaña, la cámara alta, el tabor, la elevación, el éxtasis, el aliento de los espacios y de las cumbres proféticas.
Padre:
El poder del amor del Padre se manifiesta en la mirada del ángel del centro. El es amor y precisamente solo puede revelarse en la comunión y puede ser conocido como comunión. (“Nadie viene al Padre sino por mi” Jn 14,6) es la más conmovedora revelación de la naturaleza misma del amor. No se puede tener ningún conocimiento de Dios fuera de la comunión entre el hombre y Dios, y esta es siempre trinitaria e inicia en la comunión entre el Padre y el Hijo. Hace comprender por qué el Padre no se revela nunca directamente. El icono muestra esta comunión cuya morada viva es la copa.
Hijo:
El Hijo escucha, las parábolas de su vestido muestran la atención suprema, el abandono de sí.
El también renuncia a sí mismo para ser sólo Verbo de su Padre. “las palabras que yo os digo, no las digo por mí mismo; el Padre que habita en mí es quien realiza sus propias obras”.
Su mano derecha reproduce el gesto del Padre: la bendición.
Espíritu:
La dulzura del ángel de la derecha tiene algo de maternal. Por su inclinación y el impulso de todo su ser, está en medio del Padre y del Hijo: es el Espíritu de la comunión. El movimiento parte del él.
el Padre inclina su cabeza hacia el hijo. Parece que habla del cordero inmolado cuyo sacrificio culmina en el cáliz que bendice. La posición vertical del Hijo traduce toda su atención, su rostro está como cubierto por la sombra de la cruz; pensativo, manifiesta su acuerdo con el mismo gesto de la bendición. Si la mirada del Padre, en su profundidad sin fondo, contempla el único camino de la salvación, la elevación apenas perceptible de la mirada del Hijo traduce su consentimiento. El Espíritu Santo  se inclina hacia el Padre; está sumergido en la contemplación del misterio, su brazo tendido hacia el mundo muestra el movimiento descendente, Pentecostés.

Los tres hombres del ícono representan a Dios en tres Personas.
El Padre da la vida, el Hijo comparte la vida humana, el Espíritu calienta e inspira la vida.

El Padre da la vida a fin de que nosotros seamos vida los unos por los otros; eso significa darnos espacio los unos a los otros, reconocernos con respeto y dignidad y procurar felicidad.
El Hijo comparte nuestra vida a fin de que seamos solidarios y no solitarios; que nos preocupemos de los demás, de un modo especial de los más vulnerables, de los marginados y apartados injustamente.
El Espíritu calienta la vida para que arda en nosotros la llamita por la que nos vayamos queriendo y amando,  apoyándonos y consolándonos.
Por la contemplación del ícono, mirándolo y dejándonos mirar por él, llegamos a tener alguna visión de lo Eterno. El Eterno plenitud de amor en sí, plenitud de entrega y que busca ser plenitud en nuestra vida.
En ese contexto resuenan las palabras de Jesús a Nicodemo: hay que nacer de nuevo, hay que dejarse modelar por el infinito amor de Dios. Para él que se atreve a creerlo, se le abre una nueva existencia.