jueves, 24 de enero de 2013

3er Domingo ordinario: Lc 4, 14-21



3er domingo ordinario: Lc 4, 14-21

Imaginémonos la escena. Un hombre de unos treinta años en la sinagoga de Nazaret. Pasa adelante y pide el rollo de la sagrada escritura. Se le pasa el rollo de papiro con el texto sagrado. Lo desenrolla y busca un texto de Isaías (61, 1-2). Lee el texto y devuelve el rollo. Se produce un silencio sepulcral. Cada cual mira atentamente a este hombre de Nazaret, Jeshua – llamado Jesús. Lo conocen de niño y conocen a toda su parentela. Jesús dice: estas palabras se han hecho realidad. Ya no son solamente palabras escritas en un papiro. Esta palabra bíblica se ha hecho carne: carne y sangre. Estoy aquí delante de Ustedes como esa palabra hecha carne, como su encarnación. Este texto de Isaías se ha cumplido en mi persona.

Aquello fue desde luego un momento muy solemne en la pequeña sinagoga de Nazaret. Era la declaración de principios de Jesús: su programa de vida, una declaración impresionante. Jesús revelaba su verdadera identidad. Ha sido ungido con el Espíritu de Dios. Es el profeta por excelencia. La identidad de Jesús no se acredita con una cédula de identidad. Jesús es el enviado de Dios. La palabra de Dios que lee en la Biblia es El mismo. El es el santo de Dios, como las sagradas escrituras también suelen llamarse santas. Esa palabrita “santo” no tiene nada que ver con las manos juntas y la cabeza ligeramente inclinada, con ojos mirando al cielo y una aureola detrás de la cabeza.
Santa es la Biblia porque defiende los santos derechos de cada ser humano y también por el sagrado deber de cada hombre frente a su semejante.
En San Alberto Hurtado tenemos un ejemplo privilegiado de esa auténtica santidad bíblica. Con el correr de los siglos, sabemos que al aparato eclesial para canonizar a una persona ha estado mirando con otros ojos y otros criterios, no tan inspirados en la Biblia.

Aquel que está lleno del Espíritu de Dios está animado por el Amor de Dios y vive ese Amor que es muy concreto.
En primer lugar es justicia. Eso significa que cuida y se preocupa por mejorar la suerte de los más pobres de este mundo. Se preocupa por un sistema justo como una economía justa por ejemplo. Se trata de cosas concretas: un sueldo justo, que no haya un abismo entre ricos y pobres, que no haya una desigualdad escandalosa y provocadora. Se trata también de una conducción política con justicia. No hay que perder de vista el contexto socio político religioso en tiempos de Jesús: Lucas grita contra el sistema económico – político militar dictatorial del imperio Romano. Estamos en el apogeo de su poder omnipotente y en Roma, se equipara a los emperadores con los dioses. En inaudito contraste, el evangelio anuncia un mundo nuevo, un mundo al revés: un nuevo reino, el Reino de Dios donde las relaciones de poder existentes se desvanecen.  Un mundo donde haya pan, derecho y amor y en abundancia para todos. A Jesús de Nazaret se le llamó el ungido, el Mesías de Dios porque encarnó aquel mundo nuevo que irradia hasta el día de hoy. Un mundo de servicialidad recíproca. ¡Es bueno imaginárnoslo! Bueno, nos lo imaginamos, nosotros los cristianos. Por eso nos juntamos semanalmente a celebrar la Eucaristía: para celebrar (hacer - realizar) lo que Jesús hizo, en la liturgia y en la vida diaria.

Cuando leemos el evangelio con esta óptica, con este sesgo político, económico, social, nos ponemos inquietos. Porque cuando miramos alrededor de nosotros, constatamos que el mundo no es para nada un mundo  cristiano, evangélico, basado en el  amor y la justicia. Bien percibimos este mundo nuevo en la persona y la vida de Jesucristo. Pero hoy, alrededor de nosotros: ¿qué mundo vemos? ¿Y quien de nosotros puede decir, al ejemplo de Jesús, que la palabra de Dios se ha cumplido en él, en ella? Nos convoca a trabajar por este mundo nuevo y mejor. Aquel viejo lider sud africano Nelson Mandela decía: “La pobreza no es un fenómeno natural sino obra humana”.

Por toda la Biblia Dios nos llama a ejercer la justicia y la misericordia hacia los pobres, excluidos, extranjeros y oprimidos. Dios llama: Salva a aquellos que están indefensos, aquellos innumerables desposeídos. Aquellos millones de seres humanos sin oportunidad de vida y entregados a inescrupulosos explotadores.
Gracias a Dios Chile ha recibido la visita de Dios en la bella persona de Alberto Hurtado: luchó por los derechos de los trabajadores y trabajadoras, denunció injusticias y toda forma de abuso, se preocupó de los niños bajo los puentes del Mapocho y de las personas en situación de calle. No se achicó en hablar  con los poderosos para recordarles sus deberes de justicia y solidaridad con los desamparados. Puso el dedo en la llaga de muchas estructuras injustas. Gritó a menudo su santa indignación frente a situaciones de injusticia.
Alberto Hurtado estaba lleno del Espíritu de Jesús. Un santo a la medida de las descripciones bíblicas de santidad y justicia. Nos mostró el camino para un Chile donde venga el Reino de Dios. ¡Sigamoslo!