viernes, 14 de junio de 2013

11º Domingo ordinario: Lc 7, 36 - 8,3


11º Domingo: Lc 7, 36 – 8,3

¿Cómo miramos nosotros a los seres humanos? ¿Miramos primero y sobre todo  a su apariencia? ¿O encontramos a una persona, a un ser único? ¿Miramos como mira Jesús, de modo que nuestra mirada ayuda a crecer a la persona o…juzgamos fácilmente a las personas? Tal vez nos pasa a menudo lo mismo que a Simón el fariseo. Conoce sólo a dos categorías de personas: los justos y los pecadores; los observantes de la ley y de la religión, por un lado y los pecadores por otro lado. Por supuesto que Simón se incluye en la categoría de los justos y fieles observantes, los puros, los hombres de la religión y que, por lo mismo, están seguros que son amados por Dios. ¿Cómo es posible que Jesús se deja tocar por esa mujer: impura, prostituta? piensa Simón por sus adentros.
Sabemos que en los evangelios, Jesús nos revela el rostro de Dios, de su Padre y nuestro Padre que no excluye a nadie. A cada cual le da siempre una nueva oportunidad. No mira a las apariencias, no toma en cuenta los pecados ni el pasado.
Por cierto que nadie de nosotros puede cambiar su pasado. Pero que yo sea un pecador o pecadora depende de mi relación con Dios aquí y ahora. Si es una relación de amor, entonces no hay espacio para el pecado, sea cual sea mi pasado. El amor del Padre en Jesús sólo tiene ojos para el futuro. Aquel que le perdona a otro su pasado, lo libera de este pasado y hace de él o de ella una persona nueva.
Simón, que significa “recuérdate”, es interpelado por Jesús para que recuerde cómo Dios perdonó a David su doble trasgresión, cuando el rey de Israel sumó el crimen al adulterio: bastó un sincero movimiento de arrepentimiento de parte del culpable, para que Dios renunciara a aplicar la sentencia pronunciada contra él (primera lectura). E interpela a Simón: ¿Y no tendría piedad de esta hija de Abraham que moja mis pies con sus lágrimas en señal de arrepentimiento?
Simón se “olvidó” del rostro misericordioso de Dios anunciado en las Escrituras de la primera Alianza; vive encerrado en una religiosidad legalista sin alma, de la que Jesús intenta arrancarlo, proponiéndole una pequeña parábola en forma de adivinanza. Dentro de su sencillez, la parábola no deja de ser paradojal. Se esperaba que fueran los deudores que solicitaran la remisión de su deuda. No es así. La iniciativa viene del acreedor y su único motivo es la compasión: “Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda”.
Simón contesta sin problema la pregunta de Jesús: el reconocimiento de los deudores es por supuesto proporcional a la deuda remitida. Pero nada asegura que nuestro fariseo se haya dado cuenta del alcance de su respuesta. Por lo mismo Jesús va a interpretar la situación que están viviendo a la luz de la respuesta que Simón acaba de dar. Nuestro Señor da de entender con gran delicadeza a su interlocutor que él mismo es uno de los deudores de la parábola, la otra es la mujer pecadora. Dios perdonó a ambos su deuda, independientemente de la gravedad de sus respectivas faltas, e incluso antes que solicitaran su perdón. Pero ambos no han tomado conciencia en la misma medida de la misericordia divina. Como buen fariseo, Simón se considera justificado por su observancia de la ley. ¿Cómo podría discernir entonces en Jesús al Salvador que lo restablece delante de Dios en la justicia? Por lo mismo que el reconocimiento y el amor están ausentes de la comida que ofrece a Jesús, comida que sólo aparenta la convivencia.
En contraste la mujer – cuyo nombre no se menciona porque representa a la humanidad pecadora pero arrepentida -  ha entendido que Dios remite la deuda a sus hijos pecadores, no a razón del amor que éstos le demuestran. ¿Cómo podrían hacerlo si están separados de la fuente de la caridad? Al contrario, es a razón del descubrimiento de la divina gratuidad en la misericordia que pueden responder con su amor.
Este evangelio no nos puede dejar instalados en la comodidad de nuestro sillón. Nos invita a levantarnos y a cambiar nuestra actitud o a fortalecerla. Aprender a mirar con los ojos de Jesús. Lo que Jesús dice a Simón el fariseo, también lo dice a nosotros. Lo que hace esta mujer y muchas otras mujeres, es también lo que debemos hacer nosotros.
Así vivirá Cristo en mí. Al entrar en la mirada de Cristo, “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi”. Con razón esta referencia de la carta a los Gálatas de San Pablo hoy en la segunda lectura, es la que más veces es citada en los escritos de San Alberto Hurtado. Pidamos por su intercesión esa maravillosa gracia por cada uno de nosotros.