viernes, 4 de enero de 2013

Epifanía del Señor: Mt2, 1-12


La Epifanía del Señor: Mt 2, 1-12

«Unos magos de Oriente» se presentaron en Jerusalén preguntando: « ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a rendirle homenaje» (Mt 2,1-2). Se creía por entonces que el nacimiento de todo gran personaje en la tierra era acompañado por la aparición de una estrella en el firmamento. A Jesús no le debía faltar la suya... Lo de «la estrella», sobre la que se han lanzado todo tipo de hipótesis, es un símbolo. En el libro de los Números (24,17) se dice: «Avanza la estrella de Jacob y sube el cetro de Israel.» Esta estrella es símbolo del Mesías, que conduce a los paganos a la luz de la fe.  En la estrella que conduce a los magos a Jesús ve el evangelista Mateo la marcha de los paganos hasta la fe. Estos personajes, a más de extranjeros, ejercían una profesión penalizada por la Biblia: la magia. Eran originarios, tal vez, de la tribu de los Medos, que llegó a convertirse en casta sacerdotal entre los persas. Practicaban la adivinación, la medicina y la astrología, prácticas que, en la Biblia, no gozan de buena reputación.
Los dos primeros y únicos grupos de personajes que desfilaron ante Jesús, tras su nacimiento, no contaban entre los poderosos de la tierra, pues eran marginados del mismo pueblo de Israel (pastores) o extranjeros mal vistos por la religión oficial (magos), aunque respetuosamente tratados por Herodes. Dios se fija en los que no cuentan para anunciarles la buena noticia.

De los magos hemos sabido (¿inventado?) más con el tiempo. Pero nada de lo que sigue aparece en los evangelios. Desde el siglo II se piensa que eran tres, a juzgar por los tres regalos que le ofrecen al niño: oro (regalo real), incienso (para el culto) y mirra (para ungir el cadáver el día de la muerte); se les bautizó en el siglo VI con el nombre de reyes: Melchor, rey de Persia; Gaspar, rey de Arabia, y Baltasar, rey de la India. Estos tres reyes se habían reunido por orden de Dios en Persia para acudir hasta Belén, guiados por la estrella. San Beda (s. VIII) los considera representantes de Europa, Asia y Africa, los tres continentes conocidos en aquel tiempo; de ahí los distintos colores de su piel. En el siglo XII se trasladaron sus supuestos huesos desde Milán a la catedral de Colonia, donde hoy son venerados.

«Herodes el Grande.» Los poderosos de la tierra están representados por Herodes, una versión actualizada del faraón de Egipto, que quiso acabar con los primogénitos de los israelitas cuando el pueblo era esclavo. Moisés antes, y ahora Jesús, se libraron de la muerte. Dios andaba de por medio. Los poderosos no quieren que el pueblo alcance la libertad y acaban con la vida de quienes pueden concienciarlo.
Herodes, el gran rey Herodes, era famoso por su crueldad: mandó matar a su yerno, ahogado; mató a sus hijos Aristóbulo y Alejandro; estranguló a su mujer, Mariamme. Lo que el evangelio cuenta de él cuadra con sus ansias de poder y con su crueldad sin límites. Que mandó matar a los niños menores de dos años consta por el evangelio. Cuántos niños murieron (en todo caso, no más de quince, según los diferentes cálculos de demografía y natalidad) no lo sabemos.
Pero Dios estaba con Jesús. La orden fue burlada y el niño se libró huyendo a Egipto. Algo parecido sucedió con la orden del faraón de Egipto de matar, al nacer, a todo israelita varón (Ex 1,15-22).


«Sacerdotes y letrados.» El ala eclesiástica de la época y la cultura del momento cumplieron su papel. Dieron toda la información a Herodes para llegar a Jesús, pero, acomodados e instalados en su saber y posición social, no sintieron el más mínimo interés por acudir hasta él: tal vez no sentían necesidad de libertador alguno. «Herodes... convocó a todos los sumos sacerdotes y letrados del pueblo y les pidió información sobre dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: en Belén de Judá, así lo escribió el profeta» (Mt 2,3-4).
Después de esto ya sabemos: «José y María se fueron con el niño a Egipto.» En Egipto había comenzado la historia del pueblo de Israel. Jesús había venido para reiniciar esta historia. De allí, como al principio, saldría para conducir al nuevo pueblo a la tierra prometida.


Terminamos retomando una cita de una homilía de Benedicto XVI en una celebración de la Epifanía:
"Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje… Podemos entonces preguntarnos: ¿cuál es la razón por las que unos ven y encuentren, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el camino pero no se mueven? Podemos responder: la demasiada seguridad en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber ya formulado un juicio definitivo sobre las cosas volviendo cerrados e insensibles sus corazones a la novedad de Dios. Están seguros de la idea que se han hecho del mundo y no se dejan ya conmover en lo profundo por la aventura de un Dios que quiere encontrarles. Ponen su confianza más en sí mismos que en Él y no consideran posible que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros.
Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero también el auténtico valor, que lleva a creer a lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme. Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse, y de salir de sí para encaminarse en el camino que indica la estrella, el camino de Dios. El Señor sin embargo tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos. Queramos, entonces, pedirle a Él que nos dé un corazón sabio e inocente, que nos consienta ver la estrella de su misericordia, nos encamine en su camino, para encontrarle y ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo".