sábado, 26 de marzo de 2011

27 de marzo: 3er Domingo de Cuaresma: Jn 4, 5-42


3er domingo de Cuaresma: Jn 4, 5-42:
Conversación de Jesús con la samaritana

Durante los tres próximos domingos de Cuaresma, la liturgia nos propone distintos episodios del evangelio de Juan: el encuentro de Jesús con la Samaritana, la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro. Los episodios no tienen mayor relación entre ellos ni tampoco con los tres primeros domingos de Cuaresma.

Recordemos que Juan no es un evangelio sinóptico, no es un texto narrativo, ni lo que nos cuenta es probablemente histórico. Juan es un evangelio enteramente simbólico. No hay símiles sino identificaciones: “Yo soy la vid verdadera”; no dice “Yo soy como la vid”. Las demás vides, las de la realidad, no son verdaderas. “Yo soy el Pan verdadero”: el resto de los panes son sucedáneos. Yo tengo el “agua verdadera”, la otra no quita la sed. Por lo tanto tenemos que tener en cuenta en este evangelio el estilo literario y simbólico enteramente peculiar de Jesús. No estamos escuchando sencillamente la narración de una conversación tal como fue, sino que se trata de una sofisticada composición teológica, con intenciones muy profundas y a veces nada fáciles de detectar.

El episodio del encuentro de Jesús con la Samaritana en el pozo en pleno medio día es un momento chocante en aquella cultura antigua. Jesús entabla conversación con una mujer samaritana. Los samaritanos son enemigos de los “judíos”; los consideran herejes y renegados. El compartir con uno de ellos contamina el alma, peor aun, si se trata de una mujer. ¿Sabrá Jesús lo que está haciendo? Jesús pareciera saber, incluso antes que le pida de beber, que se trata de una mujer de “vida alegre” para decirlo de una forma. Ha tenido ya cinco hombres diferentes y ahora está con su sexta pareja (solo una pareja más que la afamada Liz Taylor). ¿Sabrá Jesús el lío en que se está metiendo?

El elemento crucial en esta conversación – lo mismo que en la parábola del hijo pródigo, o la Magdalena, o la mujer adúltera a punto de ser lapidada, o las negaciones de Pedro – es algo que nuestras mentes orientadas hacia nuestra manera de enfocar la justicia, pueden fácilmente no percibir. En cada situación donde Jesús se encuentra con un pecador(a), no pareciera estar interesado en los pecados pasados de la persona. Jamás humilla a un pecador(a), (salvo los hipócritas), jamás pide qué pecados se cometieron ni cuantas veces, jamás da una penitencia compensatoria, todo aquello bastante diferente de nuestra práctica del sacramento de la penitencia. Lo único que pide, es que el pecador(a) quiera volver a casa, y que sienta una sincera necesidad de perdón.
A Jesús no le importa lo que hayan hecho de malo; más le importa lo que les hace falta.

El pecado contrae el alma: empobrece  y termina hiriendo al pecador. Como en la parábola del hijo pródigo, Dios no puede impedir que nos lastimemos nosotros mismos, porque somos libres. Solo puede esperar pacientemente que volvamos a casa.
La Samaritana desafía a Jesús en el diálogo: “Cómo tú, siendo Judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”
Y si tienes esa agua que colma la sed para siempre, por favor dámela para que no tenga que venir cada día aquí a sacarla.
Jesús, hábilmente y suavemente la lleva hacia la verdad: las aguas del bautismo que revientan nuestros pequeños mundos oscuros y autosuficientes para que entre de lleno el flujo de vida verdadera.
¿Cómo podemos creer honradamente que somos hijos (as) de Dios y quedarnos pegados en las pequeñeces? ¿No será que nosotros mismos nos miramos en menos y no valoramos la mirada de Dios sobre nosotros mismos, al estilo de Jesús que valora infinitamente a la Samaritana?
¿No nos pasa un poco lo de Esaú que prefirió un plato de lentejas a la primogenitura: satisfacer un hambre momentánea en detrimento de la dignidad del derecho bautismal?
Jesús no miró a la Samaritana viendo en ella una mujer de vida alegre, sino miró y vio en ella a una princesa a la que se consideraba una cenicienta.
Dejemos que Jesús nos mire y nos sane de todas nuestras pequeñeces y miserias.








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