sábado, 7 de mayo de 2011

8 de mayo 2011: tercer Domingo de Resurrección




3er Domingo de Resurrección: Lc 24, 13-35

La muerte de Jesús de Nazaret ejecutado como criminal en el suplicio de la cruz, reservado a los peores criminales y en un lugar desolado, la cima de una cantera abandonada en las afueras de Jerusalén,  fue noticia conmovedora en su momento. Era la Pascua judía y Jerusalén estaba atestada de peregrinos venidos de todo el mundo conocido de esa época. ¡Se calcula que podía haber una afluencia de 200 a 300.000 peregrinos! Lo ocurrido era tema de conversación en todas las bocas. Por eso la gran extrañeza de los discípulos a la pregunta del forastero que se les junta en su caminata hacia Emaus: ¿Cómo que no sabes lo que ha ocurrido en estos días en Jerusalén? Y ellos apresurándose en dar “su versión” de los hechos con “su interpretación” desde su desánimo y desesperación: “Nosotros esperábamos que él iba a cambiar este mundo (=libertador de Israel)”. Pero “ya ves”, todo sigue igual.

Tal vez muchos se identificaban con estos discípulos desilusionados, una situación que Lucas, escribiendo su evangelio unos 50 años después de la muerte y resurrección de Jesús, pareciera comprobar como una penosa situación en la Iglesia naciente. En ese contexto compone ese precioso relato para reencantar la fe de los discípulos en Jesús vivo y resucitado. Es un relato a ser saboreado despacio. Desde luego no lo consideremos como un reporte o descripción de hechos ocurridos, sino una preciosa composición literaria dentro de la perspectiva  lucaniana de reforzar la fe en Cristo vivo y resucitado a partir del testimonio de dos discípulos y con el claro propósito de revitalizar la fe de la comunidad en Cristo resucitado.

Casi dos mil años después, no es raro escuchar y percibir también  desilusiones en nuestra Iglesia. Así por ejemplo, muchos esperaban del Concilio Vaticano II grandes cambios en la Iglesia: que fuera una Iglesia de los pobres, una Iglesia de los laicos, una Iglesia que valorara los derechos de la mujer con su  participación y su responsabilidad activa, una Iglesia de los jóvenes, una Iglesia que acogiera y acompañara a los matrimonios en dificultad, una Iglesia que fuera más comprensiva de los grandes cambios ocurridos en la vivencia de la sexualidad. Pero ha pasado el tiempo y todo sigue igual o peor: hay gran escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas, parroquias y comunidades sin pastor, congregaciones religiosas en extinción; en muchas partes del mundo se presenta un panorama de una cultura religiosa muy declinante frente a la emergencia invasora de una cultura secularizada e individualista, característica del mundo occidental que era otrora el mundo de la cristiandad.

Surge entonces la gran pregunta: ¿por donde pasa el camino del reencantamiento de la fe en Cristo vivo y resucitado?
Desde luego hay que evitar alejarse de la comunidad o mandarse cambiar.
Para volver al reencantamiento de la fe, el evangelista señala dos importantes pasos: dejarse ayudar y “acompañar” en la lectura y comprensión de las sagradas escrituras y ser profundamente solidarios en compartir el pan, ambos pasos tanto en el sentido literal como figurado. En el sentido literal y cultual, son los dos momentos que componen  nuestra eucaristía, la liturgia de la palabra y la liturgia de la eucaristía; ésta busca ser precisamente celebración de nuestra fe en Cristo muerto y resucitado, vida para el mundo.

En el sentido figurado, es vivir y descubrir a Cristo resucitado en los signos de los tiempos; es agudizar nuestra inteligencia espiritual a la presencia del Dios de la vida en medio de nosotros que nos impulsa a compartir, a ser plenamente solidarios y a moldear este mundo según el proyecto del Padre.

Pasa por creer lo que exclamó Juan Pablo II en Chile y en un contexto de violencia y confrontación: “el amor es más fuerte”. Eso no se puede creer si no se experimenta. Es el punto neurálgico de la catequesis de Jesús a los dos discípulos: “el Mesías tenía que sufrir para entrar en su gloria”. Pasa también por vincularse con los demás en nombre de Jesús, es decir en nombre del amor incondicional y solidario.  La presencia real del resucitado se hace patente en el compartir el pan. El gesto de Jesús era lo que faltaba para que los discípulos dejaran de estar centrados en si mismos, en su manera de ver e interpretar y se abrieran completamente al compartir: “inmediatamente regresan a su comunidad.”
Abrirse al otro, al Otro (Cristo) que necesita y sufre hasta estar en nuestras vidas y compartir con nosotros para sentir su alegría,  eso es vivir la fe en Cristo resucitado. Es la fe que proclama, anhela y construye nuestras relaciones humanas basadas en la armonía, la paz, la justicia y la alegría para todos.