jueves, 29 de diciembre de 2011

Santa María Madre de Dios



Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
Lc 2, 16-21

Litúrgicamente, hoy es la fiesta de “Santa María Madre de Dios”.
Hoy es también el primer día del año civil, “¡Año Nuevo!” y la ya tradicional Jornada Mundial por la Paz.
La maternidad divina de María en el cristianismo es, claramente, una construcción eclesial. Los evangelios no dicen nada de ella, y no será formulada y «definida» hasta el siglo V.

Para el evangelio María es siempre, nada más y nada menos que “la madre de Jesús”, título entrañable, real e histórico, que acabará sepultado y abandonado en la historia bajo un montón de otros títulos y advocaciones construidos por  la devoción popular. El primer ejemplo de una invocación directa a María lo encontramos en el siglo V, en el himno latino Salve Sancta Parens.
La Edad Media europea dará rienda suelta a su imaginario teológico y devocional respecto de María. En el siglo XII aparece la opinión de su exención del pecado, tanto del personal como del “original”. En el mismo siglo XII aparece el Avemaría. El ángelus en el XIII. El rosario en el XIII-XIV (probablemente “importado” del Islam, con ocasión de las cruzadas). El «mes de María» y el «mes del rosario» aparecerán en los siglos XIX-XX. Los puntos culminantes de esta evolución ascendente serán la definición de la “inmaculada concepción de María” (1854, por Pío IX) y la declaración dogmática de la “asunción de María en cuerpo y alma al cielo”(1950, por Pío XII). Hoy, la imagen conciliar que la Iglesia tiene de María es la de “la madre de Jesús”.
María es una cristiana, muy cercana a Jesús, una discípula suya, un destacado miembro de la Iglesia. Ella a quien el enviado de Dios (= “Gabriel”) la saluda como la “llena de gracia” (pasivo: llenada de gracia por Dios), y que “goza del favor de Dios” es la que nos enseña, con su ejemplo, la más bella de las oraciones: “Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mi tu palabra”.
En el evangelio de hoy, Dios, a su vez, envía un ángel a unos pastores para llenarlos de Buena Nueva: “Hoy les ha nacido en la Ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor”. Los pastores eran, en los tiempos de Jesús, personas mal vistas, con fama de ladrones, de ignorantes y de incapaces de cumplir la ley religiosa judía. Unos verdaderos parias. A ellos en primer lugar llaman los «ángeles» a saludar y a adorar al Salvador recién nacido. Ellos se convierten en pregoneros de las maravillas de Dios que habían podido ver y oír por sí mismos. Algo similar pasa con María y José: no eran una pareja de nobles ni de potentados, eran apenas un humilde matrimonio de artesanos, sin poder ni prestigio alguno. Pero María, la madre, «guardaba y meditaba estos acontecimientos en su corazón», y seguramente se alegraba y daba gracias a Dios por ellos.
A ejemplo de María y los pastores, dejémonos mirar por la mirada llena de amor y de gracia del Padre. Desde esta humilde contemplación nacerán la bendición, la alabanza, la proclamación de las cosas grandes que es capaz de hacer el Señor cuando nosotros reconocemos sin temor nuestra pequeñez.
En este primer día del año nuevo, que nuestra oración también sea de agradecerle con todo el corazón la alegría de vivir, la oportunidad maravillosa que nos da de seguir amando y siendo amados, y la capacidad que nos ha dado para cambiar y rectificar.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Navidad: Lc 2, 1-14


Homilía de Benedicto XVI en la misa de Nochebuena
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 25 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la Santa Misa de la Noche de la Solemnidad de la Natividad del Señor, que ha presidido en la basílica de san Pedro del Vaticano.
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 Queridos hermanos y hermanas:
«A María le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada» (cf. Lc 2,6s). Estas frases, nos llegan al corazón siempre de nuevo. Llegó el momento anunciado por el Ángel en Nazaret: «Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc 1,31). Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera de su ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo. Podemos imaginar con cuánta preparación interior, con cuánto amor, esperó María aquella hora. El breve inciso, «lo envolvió en pañales», nos permite vislumbrar algo de la santa alegría y del callado celo de aquella preparación. Los pañales estaban dispuestos, para que el niño se encontrara bien atendido. Pero en la posada no había sitio. En cierto modo, la humanidad espera a Dios, su cercanía. Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para Él. Está tan ocupada consigo misma de forma tan exigente, que necesita todo el espacio y todo el tiempo para sus cosas y ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para Dios. Y cuanto más se enriquecen los hombres, tanto más llenan todo de sí mismos y menos puede entrar el otro.
Juan, en su Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de san Lucas sobre la situación de Belén: "Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron" (1,11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge.
En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquel que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo? ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar Él en nuestra vida? ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?
Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre María y la fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Mateo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navidad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera.
En algunas representaciones navideñas de la Baja Edad media y de comienzo de la Edad Moderna, el pesebre se representa como edificio más bien desvencijado. Se puede reconocer todavía su pasado esplendor, pero ahora está deteriorado, sus muros en ruinas; se ha convertido justamente en un establo. Aunque no tiene un fundamento histórico, esta interpretación metafórica expresa sin embargo algo de la verdad que se esconde en el misterio de la Navidad. El trono de David, al que se había prometido una duración eterna, está vacío. Son otros los que dominan en Tierra Santa. José, el descendiente de David, es un simple artesano; de hecho, el palacio se ha convertido en una choza. David mismo había comenzado como pastor. Cuando Samuel lo buscó para ungirlo, parecía imposible y contradictorio que un joven pastor pudiera convertirse en el portador de la promesa de Israel. En el establo de Belén, precisamente donde estuvo el punto de partida, vuelve a comenzar la realeza davídica de un modo nuevo: en aquel niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual este David atraerá hacia sí el mundo es la Cruz. El nuevo trono -la Cruz- corresponde al nuevo inicio en el establo. Pero justamente así se construye el verdadero palacio davídico, la verdadera realeza. Así, pues, este nuevo palacio no es como los hombres se imaginan un palacio y el poder real. Este nuevo palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. El poder que proviene de la Cruz, el poder de la bondad que se entrega, ésta es la verdadera realeza. El establo se transforma en palacio; precisamente a partir de este inicio, Jesús edifica la nueva gran comunidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el momento de su nacimiento: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama», hombres que ponen su voluntad en la suya, transformándose en hombres de Dios, hombres nuevos, mundo nuevo.
Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo? Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas» (PL 158, 955s). Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Padres, forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de alabanza. El canto litúrgico -siempre según los Padres- tiene una dignidad particular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles, creando así la verdadera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y este sentir juntos.
En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la alegría y nace el canto. Al final de nuestra meditación navideña quisiera citar una palabra extraordinaria de san Agustín. Interpretando la invocación de la oración del Señor: "Padre nuestro que estás en los cielos", él se pregunta: ¿qué es esto del cielo? Y ¿dónde está el cielo? Sigue una respuesta sorprendente: Que estás en los cielos significa: en los santos y en los justos. «En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próximas a Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres elevados, o sea de aquellos que habitan en los montes, sino que fue escrito en el Salmo: "El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado" (Sal 34 [33], 19), y la tribulación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como el pecador fue llamado "tierra", así, por el contrario, el justo puede llamarse "cielo"» (Serm. in monte II 5,17). El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pongámonos en camino, en esta Noche santa, hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo. Amén.

jueves, 15 de diciembre de 2011

4º Domingo de Adviento: Lc 1, 26-38


Lc 1, 26-38: 4º Domingo de Adviento

A una semana de celebrar la Navidad, la liturgia nos orienta en este cuarto domingo de Adviento para prepararnos a entrar de lleno en el proyecto de Dios para los hombres, para cada uno de nosotros: habitar entre nosotros y en nosotros.
Dios quiere conducir la historia y la vida de cada ser humano.
La primera lectura, la profecía de Natán al rey David, recuerda que no es el rey que tiene que construirle el templo al Señor o la morada de Dios entre los hombres. No, la iniciativa vendrá del mismo Dios: “El Señor te ha anunciado que El mismo te hará una casa”. “Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí, y tu trono será estable para siempre”.
Es el anuncio solemne de la nueva humanidad de la que el mismo Dios toma la iniciativa pero cuyo cumplimiento estaba todavía lejano.

En su evangelio, Lucas pone en contraste la anunciación a Zacarías en el templo y la anunciación a María en un pueblo ignorado, Nazaret, en una provincia apartada, Galilea, despreciada por los judíos (la Galilea de los gentiles). Definitivamente, la presencia de Dios entre los hombres ya no pasa más por la institucionalidad del templo, sino por la respuesta de María a la invitación del ángel Gabriel (=enviado de Dios).
Dios se ha apartado del centro de poder (el templo de Jerusalén), para ir a la periferia insignificante de un pequeño pueblito, solicitando el consentimiento de una joven muchacha para realizar su proyecto de la nueva humanidad.

María está en la línea de la profecía de Natán: está comprometida con un hombre, José,  perteneciente a la familia de David. Pero José no será el padre del niño que se encarnará en ella. No, porque un hombre, un ser humano no puede ser de ninguna manera modelo de la nueva humanidad; tampoco puede ser  condicionada por una tradición humana transmitida por un padre humano. Aquí está el sentido teológico de la concepción virginal. La nueva humanidad será obra de Dios: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”.

El Espíritu de Dios es el que actúa desde el comienzo de la creación en el libro de Génesis. Aquí es el mismo Espíritu que se hace presente al iniciarse la nueva creación.
Claramente lo que Lucas quiere decir para sus lectores es que con Jesús, empieza una nueva humanidad que es obra e iniciativa de Dios pero que no se realiza sino por la fe ideal de María; y, a partir de María, por la fe de toda comunidad y de todo creyente.

Al comienzo de la Biblia, Adán (que significa “hombre”), es obra de Dios,  creado por él,  y padre de la humanidad.
Jesús es otro Adán, en el linaje de Adán, descendiente de Adán (Lc 3, 28), pero a la vez nuevo Adán, comienzo de la nueva humanidad. Si a Adán lo creó Dios, a Jesús, en cuanto verdadero hombre, tiene que haberlo creado Dios también (Lc 1, 35). Por eso no puede ser hijo de José.
 ¿Cómo es esa nueva humanidad de Jesús y en qué consiste? Pues bien, el resto del evangelio es respuesta a esa pregunta. La humanidad que se manifestará en Jesús es expresión del proyecto de Dios para todos los hombres: que se amen, que se respeten, que fraternicen y solidaricen entre ellos. Jesús encarnará y manifestará lo que Dios quiere ser para los hombres y en cada hombre. Se identificará con los pobres y los pequeños, con los sufridos de la tierra: los enfermos, los postergados y los excluidos (lo que habrás hecho a este hermano más pequeño…). Se identificará con la comunidad orante (donde dos o tres se reúnen en mi nombre…). Se asimilará con el pan de la eucaristía que se parte y se reparte como alimento de la nueva humanidad.
La nueva humanidad revelada por Jesús es la que da el único sentido de la vida humana: ser vida al servicio de los demás y de todos los demases disminuidos en su humanidad, en su calidad de vida humana.

En este sentido surge aquí nuevamente la belleza de una obra como el Hogar de Cristo: brindar un hogar al que sufre, dignificar y humanizar vidas dañadas, heridas, conculcadas.
Decir junto a María: “Hágase en mí según tu palabra”, es vivir la disponibilidad en nuestra vida para que otros tengan “más vida”, para erradicar tendencias individualistas o que impiden a seres humanos de cualquier modo acceder a una vida humana más digna.
Por allí va también el sentido más profundo de la virginidad de María: estar lleno de gracia es estar lleno de compasión y de acogida misericordiosa frente a los que sufren.
Tal vez es algo de esa actitud que caracterizó al P. Hurtado: él que “acogía” con tanta fuerza por que también en él encontraba respuesta fecunda el Espíritu del Señor.
En estos días que nos separan de Navidad, preparemos nuestro corazón pidiendo humildemente la gracia de repetir junto a María: “hágase en mí según tu Palabra”.

sábado, 10 de diciembre de 2011

3er Domingo de Adviento: Jn 1, 6-8. 19-28


 3er Domingo de Adviento: Jn 1, 6-8, 19-28


Ciertamente que Juan Bautista es un personaje muy querido por el autor del cuarto evangelio, lo mismo en los otros evangelios. Seguro que la figura del Bautista tuvo gran importancia en las primeras comunidades cristianas, por eso su papel relevante en cada evangelio.
¿Cuál era la real importancia del Bautista en la vida de las primeras comunidades?
La respuesta va en el sentido que fue consecuente: sufrió el martirio por denunciarle a Herodes la situación de pecado en la que vivía; dio su vida por testimoniar de la verdad. En el cuarto evangelio se le presenta como el que vino a dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él (por su testimonio).
“No era él la luz, vino sólo a dar testimonio de la luz”.

La presencia, la predicación y el estilo de vida de Juan Bautista causan un gran revuelo. Los evangelios señalan que mucha gente acudía donde él. Eso preocupaba a la autoridad central en Jerusalén, la que manda a jerarcas y autoridades del templo a averiguar lo que pasa y quién es él realmente.  Juan reconoce que él no es el “Mesías”, el tan anhelado libertador de aquel mundo de dominación extranjera y gran miseria reinante. No se identifica con ninguno de los personajes que ellos sospechaban y temían. Su temor viene de que se les podía arrebatar el control que ejercían sobre el pueblo desde el lugar sagrado del templo. Cuando Juan es requerido formalmente para darles a conocer su identidad y su misión, contesta con firmeza y claridad: “Yo soy la voz del que grita en el desierto: enderecen el camino del Señor”, citando al profeta Isaías. Como parecía que, con estas respuestas, carecía de la autoridad para bautizar, se le echa en cara su acción. Aquí Juan confirma su papel y misión de preparar la venida del Mesías. El bautiza con agua; el que viene después de él bautizará con espíritu. Es decir el bautismo de Juan es incompleto y preparatorio. Invita a la gente a cambiar de actitud, a dejar de ser cómplices de las injusticias del mundo. Eso ya no es poca cosa. Juan conoce su lugar. Anuncia al que viene, al que todavía no conocen y de quién él “no es digno de desatar la correa de su sandalia” (expresión que significa ponerse en lugar del novio). Juan no se pone en lugar del Mesías, sino abre paso a la venida de Jesús.

Jesús bautizará con “espíritu” y dará cumplimiento a lo que se señala en la primera lectura y que retomará el evangelio de Lucas para describir y resumir la misión de Jesús: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor.”


Durante esta semana, la liturgia volverá varias veces a la figura de Juan Bautista.
Por lo tanto es una invitación insistente a que nos pongamos en su senda, a que seamos valientes para allanar el camino al Señor. Seguir al Bautista es atreverse a ser profeta en nuestro mundo de hoy. Es invitar a dar el paso a reconocer a Jesús en medio de nosotros (“Entre ustedes hay alguien a quién no conocen”) cuyo espíritu es liberación para los pobres y los cautivos. Viene al caso citar aquí al cautivante filósofo francés Emanuel Levinas: “En el rostro del otro se manifiesta la epifanía del Señor”[1]. No es fijándose en algún detalle del rostro, porque esa sería observación distractiva. Es necesario fijarse con “los ojos del corazón” en el rostro del otro para percibir la misteriosa belleza de la presencia del Señor en él. La práctica de este ejercicio requiere una verdadera coversión. Pero se generará una nueva unión, una com-unión con Cristo presente en el otro. ¿No vivimos a veces este experiencia quasi mística en las fervientes celebraciones eucarísticas de nuestras comunidades eclesiales de base?

En estos tiempos de crisis, nuestro mundo carece de líderes carismáticos. Se busca y se espera a personajes que vengan a dar sentido, orientación y que abran caminos de esperanza.

Entre nosotros ha surgido años atrás un gran profeta: San Alberto Hurtado, verdadera visita de Dios a Chile. En estas semanas de Adviento,  el testimonio de su vida y su mensaje nos convidan a allanar los senderos y a preparar el camino para que en Chile la desigualdad económica y la exclusión social vayan menguando. ¿Quien más y mejor que él refirió a Jesús presente entre nosotros y que la mayoría de las veces desconocemos?
El bautismo con espíritu santo es aquel que, en nosotros, con nosotros y por nosotros, cambia el mundo según el espíritu de Jesús.
Por eso nos recuerda el P. Hurtado que  “los únicos que podemos cambiar el mundo somos nosotros”.




[1] “Le visage d´autrui, c´est l´épiphanie du Seigneur”

viernes, 2 de diciembre de 2011

2o Domingo de Adviento: Mc 1, 1-8


2º Domingo de Adviento: Mc 1, 1-18

Marcos vive en una comunidad cristiana, en un grupo de personas que están intentando poner en práctica el mensaje de Jesús de Nazaret. Ellos están experimentando un cambio profundísimo en su modo de vivir; para ellos, la experiencia que están atravesando constituye una inagotable fuente de alegría y de felicidad. El mensaje de Jesús ha sido, en verdad, buena noticia, la Buena Noticia : se sienten hijos de Dios y viven como hermanos de todos los que han querido adoptar este modo de vida; entre ellos no hay nadie que pase necesidad, porque todos han renunciado a hacerse ricos y lo que cada uno tiene lo comparte con todo el grupo; nadie está solo porque entre ellos todos son solidarios y sienten que en su solidaridad actúa la misericordia del Padre. El mundo se ha convertido ya allí, en ellos, en un mundo de hermanos... Pero esta transformación no ha sobrevenido de repente, sino como consecuencia de un proceso que, aunque pudiera estar avanzado, ha sido largo y aún no está terminado. Y Marcos quiere dejar escrito el testimonio de lo que dio origen a ese cambio tan profundo que se ha producido en la vida de los miembros del grupo.
Así empezó todo, dice Marcos. Estos son los orígenes, el comienzo de esa nueva realidad que se vive entre los grupos cristianos. Porque, a la vista del estilo de vida de los seguidores de Jesús, habrá quienes decidan adoptar ese modo de vivir e incorporarse al grupo: para ellos, para todos los que puedan sentirse atraídos por el mensaje de Jesús de Nazaret, escribe Marcos su evangelio, desde el principio. Para que todos sean conscientes de los hechos que dieron origen a lo que ahora viven y, probablemente, para que nadie intente llegar al final sin empezar por el principio.
Como está escrito en el profeta Isaías: «Mira: envío mi mensajero delante de ti; él preparará tu camino.» «Una voz grita desde el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos», se presentó Juan Bautista en el desierto proclamando un bautismo en señal de enmienda para el perdón de los pecados.
Juan Bautista, que tiene como misión preparar a los hombres para recibir al Mesías y escuchar su mensaje, se marcha fuera, se margina él mismo de la sociedad y proclama su mensaje desde un lugar despoblado.
Era la de entonces una sociedad injusta y opresora; por eso Juan empieza su tarea invitando a la gente a salir de aquel ambiente de pecado y a volver al desierto, el lugar que representa, según los testimonios del Antiguo Testamento, la época en la que las relaciones del pueblo con Dios fueron mejores (Sal 114,1), el tiempo en el que la experiencia de la liberación de la esclavitud, sentida como manifestación del amor eterno de Dios hacia su pueblo Jr 31,3; Is 63,7-9; Sal 98,3; 107,1-8; 136,10-24), estaba todavía a flor de piel; en correspondencia a esa muestra de amor, Israel se comprometió a vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, evitando que entre ellos se reprodujeran las estructuras de esclavitud que habían tenido que soportar en la tierra de Egipto (Ex 19,8).
Desde otro desierto, figura del primero, Juan empieza a proclamar su pregón. Este consiste en una invitación: enmiéndense, corrijan su modo de vivir, abandonen su vida de pecado.
Y fue saliendo hacia él todo el país judío y todos los habitantes de Jerusalén, y él los bautizaba en el río Jordán a medida que confesaban sus pecados.
En el modo de expresarse de los antiguos profetas (con quienes se muestra identificado Juan Bautista), pecado era todo aquello que hacía volver a la sociedad a la situación de Egipto, olvidándose del Dios que los liberó de la esclavitud y destruyendo la libertad y la dignidad de los que por Dios fueron liberados. Pecado era la injusticia y la explotación del hombre por el hombre, expresión y consecuencia de toda idolatría (Is 1,10-31; 59,9-15; Am 5,7-12).
El Bautista, para preparar el camino al Señor, a Dios, que viene en Jesús Mesías, Hijo de Dios, propone a los que salen de la sociedad injusta -«y fue saliendo hacia él todo el país judío y todos los habitantes de Jerusalén»- que rompan con la injusticia y que adopten un modo de vivir de acuerdo con la voluntad del Dios liberador, expresando esa decisión en un bautismo: «y él los bautizaba en el río Jordán a medida que confesaban sus pecados».
Así empezó todo. Este es el principio de los orígenes. Y así debería empezar el camino de cada hombre hacia la fe.
Sin embargo, ¿es posible descubrir en todos los que nos llamamos cristianos a personas que han roto con la injusticia, con la explotación del hombre por el hombre, con la violación de los derechos y de la dignidad de la persona...? Y esto es sólo el principio.
En los últimos tiempos se habla mucho de la necesidad de renovación dentro de la Iglesia. He aquí un camino: acabemos con cualquier tipo de complicidad con este mundo injusto y preparemos así el camino a Jesús, que llega. ¿Sabrá la Iglesia de verdad partir con un nuevo comienzo? ¿Sabrá renovarse en fidelidad amorosa al proyecto de Jesús de Nazareth? ¿A 50 años de la convocación del Concilio Vaticano II por Juan XXIII, hay suficiente coraje para retomar la corriente profética y el camino que él nos abrió?
La respuesta es que depende de cada uno de nosotros y de todos los que confesamos que somo cristianos.



jueves, 24 de noviembre de 2011

1er Domingo de Adviento: Mc 13, 33-37


 1er Domingo de Adviento: Mc 13, 33-37

 “Tengan cuidado” y “Estén prevenidos”, son dos invitaciones del evangelio en este primer Domingo de Adviento. En este mundo lleno de peligro de robos, de inseguridades, está cada vez más de moda el estar atento y prevenido. Se usan alarmas electrónicas, rayos láser y otros medios sofisticados para estar atento en nuestras casas, oficinas y barrios.  Se han agudizado los sistemas de   “alertas” frente a cualquier señal de terrorismo, gastando fortunas en detectar la menor posibilidad de amenaza. Además de esas alertas, hay que aprender a estar atento a los sutiles sistemas financieros que facilmente se nos meten impunemente las manos al bolsillo.
¿A ese cuidado y prevención nos convida el evangelio de hoy?
Si hemos de estar atentos y prevenidos, no es por miedo y desconfianza, sino por la espera y confianza de que alguien está por llegar, alguien esperado desde hace mucho tiempo.
El Adviento es un llamado que nos hace la Iglesia a estar atentos a la venida de Dios entre nosotros. Eso requiere agudizar los sentidos y crecer en discernimiento para percibir su venida y presencia en medio de nosotros. Tendemos a hacer la experiencia del abandono y del silencio de Dios, cuando nos enfermamos, cuando envejecemos, y tantas veces cuando observamos todo lo cruel que ocurre en nuestro mundo. Es precisamente en todos estos momentos de oscuridad que el evangelio nos invita a estar atentos, alertas, vigilantes, porque Dios es, en esencia, el Dios que viene a nosotros, que está entre nosotros de mil maneras, sobre todo allí donde hay dolor y sufrimiento.
El siguiente cuento nos puede aclarar cómo estar atento y prevenido.
Casimiro, un hombre muy religioso pedía insistentemente a Jesús que le dejara ver su rostro. Su máximo anhelo antes de morir era poder encontrarlo frente a frente.
Un buen día, estando en la Iglesia, escuchó una voz que le decía en su interior: Ha llegado el tiempo en el que me podrás ver: Mañana iré a visitarte a tu casa. Espérame y me verás. No faltaré. Casimiro volvió a su casa, y se puso a preparar todo para su encuentro con Jesús. Barrió la casa, puso en la puerta una bella alfombra nueva, preparó unas galletas y una torta, para ofrecerle una buena merienda a Jesús.
Al día siguiente, Casimiro se puso a la puerta de su casa con la torta, las galletas y las golosinas sobre una mesa. Pasaba el tiempo y no aparecía Jesús. De pronto, pasó por allí un niño jugando solo; se quedó mirando la torta y las golosinas y se fue acercando poco a poco, jugando cada vez más cerca. Estuvo allí un buen rato hasta que Casimiro lo regañó y le dijo: Vete a jugar lejos de mi casa, porque estoy esperando un visitante muy ilustre y no estoy dispuesto a que tú te comas lo que le he preparado para comer. El niño se fue muy triste a jugar en otra parte.
Un poco más tarde, vio venir a una viejita pobre que tenía la ropa y los zapatos muy sucios; era una viejita conocida en el vecindario; se acercó a la puerta de la casa de Casimiro para pedir una limosna, como acostumbraba, pero éste le prohibió que se acercara y pisara su alfombra nueva: Me la vas a manchar, le dijo. Vete, que estoy esperando un visitante muy ilustre y no estoy dispuesto a que tú me estropees la limpieza de mi casa. La viejita se fue muy triste a pedir una limosna en otra parte.
Pasaba el tiempo y Jesús no aparecía. Ya por la tarde, vino un vecino corriendo y le pidió a Casimiro que le ayudara a sacar su carro de un hueco en el que había caído por accidente; pero Casimiro dijo: No puedo dejar mi casa sola, porque estoy esperando un visitante muy ilustre, y no estoy dispuesto a que no me encuentre esperándolo. El vecino se fue muy triste a pedir ayuda en otra parte.
Cayó la noche y Jesús no apareció. Al otro día, Casimiro se fue a la Iglesia a preguntarle a Dios por qué no había cumplido su promesa: ¿Por qué, Señor? ¿Por qué no cumpliste tu promesa de ir a verme a mi casa? Hubo un Tiempo de silencio. Dios callaba. De pronto, Casimiro escuchó una voz que le decía en su interior: Fui y no me reconociste; yo era el niño que esperaba que me dieras un poco de torta y algunas golosinas para alegrarme la vida. Yo era la anciana pobre que pasó por delante de tu casa esperando recibir alguna ayuda para vivir. Yo era tu vecino que te pedía un favor. No quisiste verme. Las tres veces me fui muy triste a buscar en otra parte. Y Casimiro, salió fuera y lloró amargamente por no haber reconocido a Jesús”.

Estar atento y prevenido para recibir “al dueño de casa, al atardecer, a medianoche o al canto del gallo o por la mañana” (es decir ¡las 24 horas!), es estar atento al paso de Dios por nuestras vidas.
Los ritmos de vida que llevamos, la cultura crecientemente materialista y consumista en la que estamos inmersos, atentan contra la atención y acogida a ese paso de Dios. El evangelio del pasado Domingo nos recordaba que seremos juzgados por lo que hicimos y por lo que dejamos de hacer a los seres humanos en los que se encarna el paso de Dios por nuestras vidas.
Hoy se nos invita a estar atentos y a atender al mismo Señor que en ellos nos interpela y nos visita.







jueves, 17 de noviembre de 2011

Solemnidad de N.S.Jesucristo, Rey del Universo: Mateo 25, 31-46


Fiesta de Cristo Rey
Mt 25, 31-46

Hoy concluye el ciclo del año litúrgico con la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Es muy significativo que se nos propone el hermoso e impactante evangelio del juicio final de San Mateo. Con ello, la Iglesia nos invita a mirar hacia el final, pero no para olvidar el presente porque si hay un texto en la Biblia que tiene bien claro el presente, es éste. Mirar el futuro con los pies en la tierra y con el corazón en los hermanos.

A lo largo de su evangelio, Mateo destaca que Jesús no se ha alejado de nosotros. El evangelio de hoy es una insistente invitación a reconocerlo en nuestros hermanos que sufren: los hambrientos, los sedientos, los enfermos, los encarcelados, los sin techo, las víctimas de las drogas etc. Jesús se identifica con ellos, vive y sufre su pasión en ellos.
El quedar indiferente, el no reconocerlo en los más sufridos de nuestros hermanos, resulta en un juicio condenatorio con tremendas consecuencias (“el castigo eterno” en oposición a la “Vida eterna”).
Sin duda podemos señalar que aquí está el pecado más común y menos confesado: el pecado de omisión, el omitir el gesto de solidaridad con el prójimo.

El compromiso con los pobres es el test de nuestra fidelidad al Reino.
El amar y servirlos es amar y servir al Señor. Porque Jesús se identifica con el pobre, el pobre es un sacramento de Jesucristo.
En nuestro compromiso con ellos, se realiza la segunda petición del Padre nuestro: “Venga tu reino”.

Como “Hogar de Cristo”, no podemos dejar de mirar al P. Hurtado en relación con el evangelio de hoy. Lo más sublime del P. Hurtado es su maravilloso cristocentrismo. Así resume al Cristo de los evangelios largamente contemplado en la oración: “Pasó por el mundo haciendo el bien, un bien que no es una altiva caridad tirada al pobre, sino una efusión de un amor que no humilla, sino que comprende, compadece fraternalmente, eleva.  El gesto de Cristo es gesto de respeto, de comprensión, de compenetración afectiva con la masa doliente, de sentirse uno de ellos y de cargarse con todo su ser del lado de los que sufren, y de poner toda su palabra, su poder, su influencia del lado de ellos.

Pero hay mucho más: el pobre es Cristo mismo. El prójimo en general pero especialmente el pobre es sacramento de Cristo: “Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños.  ¡Cristo no tiene hogar!.. El pobre suplementero, el lustrabotas...  la mujercita de tuberculosis piojosa es Cristo.  El borracho... no nos escandalicemos: es Cristo.  Insultarlo.  Burlarse de él.  Despreciarlo es despreciar a Cristo.
Por estar Cristo en el pobre, de un modo misterioso y que sólo la mirada alimentada y entrenada por la fe descubre, hay que atenderlo con toda reverencia: “Una de las primeras cualidades que hay que devolver a nuestros indigentes es la conciencia de su valor de personas, de su dignidad de ciudadanos, más aún, de hijos de Dios… Que los detalles para dignificar al pobre sea lo más importante”. Hasta el día de hoy, eso nos cuesta un montón. Muchos son capaces de dar una limosna; una gran cantidad de personas son  capaces de dar de su tiempo a los pobres. Mientras más digno el trato, más cuesta, hasta morir por ellos como el P. Hurtado. Es muy significativo que su último deseo fuera “el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo.”

Anticipándose a la “Iglesia de los pobres” de la que hablara el Papa Juan XXIII al convocar al Concilio Vaticano II, el P. Hurtado sin cuidarse de expresiones audaces escribe: “La Iglesia es la sociedad de los pobres, la ciudad para ellos construida.  La Iglesia (es una) ciudad edificada para los pobres; es la ciudad de los pobres.  Los ricos (son) sólo tolerados.  La Iglesia es Iglesia de pobres y en sus comienzos los ricos al ser recibidos en ella se despojaban de sus bienes y los ponían a los pies de los Apóstoles para entrar en la Iglesia de los pobres.  Grandes de esta tierra, revístanse con sentimientos cristianos y miren con respeto a los pobres.”

Concluyamos con este antiguo poema:


CRISTO, no tienes manos,
Tienes sólo nuestras manos
Para construir un mundo nuevo donde habite la justicia.

CRISTO, no tienes pies,
Tienes sólo nuestros pies
Para poner en marcha a los oprimidos por el camino de la libertad.

CRISTO, no tienes labios,
Tienes sólo nuestros labios
Para proclamar a los pobres la Buena Nueva de la libertad.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Domingo 33º: Mateo 25, 14-30




Domingo 33°:  Mt 25, 14-30  


La primera lectura es tomada del libro de los Proverbios. En su capítulo final, se ensalzan las cualidades y virtudes de la mujer emprendedora. Lamentablemente los liturgistas han recortado este hermoso poema sobre la mujer fuerte o la mujer ideal, eliminando párrafos hoy muy valorados en nuestra cultura. Justamente se sacaron los versículos donde se le describe como mucho más que una buena y servicial dueña de casa. Además de todos sus cuidados y esmeros para su hogar y los suyos, es también activa en el ambiente público y es emprendedora en el comercio. “Examina y compra tierras, y con sus propias ganancias planta viñas…Teje y vende prendas de lino y proporciona cinturones a los comerciantes”. “Abre su boca con sabiduría y su lengua instruye con cariño”. Es gracias a ella que su marido adquiere notoriedad en la ciudad.
Ya es modelo de los servidores fieles que se alabarán en el evangelio de hoy y prototipo del lugar que debiera ocupar hoy en la vida de la Iglesia.

Con la parábola de los talentos, Jesús no pretende enseñar cómo manejarse con el dinero. Por cierto que un talento representa una gran cantidad de dinero. Era una moneda de oro equivalente al sueldo de 6.000 días de trabajo. ¡Los cinco talentos son algo así como tres veces una vida entera de trabajo!

Para Jesús se trata del tema siempre recurrente del Reino de Dios. ¡Hay que trabajar por la venida del Reino de Dios! Eso es lo que está en cuestión. Se acentúan la intensidad, habilidad, entusiasmo y alegría que significa trabajar por la venida de ese Reino. No por nada viene inmediatamente a continuación del texto de hoy el relato del juicio final. Viene a decirnos muy clarito en qué consiste el trabajar por la venida y promoción de ese Reino. Por eso, el primer y segundo servidor pueden entrar en el gozo de su amo. Son benditos del Padre porque han acogido a forasteros, han dado de comer y beber a los hambrientos y sedientos, han vestido a los desnudos, han visitado a los enfermos y a los encarcelados. Porque éste es el criterio: “lo que habrás hecho al más pequeño de éstos, es a mi mismo que lo habrás hecho”. Trabajar por la venida del Reino, manifestar el amor a Dios es practicar la justicia y la caridad.
Por supuesto las capacidades son muy distintas entre nosotros. Hay trabajadores eximios como el P. Alberto Hurtado: un hombre lleno de talentos y de gracia y que supo multiplicar todo lo recibido de una manera increíble. Pero todos hemos recibido nuestra parte para colaborar en la venida del Reino.
La parábola apunta al tercer servidor. “Tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra”. Es inexcusable tenerle miedo al amo y no dedicarse a lo que son sus intereses, sino ser holgazán dedicado a otras cosas. La reacción del amo es muy severa, igual que en la escena del juicio final: se le quita aun lo que tiene y se le da a otro; finalmente es arrojado fuera. Aquí también la vigilancia se entiende como fidelidad a una misión recibida. Jesús pone en guarda a sus discípulos contra una infidelidad que consiste en una insuficiencia de actividad concreta.
La parábola nos presenta la actitud característica del verdadero discípulo: los siervos fieles deben hacer fructificar los dones recibidos del Señor. Por el contrario, el que antepone su propia seguridad o tranquilidad personal al interés que tiene el amo de incrementar los bienes "del Reino", es un mal siervo; su infidelidad se llama egoísmo, falta de sentido de responsabilidad, pereza. El abstencionismo y la apatía, la pereza y la comodidad, el egoísmo y el miedo paralizante, frutos de una psicosis de seguridad, son los mayores pecados sociales que puede cometer un cristiano. Dios nos pide una fidelidad productiva de sus talentos.
Los talentos que de Dios recibimos son, en primer lugar, los bienes y riquezas de su reino: la salvación, la fe, su amor, su amistad... Son también, en segundo lugar, los dones naturales: vida y salud, inteligencia y voluntad, familia y educación, iniciativa y trabajo, simpatía y personalidad... La vocación cristiana a la fe en Cristo es el gran talento que resume todos los demás.
Pues bien, todos esos dones y talentos no son para nuestro uso privado y exclusivo. En realidad, más que propietarios, somos administradores de los mismos. El dilema insoslayable que se nos plantea es: explotar nuestros talentos al servicio de Dios y de los hermanos, o bien enterrarlos egoísta y estérilmente. Muchos cristianos entierran sus talentos, apuntándose al mínimo obligatorio para no complicarse la vida, para no tener que arriesgar nada en un compromiso serio en bien de los demás. Viven instalados, desilusionados, apáticos y fosilizados. Como el empleado holgazán, no malgastan su talento, pero lo entierran; se contentan con mantener intacto, pero infecundo, el depósito de la fe.
El evangelio nos convida a asumir el riesgo de invertir nuestros talentos en la construcción del Reino de Dios en nuestra vida personal, de la familia, de trabajo y de sociedad. Lo contrario es renunciar a crecer como persona y como cristiano enterrándonos en vida con nuestros talentos en conserva.
La voluntad de Dios es que seamos los servidores fieles que pasen a la fiesta del amo como “benditos del Padre y herederos del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo”.


sábado, 5 de noviembre de 2011

6 de noviembre 2011: Domingo 32º: Mateo 25, 1-13


Mt 25, 1-13: Parábola Vírgenes prudentes y necias

En la parábola de las doncellas, cinco sensatas y cinco necias, encontramos de nuevo el tema de la vigilancia bajo la metáfora bíblica de los desposorios de Dios con el pueblo. El novio de la humanidad está empeñado en hacer una alianza de bodas con su novia. La quiere engalanar y embellecer, para presentarla radiante. Quiere que sea como una nueva Jerusalén que desciende del cielo, hermosa (Apoc 21 9). A ese amor sólo se puede estar preparado mediante la vigilancia. Ese Dios que era, que es y que viene, tiene modos de presencias amorosas para las que es necesario disponer de suficiente aceite.

La rutina en el amor son las leyes, las tradiciones legalistas, las mentiras del sistema dominante en el mundo, que distraen y agotan el aceite de nuestras lámparas. No nos dejan entrar en la Boda. Nos faltan reservas espirituales, una nueva ética, un nuevo pensamiento cristiano, una nueva espiritualidad del reino para entrar en el Banquete de Bodas.


Hoy frente a las leyes del mercado, del consumo de objetos inútiles, que nos adormecen, sólo el aceite nuevo del evangelio puede alimentar nuestras lámparas. No es la rutina de nuestras prácticas, sino la conversión al Evangelio de Jesús lo que necesitan las vírgenes necias.


A veces podemos tener la impresión que nosotros, los cristianos, estamos como medio dormidos. ¡Tan poco dejamos escuchar nuestra voz! No solemos manifestar nuestra indignación por tantas inconsecuencias en nuestra convivencia: las crisis financieras, consecuencia de abusos inaceptables, los recientes escándalos en “el retail”, una economía de mercado desbocada, una cultura de creciente individualismo. ¿Tenemos un sentimiento de admiración por  los jóvenes que hoy son capaces de reclamar por más justicia en la educación, aunque con los impetus y excesos propios de la juventud? ¿Los adultos, no tenemos una tendencia a resignarnos, argumentando que “de todas maneras, no hay mucho que hacere”? La sana indignación puede constituir muchas veces un primer paso hacia una nueva toma de conciencia y posibles cambios.


En nuestra cultura actual, la Iglesia ha perdido sostenidamente credibilidad como “Institución”. ¿Puede recuperar un lenguaje profético y tener la audacia de “poner el dedo en la llaga”? La Iglesia, como toda institución en tiempos de crisis, corre el peligro de mirar demasiado hacia adentro, viendo dónde y buscando porqué hace agua. El gran desafío es mirar hacia afuera, hacia el mundo, hacia el hombre de estos tiempos presentes para renovarnos en esa profunda mirada creadora y regeneradora que es la mirada de cómo Dios mismo mira al mundo.


No nos podemos quedar dormidos como las vírgenes necias sin aceite en sus lámparas. Al contrario, vigilemos y estemos atentos a la llegada del novio, preparados para recibirlo y con nuestras lámparas aprestadas.
Nuestra vocación como Iglesia es ser “Lumen gentium”, “Luz de las naciones”.