miércoles, 29 de febrero de 2012

2º domingo de Cuaresma: Mc 9, 1-9


2º Domingo de Cuaresma: Mc 9, 1-9

La primera lectura de este 2º domingo de Cuaresma nos trae el muy conocido relato de Dios que pone a prueba la fe de Abraham al pedirle el sacrificio de su hijo único Isaac.
Tal como la tierra prometida era un regalo de Dios para Abraham, así también su hijo Isaac era un regalo, un hijo de la promesa, un regalo de Dios. Pero al mismo tiempo viene a ser una prueba, un test para comprobar la fe de Abraham. ¿El hijo Isaac que le ha sido regalado, va a considerarlo como su posesión y tomar el control de su futuro, o al contrario, quiere dejar abierto su futuro y confiarlo en manos de Dios?  Éste es el punto.

Un texto conocido de “El Profeta” del poeta libanés Kahlil Gibran, recita lo siguiente:
Una mujer que apretaba a un niñito contra su pecho le decía: háblanos de los niños. Y contestó: “Sus hijos no son sus hijos… Ustedes pueden dar alojamiento a sus cuerpos, pero no a sus almas, porque sus almas habitan en la casa de mañana que Ustedes no pueden visitar, ni siquiera en sus sueños.”
Ningún ser humano puede ser posesión de otro. Cada cual sigue siendo una persona propia y única y que siempre habrá que recibir agradecido como un don.
Volviendo a la primera lectura, Dios no quiere un Isaac sacrificado sino un Abraham creyente y confiando en Dios. En este relato se trata esencialmente de la confianza de Abraham: su entrega llena de fe y su convicción de que Dios cuidará por un final feliz.

Este texto del libro de Génesis viene a iluminar también el evangelio de hoy. Después de su ministerio en Galilea y el anuncio del Reino, Jesús ha ido tomando conciencia que su Padre le pide la entrega total, una entrega que terminará  con el sacrificio de su vida en la cruz en Jerusalén. Aquello es totalmente inaceptable para Pedro. En la persona de Pedro, es el mismo Satanás que tienta a Jesús para desviarlo de su misión. La reacción de Jesús es tan enérgica y decisiva que increpa a Pedro: “¡Aléjate, Satanás! Tus pensamientos son los de los hombres, no los de Dios”.  En efecto, nuestro pensamiento va en la línea de buscar la comodidad, el éxito, conservar nuestra vida. Jesús aclara cual es su misión y la voluntad del Padre: “El que quiere salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por el Evangelio, la salvará”.
Después del anuncio de la Pasión, Jesús aparece como el nuevo Isaac, pero que no se salvará del sacrificio.

Igual que en el monte Moria, aquí en el monte Tabor se produce una transformación. Dios no dice: Si, tendrás que morir, porque de otro modo no puedo ser misericordioso. Dios tampoco dice: Tienes que conseguir mi perdón con el sacrificio de tu propia sangre. Nada de eso: Dios envuelve a Jesús con su luz, con su resplandor, con el calor de su infinito amor. Los discípulos elegidos lo pueden contemplar y lo pueden oír: “Porque vive así, Jesús es para mí el Hijo amado: escúchenlo y síganlo”. Su enseñanza y su seguimiento llevan a la única vida verdadera.

Como en Abraham, en Jesús hay confianza y entrega al Padre. Con la fuerza del Espíritu, Jesús puede desprenderse de su vida. Voluntariamente  y libremente sigue su camino. Se deja quebrar y perderá su vida para salvarla y para salvarnos a todos nosotros.

Sólo lo que soltamos y entregamos, se quedará con nosotros.
Sólo aquello de lo que nos desprendemos, nos será devuelto.
Hemos sido llamados para entregar nuestra vida, con la fuerza del Espíritu. De esta manera llegamos a ser portadores de vida y de bendición para siempre.