jueves, 6 de enero de 2011

9 de enero de 2011: El Bautismo de Jesús: Mt 3, 13-17

El Bautismo de Jesús: Mateo 3, 13-17

Los judíos no bautizan a sus hijos pequeños. Los varoncitos son circuncidados a los 8 días de su nacimiento y reciben su nombre. Así fue también con Jesús como lo relata Lucas (2, 21). Sin embargo Jesús se dejó bautizar como adulto. Por lo tanto no fue un bautismo de niñito: un poco de agua tibia con una conchita sobre la cabeza y que se seca enseguida con un pañito. Lo suyo fue sumergirse completamente en las aguas del Jordán para salir de allí como un hombre renacido y nuevo. Recibió un nuevo nombre de Dios mismo: “mi hijo amado”. Y a continuación empezó su misión.

 “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo”, le dice Jesús a Juan que rehusaba bautizarlo. Aquello fue su programa de vida: cumplir todo lo que es justo. Cuando Jesús empieza a presentarse en público, lo declara explícitamente. “He venido para cumplir la ley y los profetas” (Mateo 5, 17). Cumplimiento de la justicia quiere decir de la relación “justa”, correcta entre Dios y los hombres y de la relación justa de los hombres entre ellos y de cada ser humano consigo mismo.

Para realizar este proyecto de cumplimiento, Jesús tuvo que ser sumergido en la profundidad de las  aguas oscuras y, a continuación, emerger de ellas. En cuanto salió del agua, el cielo se abrió, escribe Mateo. Sabemos que el evangelista, por respeto al nombre de Dios, suele usar metáforas. Que el cielo se abra podemos entender algo así como que Dios se hace presente. Antes el cielo estaba cerrado, la presencia de Dios no era revelada. Ahora se revela, se hace pública y además, se hace oír. Revelaba la identidad de Jesús. De ahora en adelante Jesús llamará a Dios su padre y le rezará como su hijo.

Cuando leemos atentamente el evangelio, reconocemos en la descripción del bautismo de Jesús  su muerte y  su resurrección de entre los muertos. Él mismo ha hablado de su muerte cercana como de un segundo bautismo. “Tengo que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido!” (Lucas 12, 50) Y a dos de sus discípulos les predijo que también ellos pasarían por este mismo bautismo (Marcos 10, 39). Podríamos leer este evangelio con fruición incluso en la pascua de resurrección.

Probablemente no hay nadie entre nosotros que haya decido bautizarse. Pero hoy se empieza a dar cada vez más el caso de bautismos de adultos. Tal vez podemos decir que, en este caso, se acercan realmente al bautismo de Jesús. En realidad cada cristiano revive anualmente su bautismo en la celebración de la vigilia de la pascua de resurrección. Se renuevan las promesas bautismales, eso quiere decir las promesas que otras personas hicieron por nosotros. Nos bautizamos nuevamente, es decir somos rociados con algunas gotas de agua bendita.

Si quisiéramos darle más importancia a esta repetición de antiguas fórmulas y rituales, tendríamos que convertirlo de una manera muy distinta en la realidad de nuestra vida diaria. Ser “bautizados”, independientemente de un ritual litúrgico, tendrá que entenderse, vivirse y darle forma como todo aquello  fue en el principio. Es dejarse sumergir en la amenaza mortal de las aguas oscuras y de allí resurgir, purificado y renacido como un hombre nuevo. Es bajar a la tumba, como la semilla que se deposita en la tierra, y dejarla vacía al encontrar la fuerza para levantarse desde allí.
Es recibir al Espíritu Santo para hacer a Dios presente en la historia, para vivir por “cumplir justicia”[1]  como decía el P. Hurtado, justicia con el mundo, con los demás y con nosotros mismos. Y a la vez sentirnos también “hijos predilectos”, amados incondicionalmente por el Padre. Podremos ser débiles, pecadores pero el Espíritu lucha en cada uno de nosotros para que colaboremos con el maravilloso proyecto de Dios que busca llevar la creación a su plenitud.

En realidad la Pascua se celebra cada domingo. Debiera ser una celebración que de alguna manera manifiesta y produce en la vida cotidiana lo que celebra: es decir la práctica de una vida de resucitado. Entonces tendremos que empezar por bajar a la tumba. La tumba es todo aquello que nos mantiene cautivos en la oscuridad y  el mal. La salida pasa por la piedra que no somos capaces de remover solos. Pero podemos empezar por deshacernos  de la mortaja para doblarla.



[1] Darse, es cumplir justicia.
Darse, es ofrecerse a sí mismo y todo lo que tiene.
Darse, es orientar todas sus capacidades de acción hacia el Señor.
Darse, es dilatar su corazón y dirigir firmemente su voluntad hacia el que los aguarda.
Darse, es amar para siempre y de manera tan completa como se es capaz.
Cuando uno se ha dado, todo aparece simple. Se ha encontrado la libertad y se experimenta toda la verdad de la palabra de San Agustín:
Ama y haz lo que quieras. Ama et fac ut vis