jueves, 7 de marzo de 2013

4º Domingo de Cuaresma: Lc 15, 1-3. 11-32

4º Domingo de Cuaresma: Lc 15, 1-3.11-32


La llamada “Parábola del hijo pródigo” es una joya dentro de la literatura universal. Además es una parábola que nos revela en plenitud el rostro misericordioso de Dios Padre. Por eso mejor sería llamarla “La parábola del amor de un Padre no comprendido por sus hijos”: es la imagen liberadora de Dios. ¿Realizamos que nuestra imagen de Dios condiciona nuestra actitud hacia Él y por ende hacia los demás? Escribe Henri Nouwen en su magnífico comentario a esta parábola: “El miedo a Dios es una de las grandes tragedias humanas” y sigue: “…mi vocación última es la de ser como el Padre y vivir su divina compasión en mi vida cotidiana. Aunque sea el hijo menor y el hijo mayor, no estoy llamado a continuar siéndolo, sino a convertirme en el padre”.

Veamos brevemente el texto y detengámonos un momento en que “este hombre (Jesús) recibe a los pecadores y come con ellos”. Ayer como hoy, comer con alguien o convidar a su mesa es un signo de amistad, de querer compartir: entramos en la vida de alguien o dejamos entrarlo en la nuestra.
Que Jesús comparta mesa y mantel con pecadores provoca unas airadas protestas de los buenos observantes: los escribas y fariseos.[1]
La comida de Jesús con pecadores es una expresión evidente de que no vino “a llamar a los justos sino a los pecadores” (5,32); es su costumbre contraria a la religiosidad “tradicional” la que está en cuestión para sus contemporáneos. ¡Viene a ser la razón profunda del enfrentamiento con las autoridades religiosas - grupos religiosos fundamentalistas e intransigentes -  y que lo llevará a la muerte en cruz!
Jesús quiere cambiar el rostro de Dios; quiere reemplazar el Dios de la pureza y de la observancia por el Dios de la misericordia[2]. Sus comidas reflejan a ese Dios que  recibe a pecadores, a “todos”. Este marco de las comidas de Jesús que revela un nuevo rostro de Dios es el que se muestra ahora en la parábola. [3]


La parábola nos describe los personajes y sus tres momentos: el Padre y sus dos hijos; la actitud del hijo menor; la actitud del padre frente al hijo perdido; la actitud del hijo mayor frente al hijo perdido. El contraste es entre dos personajes con respecto a una misma situación: los dos hermanos o el hijo mayor y el menor.
 El texto se ocupa de mostrar cuan bajo cayó el hijo menor con una serie de elementos muy críticos para cualquier judío: “país lejano”, “vida libertina/prostitutas”, “pasar necesidad”, “cuidar cerdos”¡animales impuros!, no le dan ni siquiera algarrobas, que es comida preferentemente de animales (¿las debe robar?), hasta el punto que pretende volver “a su padre” como un asalariado, porque siente que ha perdido la dignidad de hijo (“ya no merezco ser llamado tu hijo”, quedándole la opción de ser contratado como jornalero: funciona aquí un criterio de justicia humana (vv.19.21). Descubriendo su miseria el hijo parte “hacia su padre” (no dice a su casa; la casa es el lugar donde está el padre, el lugar de la acogida y del amor misericordioso; el hijo mayor es quien no entra “en la casa” (v.25). El hijo ha preparado un discurso, pero el padre no le permite terminarlo, no se le gana en generosidad e iniciativa: no sólo -contra las costumbres orientales- “corre” al encuentro del hijo al que ve de lejos, sino que le devuelve la filiación que había “perdido”: eso significan el anillo (sello), las sandalias y el mejor vestido, digno de un huésped de honor. La alegría del padre queda reflejada, además, en la fiesta por “este hijo mío”.[4] ¡Reventaron todos los esquemas de justicia con criterio humano!
El hermano mayor, que viene de cumplir con sus responsabilidades de hijo no quiere ingresar a la casa y participar de la fiesta. ¡El Padre acaba de perder a otro hijo! Nuevamente sale al  encuentro de este segundo hijo perdido y debe escuchar los reproches. El mayor se niega a reconocer al menor como hermano (“ese hijo tuyo”) cosa que el padre le recuerda (“tu hermano”). El padre no le niega razón a que el hijo mayor “jamás desobedeció una orden”, es un “siempre fiel”, uno que “está siempre con el padre” y todo lo suyo le pertenece, pero ya vimos que el padre quiere ir más allá de la dinámica de la justicia: el menor “no merece”, pero “es bueno” festejar. La misericordia supone un salir hacia los otros, los pecadores que -por serlo- no merecen, pero el amor es siempre gratuito y va más allá de los merecimientos, mira al caído. Los fariseos y escribas son modelos de grupos “siempre fieles (observantes)”, pero su negativa a recibir a los hermanos que estaban muertos y vuelven a la vida los deja fuera de la casa y de la fiesta.
El planteamiento de Jesús es totalmente diferente: Él es el rostro humano de la misericordia infinita de Dios; Él es el Dios que se acerca a todo hombre para regalarle su amor, dedicado hasta el extremo a cada uno de los suyos. Es el padre que está amorosamente atento a la vuelta de sus hijos errantes a su casa, a su mesa y a su fiesta. Otros, en cambio, parecen preferir ser un grupo aislado, el grupo de los perfectos, el de los que "no abandonaron la casa del padre", los que no aceptan a los que no son como uno.
La parábola nos invita a ser como el Padre y a vivir su divina compasión en nuestra vida diaria. Todos tenemos algo del hijo menor o mayor. Ambos son expresión de las miserias humanas de las que todos participamos en algún grado: codicia, ira, lujuria, resentimiento, frivolidad, celos, etc.
Frente a las miserias humanas, Jesús hace un llamado radical: “Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).
“Jesús describe la misericordia de Dios no sólo para mostrarme lo que Dios siente por mí, o para perdonarme los pecados y ofrecerme una vida nueva y mucha felicidad, sino para invitarme a ser como Dios y para que sea tan misericordioso con los demás como lo es Él conmigo”. (Nouwen p. 133)…Como hijo y heredero (Rom 8, 16-17) me convierto en sucesor. Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me ofrece. El regreso al Padre es el reto para convertirse en el Padre.
“En la medida en que sigamos perteneciendo a este mundo, seguiremos siendo víctimas de sus métodos competitivos y esperaremos ser recompensados por todo el bien que hacemos. Pero cuando pertenecemos a Dios, que nos ama sin condiciones, podemos vivir como Él. La gran conversión a la que nos llama Jesús consiste en pasar de pertenecer al mundo a pertenecer a Dios” y contemplar el mundo con los ojos de nuestro Padre celestial: en eso consiste la plena realización del ser humano y su total libertad.




[1]  No perdamos de vista aquí que el fariseo y escriba piadoso es el que cumple con los 613 preceptos de la Ley. La mentalidad de “pureza” y “estricta observancia” les hace mirar en menos y despreciar a los que no comparten sus rigurosas prácticas, tratándolos de pecadores, infieles y paganos.
[2]  Es lo que ya ocurrió en la parábola del buen samaritano Lc 10, 30-35, que, más que una exhortación a practicar la caridad, es una invitación a modelar nuestra vida inspirada y guiada no por una ética de la observancia(Sacerdote y Levita) sino por una ética de la solidaridad incondicional(Samaritano).
[3] Estamos en un contexto de comida y de banquete: tengamos presente que la Eucaristía es el banquete universal de la solidaridad incondicional de Dios con todos los hombres y para nada la observancia de unos ritos. La parábola está salpicada de términos que expresan el lenguaje de comer y de festejar: v.14, 16,17, 23, 29.

[4] La conmoción del Padre al ver llegar a su hijo(v.20) es la misma que siente Jesús cuando ve llevar al entierro al hijo único de una viuda(Lc 7, 13); el samaritano también se conmueve frente al herido en el camino(Lc 10,33). Por lo tanto, el moverse a misericordia (esplangnisthè)que es propio del Padre y de Jesús, caracteriza también al hombre que va por la vida impulsado por la ética de la solidaridad, revelando así “quién y cómo” es Dios para los que quedan heridos “a la vera del camino”.