miércoles, 30 de enero de 2013

5º Domingo ordinario: Lc 5, 1-11


5º Domingo ordinario: Lc 5, 1-11

No temas
La culpa como tal no es algo inventado por las religiones, sino que constituye una de las experiencias humanas más antiguas y universales. Antes de que aflore el sentimiento religioso, se puede advertir en el ser humano esa sensación de «haber fallado» en algo. El problema no consiste en la experiencia de la culpa, sino en el modo de afrontarla.

Hay una manera sana de vivir la culpa. La persona asume la responsabilidad de sus actos «desacertados», lamenta el daño que ha podido causar y se esfuerza por mejorar en el futuro su conducta. Vivida así, la experiencia de la culpa forma parte de lo que significa ser una persona madura.

Pero hay también maneras poco sanas de vivir esta culpa. La persona se encierra morbosamente en su indignidad, fomenta sentimientos infantiles de mancha y suciedad, destruye su autoestima y se anula para crecer como persona. El individuo se atormenta, se humilla y lucha consigo mismo pero, al final de todos sus esfuerzos, sólo se encuentra con su propia culpabilidad.

Lo propio de la conciencia cristiana de pecado es vivir la experiencia de culpa ante un Dios que es amor y sólo amor. El creyente reconoce que ha sido infiel a ese amor infinito. Esto le da a su culpa un peso y una seriedad absoluta. Pero, al mismo tiempo, la libera de cualquier desesperanza, pues el creyente sabe que, aún siendo pecador, es aceptado por Dios y en él puede encontrar siempre la misericordia que salvan de toda indignidad y fracaso.

De manera sencilla deberíamos denunciar esa forma malsana y pseudo-religiosa de vivir la culpabilidad que lleva todavía a no pocos a sentirse como «gusanos» despreciables ante Dios y no como «hijos amados» con amor insondable por un Padre.

El relato evangélico (Lc 5,1-11) nos habla de Pedro como un hombre que, abrumado por su indignidad, se arroja a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mi, Señor, que soy pecador».

La respuesta de Jesús no podía ser otra: «No temas», no tengas miedo de ser pecador y estar junto a mí.

Esta es la suerte del creyente: se sabe pecador pero se sabe, al mismo tiempo, aceptado, comprendido y amado incondicionalmente por Dios.

J.A. Pagola

4º Domingo ordinario: Lc 4, 21-30


4º Domingo ordinario: Lc 4, 21-30
Pronto pudo ver Jesús lo que podía esperar de su propio pueblo. Los evangelistas no nos han ocultado la resistencia, el escándalo y la contradicción que encontró Jesús muy pronto, incluso en los ambientes más allegados.

Su actuación libre y liberadora resultaba demasiado molesta y acusadora. Su comportamiento ponía en peligro demasiados intereses.
Jesús lo comprende así con toda lucidez. Es difícil que un hombre que se pone a actuar escuchando fielmente a Dios sea bien aceptado en un pueblo que vive de espaldas a El. «Ningún profeta es bien mirado en su tierra».

Los creyentes no lo debiéramos olvidar. No se puede pretender seguir fielmente a Jesús y no provocar, de alguna manera, la reacción, la extrañeza, la crítica y hasta el rechazo de quienes, por diversos motivos, no pueden estar de acuerdo con un planteamiento cristiano de la vida.

¿No somos los creyentes demasiado «normales» y demasiado bien aceptados en una sociedad que no es tan normal ni tan aceptable cuando se miran las cosas desde la fe? ¿No nos sentimos demasiado a gusto y bien adaptados?

Nos da miedo ser diferentes. Hace mucho tiempo que está de moda «estar a la moda». Y no sólo cuando se trata de adquirir el traje de invierno o escoger los colores de verano. El «dictado de la moda» nos impone los gestos, las maneras, el lenguaje, las ideas, las actitudes y las posiciones que debemos defender.
Se necesita una gran dosis de coraje y de valor para ser fiel a las propias convicciones, cuando todo el mundo se acomoda y adapta "a lo que se lleva".

Es más fácil vivir sin un proyecto de vida personal, dejándose llevar por los acontecimientos y los convencionalismos sociales. Es más fácil instalarse cómodamente en la vida y vivir superficialmente según lo que nos dicten desde fuera.

Al comienzo, quizás, uno escucha todavía una voz interior que le dice que no es ése el camino acertado para crecer como persona ni como creyente. Pero, pronto nos tranquilizamos. No queremos pasar por «un anormal», «un extraño» o «un loco». Se está más seguro sin distanciarse del rebaño.

Y así seguimos caminando. En rebaño. Mientras desde el evangelio se nos sigue invitando a ser fieles a nuestras convicciones creyentes, incluso cuando puedan acarrearnos la crítica y el rechazo dentro de nuestra misma clase social, nuestro propio partido, el círculo profesional y social en el que nos movemos y hasta en el entorno más cercano de nuestros amigos y familiares.

José Antonio Pagola