jueves, 24 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés


PENTECOSTÉS: Hech 2, 1-11 y Jn 20, 19-23

El pasaje evangélico nos ofrece una imagen maravillosa para aclarar la conexión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre: el Espíritu Santo es representado como el soplo de Jesús resucitado (cfr Jn 20,22). El evangelista Juan retoma aquí una imagen del relato de la creación, allí donde se dice que Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida (cfr Gen 2,7). El soplo de Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la familia de Dios. Con el Bautismo y la Confirmación se nos hace este don de modo específico, y con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite continuamente: el Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los Sacramentos, cada uno a su propia manera, comunican al hombre la vida divina, gracias al Espíritu Santo que opera en ellos.
En la liturgia de hoy captamos aún una conexión ulterior. El Espíritu Santo es Creador, es al mismo tiempo Espíritu de Jesucristo, pero de modo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo y único Dios. Y a la luz de la primera Lectura podemos añadir: El Espíritu Santo anima a la Iglesia. Ésta no procede de la voluntad humana, de la reflexión, de la habilidad del hombre y de su capacidad organizativa, ya que si fuese así ya se habría extinguido desde hacía tiempo, como sucede con todo lo humano. Esta en cambio es el Cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Las imágenes del viento y del fuego, usadas por san Lucas para representar la venida del Espíritu Santo (cfr Hch 2,2-3), recuerdan el Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza; "la montaña del Sinaí estaba cubierta de humo – se lee en el libro del Éxodo –, porque el Señor había bajado a ella en el fuego" (19,18). De hecho Israel festejó el quincuagésimo día después de la Pascua, después de la conmemoración de la fuga de Egipto, como la fiesta del Sinaí, la fiesta del Pacto. Cuando san Lucas habla de lenguas de fuego para representar al Espíritu Santo, se recuerda ese antiguo Pacto, establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí. Así el acontecimiento de Pentecostés es representado como un nuevo Sinaí, como el don de un nuevo Pacto en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la tierra, en el que caen todos los muros de la vieja Ley y aparece su corazón más santo e inmutable, es decir, el amor, que el Espíritu Santo comunica y difunde, el amor que lo abraza todo. Al mismo tiempo la Ley se dilata, se abre, aún haciéndose más sencilla: es el nuevo Pacto, que el Espíritu “escribe” en los corazones de cuantos creen en Cristo. La extensión del Pacto a todos los pueblos de la tierra la representa san Lucas a través de un conjunto de poblaciones considerable para aquella época: (Hch 2,9-11). Con esto se nos dice una cosa muy importante: que la Iglesia es católica desde el primer momento, que su universalidad no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades diversas. Desde el primer instante, de hecho, el Espíritu Santo la creó como Iglesia de todos los pueblos; ésta abraza al mundo entero, supera todas las fronteras de raza, clase, nación; abate todas las barreras y une a los hombres en la profesión del Dios uno y trino. Desde el principio la Iglesia es una, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal debe ser reconocida. Es santa no gracias a la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica siempre.
Finalmente, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión: “Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor” (Jn 20,20). Estas palabras son profundamente humanas. El Amigo perdido está presente de nuevo, y quien antes estaba turbado se alegra. Pero dicen mucho más. Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche de la muerte; ¡y la ha atravesado! No es uno cualquiera, sino que es el Amigo y al mismo tiempo Aquel que es la Verdad y que hace vivir a los hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la propia alegría, don del Espíritu Santo. Sí, es hermoso vivir porque soy amado, y es la Verdad la que me ama. Se alegraron los discípulos, viendo al Señor. Hoy, en Pentecostés, esta expresión está destinada también a nosotros, porque en la fe podemos verle; en la fe Él viene entre nosotros, y también a nosotros nos enseña las manos y el costado, y nosotros nos alegramos. Por ello queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más bello, tu alegría. Amén.
(Extracto de homilía de Benedicto XVI en Pentecostés 2009)