viernes, 10 de mayo de 2013

La Ascención: Lc 24, 46-53

Ascensión de N.S Jesucristo (Hechos 1, 1-11 – Lucas 24, 46-53)

- “Está en el cielo” se le contesta a un niño que pregunta donde está su abuelito que falleció.
- “¿Y donde está el cielo?” sigue preguntando el niño.
- “Pero sí, lo sabes”, se puede contestar. El cielo está donde está Jesús con Dios.
 Cuando vamos a misa el domingo, al rezar el Credo después de la homilía, lo proclamamos solemnemente: “Subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso”. ¡Por supuesto que aquello está muy lejos de ser un lenguaje infantil!  ¿Cómo se lo puede explicar a un niño? ¡Lograrlo, es entenderlo mejor uno mismo!
Leemos hoy dos descripciones de la Ascensión de Jesús, escritas por el mismo autor, San Lucas. Son bastante divergentes. Al concluir su evangelio y como una especie de epílogo, Lucas escribe que Jesús ascendió al cielo la misma tarde del día de la Resurrección. Pero acabamos de escuchar su otro relato en la primera lectura: “apareciendo a sus discípulos durante cuarenta días, les habló del reino de Dios…dicho esto, lo vieron levantarse hasta que une nube se lo quitó de la vista”. ¿Qué animó a Lucas a escribir dos relatos tan distintos?

El relato del evangelio habla por sí mismo. Cuando las mujeres llegaron a la tumba de Jesús y vieron que estaba vacía, escucharon de unos mensajeros divinos que no tenían que buscarlo entre los muertos. No estaba más allí. Había sido asunto inmediatamente donde su Padre en el cielo. Sus discípulos lo vieron aparecer delante de ellos y les había instruido para ir a dar testimonio, por todas partes, de todo lo que habían experimentado con él. Con este relato Lucas cierra su evangelio.

Con los Hechos de los Apóstoles, Lucas inicia un nuevo relato, el de la iglesia joven. Tengamos presente que Lucas escribe casi dos generaciones después de  haber ocurrido los acontecimientos. En su época, los años 80, parece que había cristianos que aun seguían esperando apariciones desde el cielo, o tal vez argumentaban que habían visto tales apariciones o que habían recibido misiones especiales. Lucas les da una advertencia: después de la desaparición de Jesús, aquel tiempo pasó para siempre. Por otro lado, también hubo cristianos que esperaban el pronto retorno de Jesús y, tal como lo escribe Lucas, se ilusionaban con la restauración del reino de Israel: ¿”Señor, es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel”? Lucas reprende a ambos grupos. Nadie puede saber cuando va a ocurrir aquello, nadie puede sacar la cuenta por Dios. La conclusión del relato es la misma que en el evangelio, pero ahora con palabras más enérgicas. ¡No sigan mirando hacia el cielo! La tarea está aquí y ahora: pongan manos a la obra. Dentro de muy poco recibirán la fuerza del Espíritu Santo para cumplir  la misión que les ha sido asignada. Empiecen ahora, aquí mismo en Jerusalén, en todo el país y más allá de las fronteras, hasta los confines del mundo.

Volvamos al niño. A un niño (y también para uno mismo) se puede explicar muy bien que no debe estar triste cuando su abuelito o abuelita, después de fallecer, se fue al cielo. Deja a su nieto solo, pero no lo abandona en realidad. Ha aprendido mucho del abuelito; lo tiene en su mente y se puede decir que, de alguna manera, es su espíritu que el niño tiene por encargo mantener vivo. La gente saca inspiración para su propia vida de recuerdos preciosos y de ejemplos de sus seres queridos que fallecieron. Es bueno hacer este ejercicio.

Otro ejercicio es darnos cuenta cómo el último capítulo del evangelio de Lucas  hace pasar al lector por las distintas tareas del duelo que enseña también la psicología moderna. La muerte-resurrección de Jesús tiene un primer momento de negación, incredulidad y desesperanza. Aquello está magistralmente descrito por Lucas en la espléndida escena de los discípulos de Emaus. No pueden aceptar la muerte  de Jesús. No aceptan perder lo que poseían: su propia visión del proyecto de Jesús: “Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel”, pero ya hace tres días que todo se acabó. Su desesperación gatilla un mecanismo de defensa por el cual dejan a la comunidad y se alejan de aquel lugar de fracaso. Sin embargo será  el mismo Jesús que les hará aceptar su muerte -fracaso para abrir su mente y su corazón al mensaje de la vida, la resurrección. Con Jesús elaboran sus sentimientos de tristeza y desesperanza. Estos se van transformando en nuevos ardores y entusiasmos. “¿No sentíamos arder nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”  Y habiendo resucitado en ellos el proyecto de Jesús, deciden reintegrarse a la comunidad.
Es realmente notable observar como el final de este capítulo 24, que coincide con el final del evangelio, desemboca en algo que la psicología subraya también como tarea indispensable en el proceso de vivir el duelo. Es aquello de ir asumiendo los roles, responsabilidades y funciones del difunto. El proyecto de Jesús está en pié. “Realmente ha resucitado el Señor”, dirán los 11 apóstoles a los discípulos que se reintegran en la comunidad.
Tanto el final del evangelio como el comienzo de “los hechos de los Apóstoles” nos ponen delante a Jesús quién indica a sus discípulos cumplir todas las tareas que él mismo cumplió desde el principio. “Serán testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría y hasta el confín del mundo”.
Terminan con sentimientos de alegría: “se volvieron a Jerusalén muy contentos” al concluir su duelo y al asumir el proyecto de vida del Señor resucitado.